Los misterios de Auguste Dupin, el primer detective. Эдгар Аллан По
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Название: Los misterios de Auguste Dupin, el primer detective

Автор: Эдгар Аллан По

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 9788418264603

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СКАЧАТЬ a una gran distancia. Sus ojos, vacíos de expresión, sólo miraban la pared.

      –Que las voces que oyeron discutir –dijo– quienes subieron las escaleras, no eran las voces de las mujeres, quedó totalmente demostrado por los testimonios. Esto nos libera de toda duda sobre la idea de si la anciana podría haber acabado primero con la hija y después haberse suicidado. Me refiero a esto sobre todo por una cuestión de método, ya que la fuerza de madame L’Espanaye habría sido del todo insuficiente para encajar el cuerpo de su hija en la chimenea, tal como fue encontrado; y la naturaleza de sus propias heridas excluye por completo la idea del suicidio. El asesinato, por lo tanto, ha sido cometido por terceras personas; y las voces de estas terceras personas son las que se oyeron en la discusión. Permítame que ahora me centre no en todo el testimonio referido a estas voces, sino en lo que hay de peculiar en ese testimonio. ¿Usted observó algo peculiar en ello?

      Yo respondí que, mientras que todos los testigos coincidían en suponer que la voz ronca era de un francés, había mucho desacuerdo con respecto a la voz aguda o, como uno de ellos la definió, «estridente».

      –Eso es el testimonio en sí –dijo Dupin–, pero no su peculiaridad. No ha observado usted nada particular, sin embargo, sí había algo que observar. Los testigos, como señala usted, coincidían acerca de la voz ronca, en eso eran unánimes. Pero, respecto a la voz aguda, la peculiaridad es, no que estuvieran en desacuerdo, sino que, cuando un italiano, un inglés, un español, un holandés y un francés intentaron describirla, cada uno se refirió a ella como la de un extranjero. Cada uno está seguro de que no era la voz de un compatriota suyo. Ninguno de ellos la compara con la voz de un individuo de una nacionalidad cuyo idioma conoce, sino todo lo contrario. El francés supone que la voz es de un español, y podría haber distinguido algunas palabras si hubiera estado familiarizado con el idioma español. El holandés mantiene que era la voz de un francés, pero vemos que, al no entender el francés, el testigo fue interrogado mediante un intérprete. El inglés cree que la voz es de un alemán, y no entiende el alemán. El español «está seguro» de que era la voz de un inglés, pero «juzga por la entonación» solamente, ya que no tiene conocimientos de inglés. El italiano cree que la voz es de un ruso, pero nunca ha conversado con un natural de Rusia. Un segundo francés difiere, además, con el primero y está seguro de que la voz era de un italiano; pero al no conocer ese idioma, está, como el español, «convencido por la entonación». Vaya, qué extrañamente inusual debe haber sido esa voz, en verdad, para haber suscitado un testimonio como éste y en cuya entonación, incluso, ciudadanos de cinco grandes países de Europa no pudieron reconocer nada familiar. Dirá usted que podría haber sido la voz de un asiático o un africano. Ni asiáticos ni africanos abundan en París, pero sin negar esa deducción, ahora quiero llamar su atención sobre tres cuestiones. Un testigo define la voz como «más que aguda, estridente». Otros dos la describen como «rápida y desigual». Ninguna palabra, ningún sonido que pareciera una palabra, fue mencionada por ningún testigo como reconocible.

      »No sé –continuó Dupin– qué impresión habré causado, por ahora, en su entendimiento; pero no me cabe duda de que estas legítimas deducciones de los testimonios, en relación con la voz ronca y la aguda, son en sí mismas suficientes para generar una sospecha que orientará todo progreso en la investigación del misterio. He dicho «legítimas deducciones», pero eso no expresa con exactitud lo que quiero decir. Intento dar a entender que las deducciones son las únicas acertadas y que una única sospecha surge inevitablemente de ellas como único resultado. No diré todavía, sin embargo, cuál es la sospecha. Simplemente deseo que tenga usted en cuenta que, para mí, era forzoso darles una forma definitiva, un determinado rumbo, a las indagaciones que hice en la habitación.

