Название: Los enemigos de la mujer
Автор: Vicente Blasco Ibanez
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664131072
isbn:
—Siempre he dicho que esta niña tiene más talento que su madre—afirmaba la princesa.
Al encontrarse Alicia con el príncipe, rompió á reir y casi le abrazó.
—¿Te acuerdas cómo nos odiábamos?... ¿Te acuerdas del día que nos pegamos en el Bosque?...
Le miraba con interés, examinándolo de arriba á abajo, sin encontrar nada del jovenzuelo antipático de otra época. Conocía sus aventuras en Rusia, sus amores, sus duelos, su expulsión. ¡Un hombre interesante! ¡Un personaje byroniano!... Además, algo bárbaro con las mujeres.
—Ven á verme. Debemos ser amigos... Acuérdate que somos parientes.
Lubimoff la examinó también, pero con cierta gravedad. Al llegar á París le habían hablado mucho de ella. En los tres años que llevaba de matrimonio, el duque había querido divorciarse por dos veces. Le era penoso gozar de una enorme fortuna á cambio de que esta mujer llevase su nombre. Cuando estrechaba la mano de un amigo, nunca estaba seguro de lo que podía ser éste con relación á su esposa. Pero Alicia se había casado para ser duquesa, y al fin llegaron á un arreglo práctico. La mitad de su renta fué para el duque, que viajaba ó vivía en París en casa de una antigua amante, mientras Alicia podía hacer su voluntad en su palacete blanco de la Avenida del Bosque, ostentando una corona ducal un sus ropas interiores, en sus vajillas y en las portezuelas de los automóviles.
La pequeña amazona de las cabalgadas matinales era ahora una mujer de soberbia belleza. Miguel pensó en un fruto de California esplendoroso y dorado, con un perfume intenso de dulce savia. Vaciló interiormente mientras sostenía la mirada de aquellos ojos negros, invitadores y dominantes, seguros de su poder... ¡Pero no! Se acordaba de varios hombres que le eran antipáticos y según la pública murmuración le habían precedido. Estaba interesado además por una actriz francesa que había encontrado en el tren al regreso de Rusia. Con un salto de su imaginación, volvió á ver á Alicia lo mismo que años antes. Sólo había cambiado exteriormente. Estaba acostumbrada á manejar los hombres con una mano varonil, á cambiarlos como caballos de relevo. Se pelearían á la segunda entrevista: tal vez acabarían pegándose...
Y no la vió más. Nuevas preocupaciones torcieron el curso de sus pensamientos. Un día encontró en la calle á un ruso que parecía viejo y enfermo: Sergueff, su antiguo maestro. Debía tener unos cuarenta años y parecía un setentón, con la barba de un blanco sucio, el pelo triste, como apolillado, y un rostro de profundas arrugas, sin más vida que la de los agujeros verdes de sus ojos. Andaba algo encogido; tosía al contar su historia. De Petersburgo lo habían enviado á un presidio de Siberia. Al fugarse de él, había atravesado media Asia, solo y á pie, hasta un puerto chino, y allí se embarcó para los Estados Unidos, viniendo luego á París. Esta vuelta al mundo la relataba con pocas palabras, como un simple paseo.
Miguel Fedor lo trajo á su palacio, y el coronel pareció achicarse en su presencia, con una retractilidad hostil, recordando, sin duda, sus nobles relaciones con personajes de la corte rusa, algunos de ellos antiguos generales de la Policía.
El hijo de la princesa Lubimoff conversó muchas veces con el fugitivo. El recuerdo de su expulsión de la corte le hizo simpatizar obscuramente con este otro desterrado. Además, renacía en su interior una parte de la voluntad de la madre, con sus incoherencias y sus deseos confusos. El oficial de la Guardia prestó una atención de escolar á las doctrinas del revolucionario.
—¡Estos hombres tienen razón!—exclamó con el mismo apasionamiento que ponía la princesa en toda idea nueva.
