Máscaras De Cristal. Terry Salvini
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Название: Máscaras De Cristal

Автор: Terry Salvini

Издательство: Tektime S.r.l.s.

Жанр: Зарубежные детективы

Серия:

isbn: 9788835413295

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      ―Te lo agradezco. Que sepas que, sin embargo, no he llegado tarde a propósito: el taxi ha tenido un pinchazo.

      ―Kilmer no te creería pero yo te conozco mejor que él. Ahora vamos a comer: es el único placer que me queda.

      El hombre moreno que había tenido un intercambio de palabras con la imputada llegó hasta ellos y los paró en cuanto atravesaron el umbral de la puerta. Loreley aferró el asa del bolso hasta casi clavarse las uñas en la palma de la mano.

      ―Abogado Morris, le felicito por la óptima defensa pero soy feliz porque no ha sido suficiente para que ganase ―dijo el recién llegado antes de sonreírles mientras ella, por discreción, daba un paso atrás.

      ―Puedo entenderle, míster Marshall. ―Ethan parecía incómodo.

      ―Que tenga un buen día, abogado ―dijo el otro, luego posó su mirada en Loreley ―Hasta luego, Lory.

      La observó fijamente durante un instante como si quisiese hablar pero todavía no supiese qué decir.

      Desbordada por sensaciones y pensamientos contradictorios abrió la boca para responder al saludo: no consiguió pronunciar ni una palabra.

      Él le sonrió aunque los ojos de un color parecido al ámbar aparecían serios.

      ―La próxima vez preferiría que nos viésemos lejos de este lugar ―concluyó. Se volvió de espaldas y se alejó.

      Ethan se rascó la nuca afeitada a cero.

      ―¿Qué te pasa Loreley? Ni siquiera lo has saludado.

      ―Perdóname… no sé lo que me ha ocurrido.

      Lo vio mover la cabeza mientras los ojos expresaban confusión.

      ―Bueno, está bien, vamos: esta mañana no he desayunado por la tensión y ahora que todo ha acabado me ha vuelto el hambre.

      ***

      Transcurrió una semana durante la cual Loreley se sintió más tranquila y consiguió no pensar demasiado en el problema en que se había metido. Las pocas veces que sucedía, sobre todo cuando estaba sola en la cama, rechazaba aquellos recuerdos, cogía un libro al azar y leía hasta que los ojos se enrojecían por el cansancio y se caía dormida; o miraba documentales de todo tipo en la televisión. Cualquier cosa era buena con tal de concentrar su atención en otra parte.

      No recordaba mucho de las horas transcurridas con el amante improvisado de una noche pero, por el contrario, comenzaba a recordar qué había sucedido antes de subir a la habitación con aquel hombre.

      Sentada a la mesa de un gran restaurante junto con otros invitados a la boda Loreley estaba picoteando un trozo de tarta de bodas cuando él, con una copa de champán en una mano y una silla en la otra, se había colocado al lado de su amigo Steve, enfrente de ella.

      ―Todas las personas de esta mesa han encontrado su propia mitad: incluso Hans y Ester lo han conseguido. Quedo yo solo ―había dicho acompañando aquella última frase con un sorbo de champán, como si quisiese felicitarse consigo mismo.

      ―Te aconsejo que permanezcas soltero todavía por un tiempo ―había sido la respuesta divertida de Steve.

      ―También yo me lo aconsejo, ¿sabes? Cada día, para no olvidarlo. ¡Nada de compromisos sentimentales en los próximos años: ya he tenido demasiados!

      Loreley había sentido una cierta desazón y había bajado los ojos hacia plato, intuyendo que aquel hombre estaba todavía sufriendo por Ester que, sin embargo, parecía una novia muy feliz por su decisión. Durante todo el día él no había dejado traslucir ninguna turbación pero, luego, el champán debió hacerle bajar la guardia.

      ―Realmente no eres el único soltero sentado en esta mesa… ¿o yo no soy un buen ejemplo? ―le había corregido Lucy, una muchacha rubia con curvas explosivas. ―A diferencia de ti, sin embargo, yo continuó por mi camino, a pesar de todo…

      Había remarcado las últimas palabras, como para hacer comprender a qué, o mejor a quién, se refería con aquel a pesar de todo.

      ―Lo imagino, ¡nunca lo he dudado! ―le había respondido con ironía el hombre.

      Una mueca de disgusto había aparecido en el rostro de la joven:

      ―¡Siempre es mejor que estar lamentándose!

      Loreley contuvo con esfuerzo una risita. Aquella Lucy se divertía pinchándolo cada vez que tenía ocasión y él le respondía como podía, considerando que habitualmente no era del tipo que mantenía una actitud irreverente con las mujeres. Por algún motivo la muchacha transformaba sus encuentros en escaramuzas. Ahora ya se había convertido en un ritual, el único modo de comunicación entre ellos, de tal manera que, si hubiesen cambiado esta costumbre, Loreley se hubiera asombrado y a lo mejor incluso desilusionado.

      Cuando vio a Lucy alejarse de la mesa para sumergirse en el baile, la atención del hombre había recaído en ella que, después, le había hecho compañía con un par de copas en la sobremesa, olvidándose de no tomar los analgésicos con poca separación de las bebidas alcohólicas.

      En aquellos últimos y frenéticos días transcurridos ayudando a Ester en los preparativos de la boda y en discutir con su jefe el caso Desmond, el dolor de la nuca no la había dejado en paz. La guinda del pastel había sucedido dos días antes de la ceremonia: su novio la había telefoneado desde Los Angeles para decirle, como si no tuviese importancia, que no podría estar con ella en la boda. La discusión que se había desencadenado por esto le había acentuado la migraña obligándola a recurrir varias veces a las medicinas.

      Todavía había en su mente un vacío, entre el tiempo transcurrido desde que los novios se habían ido del restaurante, seguidos por las aclamaciones festivas de buenos augurios, a cuando se había despertado en plena noche en una habitación en los pisos altos del hotel. Un agujero donde sólo existían unos flashes en los cuales se veía desnuda y aferrada a un hombre de piel bronceada que, con el peso de su cuerpo, la aplastaba contra la cama mientras la acariciaba y la besaba.

      Después, la oscuridad absoluta.

      De nuevo él que, rodando sobre si mismo, la ponía encima de él, a horcajadas. Recordaba sus ojos felinos que le comunicaban pasión y los labios con una sonrisa socarrona que la invitaban a dejarse llevar por cualquier deseo oculto.

      Y otra vez la oscuridad total, seguida de un despertar confuso… y de una inconfesable realidad.

      2

      ¿Qué ocurriría una vez que John volviese a casa? ¿Era realmente necesario confesar algo que ni siquiera ella sabía bien cómo había sucedido? ¿La sinceridad a toda costa era indispensable para mantener viva la convivencia de la mejor manera?

      Preguntas que volvieron a atormentarla incluso mientras conducía en medio del tráfico de Manhattan. Preguntas que le sembraban dudas que nunca había tenido antes, haciéndola dudar de sus pocas certidumbres. Después de todo, ella sólo tenía veintiocho años y poca experiencia en las relaciones de pareja para estar segura de tener las respuestas adecuadas.

      El sonido del teléfono móvil reclamó su atención. Pulsó una tecla del salpicadero СКАЧАТЬ