      »Trasladémonos ahora, con la imaginación, a ese cuarto. ¿Qué es lo primero que tenemos que buscar allí? La forma de escapar utilizada por los asesinos. No está de más suponer que ninguno de nosotros cree en sucesos sobrenaturales. Madame y mademoiselle L’Espanaye no fueron masacradas por espíritus. Los autores del hecho eran seres materiales y escaparon de forma material. ¿Cómo, entonces? Por fortuna no hay sino una manera de razonar sobre el asunto, y esa manera tendrá por fuerza que llevarnos a una conclusión definitiva. Examinemos, una por una, las posibles formas de escapar. Está claro que los asesinos estaban en la habitación en la que fue encontrada mademoiselle L’Espanaye, o al menos en la habitación contigua, cuando los vecinos subieron las escaleras. Por lo tanto, sólo pueden haber buscado salidas desde estas dos estancias. La policía ha dejado al descubierto los suelos, los techos y la mampostería de las paredes, en todas partes. Ninguna salida secreta puede haber escapado a su vigilancia. Pero, desconfiando de sus ojos, yo hice un examen con los míos. No había, efectivamente, salidas secretas. Las dos puertas que llevan de las habitaciones al pasillo estaban bien cerradas, con la llave por dentro. Volvamos a las chimeneas. Éstas, aunque tienen la anchura habitual hasta unos dos o tres metros por encima del hogar, no admitirían, por toda su longitud, el cuerpo de un gato grande. Demostrada la absoluta imposibilidad de salir por estas vías, sólo nos quedan las ventanas. Por las de la habitación delantera no podría haber escapado nadie sin ser visto por la multitud que había en la calle. Los asesinos tienen que haber salido, por lo tanto, por las de la habitación trasera. Ahora bien, llegados a esta conclusión de forma tan inequívoca, no podemos, como razonadores, rechazarla a causa de aparentes imposibilidades. Sólo nos queda demostrar que estas aparentes «imposibilidades» no son tales en realidad.

      »Hay dos ventanas en la habitación. Una de ellas no está bloqueada por ningún mueble y es por completo visible. La parte inferior de la otra queda oculta a la vista por el cabecero de una pesada cama que está arrimada a ella. La primera ventana se encontró cerrada desde dentro. Resistió todos los esfuerzos de quienes intentaron abrirla. A la derecha del marco habían taladrado un agujero grande, y ahí se encontró un clavo muy grueso metido casi hasta la cabeza. Al examinar la otra ventana se descubrió un clavo similar encajado de la misma manera, y un vigoroso intento de levantar el bastidor de esta ventana también fracasó. La policía quedó totalmente convencida de que la salida no se había producido por esas vías. Y, por lo tanto, se consideró innecesario sacar los clavos y abrir las ventanas.

      »Mi examen personal fue algo más detallado por la razón que acabo de señalar: porque hay que demostrar que las aparentes imposibilidades, en realidad, no lo son.

      »Seguí razonando, a posteriori, lo siguiente. Los asesinos sí que escaparon por una de estas ventanas. En ese caso, no pudieron haber vuelto a asegurar los bastidores desde el interior, tal y como se encontraron, consideración que puso fin, por su obviedad, al escrutinio de la policía en esta habitación. Sin embargo, los bastidores estaban asegurados. Por lo tanto, tenían que poder cerrarse solos. Esta conclusión era inevitable. Me acerqué a la ventana, saqué el clavo con alguna dificultad e intenté levantar el bastidor. Resistió todos mis esfuerzos, como había imaginado. Tenía que haber, comprendí entonces, un resorte oculto; y la corroboración de mi idea me convenció de que mis suposiciones, al menos, no iban desencaminadas, por muy misteriosas que siguieran siendo las circunstancias relativas a los clavos. Una cuidadosa búsqueda pronto sacó a la luz el resorte oculto. Lo presioné y, satisfecho con el descubrimiento, me abstuve de abrir la ventana.

      »Entonces volví a colocar el clavo y lo miré con atención. Una persona que saliera por la ventana podría haberla cerrado de nuevo, y el resorte la habría bloqueado, pero no habría podido volver a poner el clavo. La conclusión era simple, y de nuevo restringía el ámbito de mis investigaciones. Los asesinos tenían que haber escapado por la otra ventana. Suponiendo, entonces, que los resortes de cada bastidor fueran iguales, como era probable, tenía que haber alguna diferencia en los clavos, o al menos en la forma en que estaban fijados. Subiéndome al armazón de la cama, observé minuciosamente, por encima del cabecero, el marco de la segunda ventana. Pasando la mano por detrás de la madera, enseguida descubrí y presioné el resorte, que era, como había supuesto, idéntico al otro. Entonces observé el clavo. Era tan grueso como el anterior y, en apariencia, estaba fijado de la misma manera, metido casi hasta la cabeza.

      »Dirá usted que СКАЧАТЬ