Sintió en los primeros días el ansia de sacrificio, la voluntad del renunciamiento, la abnegación mística de los hombres de su raza. Recordó á muchos príncipes como él, educados en la corte, con altas situaciones sociales, que habían distribuído sus bienes para vivir entre los pobres y dedicar su existencia al triunfo de la verdad y la justicia. El haría lo mismo, resucitando á la verdadera vida, y estaba seguro de la aprobación de su madre. Había dado su sangre el general Saldaña por la reconstitución del pasado; él perdería la suya allanando el camino del porvenir. Los tiempos cambian. El pasado son unos cuantos siglos y el porvenir es infinito.
Pero no era un ruso verdadero. El sensualismo latino despertó en él apenas quiso llevar á la práctica su decisión heroica. La vida es buena y ofrece cosas agradables. El árbol de su existencia estaba todavía repleto de savia: aún le quedaban muchas primaveras de hojas, muchos estíos de frutos. Más tarde, tal vez; cuando fuese leña seca...
Lo único positivo é inmediato que sacó de esta resurrección fué el convencimiento de su ignorancia y del vacío de su existencia. En el mundo había algo más que saber idiomas y el manejo de las armas y los caballos. El hombre debe buscar la conciencia de su grandeza en empresas más serias que los amores, los desafíos y las apuestas. La suerte le había eximido de la dura ley del trabajo dándole la riqueza, pero no por esto debía prescindir de marcar su tránsito por la vida con una actividad cualquiera, como lo habían hecho miles de predecesores, como seguirían haciéndolo millones de descendientes.
Buscó por primera vez la compañía de los libros, y de estas lecturas preliminares fué surgiendo un deseo nuevo. Quiso conocer el mundo, ver países raros, luchar con las fuerzas ciegas que son los latidos del planeta, vivir las aventuras gruesas y rudas de los hombres que van de puerto en puerto. Su padre le había hablado de remotos ascendientes que alcanzaron nobleza y fortuna tendiendo su vela en humildes puertos españoles para lanzarse como gaviotas por el Océano Tenebroso, en busca de tierras de misterio, detrás de los primeros derroteros de Colón y los Pinzones. Un ascendiente suyo había sido descubridor de los modernos Estados Unidos al desembarcar con el viejo Ponce de León en la Florida, buscando la legendaria «Fuente de la Juventud». El primer Saldaña noble había obtenido el don al fundar un pueblo en las cercanías de Panamá. El sería navegante como sus antecesores, marino vagabundo, gozador de placeres exóticos, y tal vez consiguiera arrancar de paso algún secreto al gran misterio de las llanuras azules.
La vida en aquel palacio afeado por las manías de su madre le resultaba incómoda y penosa, impulsándolo á huir. La princesa, no hizo la menor objeción al enterarse de que su hijo deseaba comprar un yate para navegar por todos los mares. Podía hacerlo: era un placer de gran señor digno de él. Estaban cada vez más ricos. El petróleo, el platino, todos los yacimientos preciosos de su propiedad, y el producto de sus tierras, vastas como Estados, formaban una renta enorme. El año anterior había llegado á diez y seis millones: más de un millón por mes. Para un particular era fabuloso. Y la Lubimoff, que por unos momentos había recobrado su buen sentido, añadió luego con modestia:
—Pero para una reina no es gran cosa.
Miguel adquirió en Inglaterra un yate velero, de proa afilada y arboladura audaz, con máquina auxiliar, y le puso un nombre de ave marina, pero en español: Gaviota.
Deseaba prolongar en el Océano su vida terrestre, seleccionando de ella todo lo más interesante, y por esto quiso embarcar á Sergueff. El maestro parecía melancólico, como si le pesasen lo mismo que un remordimiento las comodidades que le proporcionaba el príncipe y sus larguezas pecuniarias. Tenía ocupaciones más urgentes que navegar á capricho en un buque de lujo. Y desapareció para volver á Rusia, como si la horca tirase de él, como si deseara, en caso de mejor suerte, dar por segunda vez la vuelta á la tierra.
El coronel tuvo que embarcarse como ayudante de campo del príncipe. Nunca se había separado de él. Pero ¡ay! no tenía el pie marino, y menos aún el estómago: era un héroe de montaña; СКАЧАТЬ