Máscaras De Cristal. Terry Salvini
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Máscaras De Cristal - Terry Salvini страница 3

Название: Máscaras De Cristal

Автор: Terry Salvini

Издательство: Tektime S.r.l.s.

Жанр: Зарубежные детективы

Серия:

isbn: 9788835413295

isbn:

СКАЧАТЬ dio un portazo.

      ―Dígame cuánto le debo. Rápido, por favor.

      ―Olvídelo, por lo que parece hoy no es uno de mis días más afortunados.

      ―Tampoco uno de los míos…

      Sacó de la cartera diez dólares y se los tendió al hombre que, mientras tanto, había abierto el maletero para coger el equipo necesario para cambiar la rueda. Lo vio metérselos en el bolsillo sin dudar, agradeciéndoselo con una sonrisa.

      Loreley se alejó hasta llegar al cruce con la carretera principal y observó los numerosos automóviles de todos los modelos y colores que pasaban rápidamente a su lado. Cuando identificó un taxi levantó una mano para llamar su atención pero éste siguió derecho sin ni siquiera desacelerar. Vio llegar otro y, con la esperanza de pararlo, enfatizó el gesto que, sin embargo, cayó en el vacío. Probó otra vez: ¡nada que hacer! Aquellos malditos coches amarillos seguían su camino, indiferentes a su drama.

      ¿Era posible que no hubiese un solo taxi libre?

      Lo intentó una última vez, sacudiendo los brazos hasta el punto de sentirse ridícula. ¡nada! Con un suspiro se volvió y regresó donde estaba el taxista.

      ―Escuche… ¿cuánto tiempo necesita para acabar?

      ―Algunos minutos, señorita ―le respondió mientras atornillaba uno de los tornillos de la rueda.

      ―OK. Hagamos lo siguiente. ―Cogió algunos billetes ―si me lleva al tribunal antes de las once éste se convertirá para usted en uno de sus días más afortunados.

      El hombre se paró para observar la generosa oferta de su cliente, así que volvió a trabajar con más empeño. En un par de minutos estaba de nuevo al volante con ella, sentada en el asiento posterior, que observaba la pantalla del teléfono móvil contando los segundos que pasaban.

      El tráfico intenso a la altura de Hell’s Kitchen frenó la carrera del taxi hasta obligarlo casi a pararse. Ahora ya iban a paso lento. El sonido del claxon mostraba toda la impaciencia de los conductores.

      ―¿No hay una salida para librarse de este lío? ―preguntó Loreley.

      ―Lo siento, señorita. ¿No cree que si la hubiese la hubiera cogido?

      ―¡Me estoy jugando el puesto de trabajo!

      ―No sabe cuántos clientes suben aquí, cada uno con su propia historia. Algunos se quedan mudos y casi inmóviles, ignorándome durante todo el trayecto mientras que otros son tan nerviosos… como si el asiento les estuviese quemando el trasero. Y hablan mucho, como usted.

      Loreley consiguió verlo sonreír desde el espejo retrovisor y se esforzó por devolverle la sonrisa, encajando la mordaz respuesta.

      ―Pero hay algo que todos tienen en común ―continuó él ―Una prisa infernal por llegar a su destino.

      Ella respiró profundamente para calmarse.

      ―Ya me he excusado, ¿qué más puedo hacer?

      ―¡Nada! Prefiero los clientes como usted, señorita, a aquellos momificados.

      Esta vez Loreley le sonrió más convencida. ¡Con todo el dinero que te he dado!, pensó apoyando a continuación la cabeza sobre el reposacabezas. El habitual dolor detrás de la nuca había disminuido, lo preciso para permitirle trabajar, pero no la había abandonado del todo.

      A lo mejor ese era el momento adecuado para recurrir a un analgésico: el médico le había repetido varias veces que lo tomase cuando el dolor no fuese todavía demasiado fuerte y doblar la dosis sólo en el caso de que fuese realmente necesario. La testarudez y sus muchas obligaciones, sin embargo, la habían inducido a actuar de manera aleatoria, con el resultado de que, al cabo de unos años, se encontró con que necesitaba una dosis mayor.

      Sacó del bolso la pequeña caja de plata, la abrió, cogió una pastilla y la volvió a cerrar, luego se paró a mirar las dos L de oro brillante grabadas sobre la tapa: un tiempo significaron Lorenz Lehmann, su abuelo; hoy, Loreley Lehmann.

      Como temía, llegó al tribunal con retraso. A pesar de que el taxista no hubiese conseguido mantener el pacto, le dejó toda la suma que habían pactado para compensarlo por el hecho de que había debido aguantar todo su nerviosismo.

      Subió a la carrera la amplia escalinata de mármol que conducía a la entrada del edificio, con la esperanza de asistir por lo menos al veredicto. Por suerte sabía a dónde ir y no debía perder más tiempo para pedir información; era fácil perderse en aquel ambiente tan vasto si no se conocía mejor que bien.

      Incluso antes de entrar en la sala del tribunal comprendió que la sentencia del caso Desmond ya había sido emitida: la puerta estaba abierta y algunas personas estaban saliendo.

      ¡Maldita sea, demasiado tarde! Cerró la mano en un puño y la batió contra el aire.

      Parada en el umbral de la puerta, dio una ojeada rápida al interior: la luz que se filtraba desde las persianas era débil pero suficiente para vislumbrar sobre los rostros de la gente la tensión que aún no había desaparecido; público y jurado estaban dejando sus puestos, de la misma manera que el juez Sanders, una mujer anciana y menuda, que se metió por la puerta del fondo de la sala del tribunal.

      Loreley entró, entre el murmullo creciente, para buscar a su colega Ethan Morris. Lo encontró aún de pie al lado de la imputada, Leen Soraya Desmond.

      Como si se hubiese dado cuenta de su llegada Ethan se volvió hacia ella y esbozó una sonrisa forzada. Unos segundos después también Leen se dio la vuelta y sus ojos de forma oriental se contrajeron.

      ―¡Esto no acabará así, Lehmann! ―le gritó ―¡Antes o después, me vengaré! ―Mientras dos agentes de uniforme se la llevaban, dirigió su atención hacia un hombre moreno que, un poco más allá, estaba observando la escena ―Mi padre no te olvidará y tampoco lo que me has hecho…. ¡Nunca!

      ―¡Tampoco yo lo olvidaré, Leen! Puedes estar segura ―le respondió él con voz fuerte y determinada.

      Realmente intrigada Loreley examinó el objeto, o mejor dicho el sujeto, de tanta acritud y en cuanto lo reconoció se puso tensa, mirándolo fijamente como si estuviese en trance. En su mente, los instantes de la vieja película volvieron a mostrarse de manera fluida, esta vez vívidos, veloces, sin interrupciones.

      ¡Oh, Dios mío, es él!

      ―¿Qué te ocurre? ¿Es debido a lo que te ha dicho mi cliente? ―le preguntó Ethan acercándose.

      Ella se desabotonó la adherente chaquetita azul que en ese momento le impedía respirar hasta que el pecho se hinchó para dejar entrar el aire en los pulmones.

      ―No exactamente. Sólo estoy un poco cansada.

      El abogado le sonrió, asintiendo.

      ―Imagino que ayer ha sido una especie de maratón.

      ―Sí. Y ver hace un momento a esa mujer… ―Miró la puerta por donde Leen acababa de salir ―Bueno… no ha sido en realidad un placer. Además, no he conseguido llegar a tiempo.

      ―Tranquila. СКАЧАТЬ