Название: Verdad tropical
Автор: Caetano Veloso
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Historia Urgente
isbn: 9789878303239
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Así fue que llegaron a nosotros de primera mano grandes beldades que después fueron contratadas por Hollywood y difundidas para el público americano, como Sophia Loren o Gina Lollobrigida. Mientras que otras como Silvana Pampanini, Silvana Mangano o Rossana Podestà, a las que venerábamos como diosas, pasaron inadvertidas por los Estados Unidos. Lo cierto es que encontramos más motivos para deplorar que para festejar la ida de las italianas a Hollywood: las chicas deslumbrantes que parecían salidas de las callecitas de Nápoles se habían vuelto provincianas que, una vez en la gran ciudad, habían desvalijado las boutiques y no les quedaba nada bien. En la provincia, cuando se hace alguna crítica al provincianismo, esta es mucho más severa que la que puede hacerse en la metrópoli. De cualquier modo, nada nos indicaba que Brigitte Bardot fuese ni mínimamente inferior a Marilyn en cantidad de admiradores, en cachet o en representatividad del espíritu del momento. No solamente en las canciones que escribía en la década de los 60 –que, siguiendo la estética pop, ostentaban nombres de celebridades– elegía nombres de estrellas europeas (Claudia Cardinale, Brigitte Bardot, Alain Delon, Jean-Paul Belmondo); a fines de la década de los 50, interrumpí los esbozos abstractos y pinté un retrato de Sophia Loren a partir de una fotografía de una escena del film La donna del fiume. En cuanto a Marilyn, como su papel de diosa de la belleza no nos parecía convincente y no teníamos conciencia de que el hecho de que fuera americana era una condición necesaria para que se convirtiese en una verdadera celebridad mundial, no veíamos en ella más que una vulgar imposición comercial. Por eso, si queríamos renovar nuestro elenco de divas y encontrar substitutas para Ava Gardner o Elizabeth Taylor, Jane Russell o Ingrid Bergman, estábamos mucho más naturalmente inclinados a buscar entre las actrices italianas. Cuando, ya en los años 60, la imagen de Marilyn obtuvo más importancia para mí, dentro de un interés más abarcador por la cultura de masas, era ante todo una estrella de los cuadros de Andy Warhol.
Pero incluso eso me llegó de segunda mano. Digo que fue la Marilyn de Warhol –y casi podría decir también “el Elvis De Warhol”– la que se me impuso como una figura con cierto valor estético e interés cultural porque fue la reconsideración de los íconos de gran consumo popular, la tendencia creciente a tomarlos como información nueva, como imágenes brutas que comentaban el mundo si nosotros no las comentábamos, y empecé a intuir –y a captar en charlas frívolas con amigos y en artículos frívolos de periódicos al final de la década de los 50 y comienzo de la de los 60, época que coincidió con mi mudanza de Santo Amaro hacia Salvador. Pero yo no tenía ni el menor conocimiento de lo que pasaba en el mundo de las artes en Nueva York en la aurora de la década loca. En otras palabras: el que realizó el gesto que le dio sentido nítido a esas tendencias –el que realizó la serie de retratos de Marilyn (y Elvis)– fue Andy Warhol, por eso le doy crédito por un tipo de percepción que desarrollé (y desarrollé muy poco, porque cuando aquello llegó, tarde, algunos amigos míos ya habían ido mucho más lejos) antes siquiera de aprender su nombre. Es como si Marilyn hubiese existido solo para ser un personaje del mundo de Warhol y como si pudiéramos decir, parafraseando a Oscar Wilde sobre Balzac, que el siglo xx, tal como lo conocemos, es una creación de Andy Warhol. Aunque está claro que, a partir de cierto punto, incluso sin conocer sus nombres, ya eran influencias indirectas de los artistas pop americanos que llegaban a mí a través de lo que veía y leía –o escuchaba en conversaciones– de artistas y escritores brasileños más informados o mejor formados que yo. Eso, sin embargo, solo sucedió efectivamente en la segunda mitad de los años 60. Por ahora, basta decir que el tipo de sensibilidad que instauraría un imaginario emparentado con el imaginario pop todavía era, en ese comienzo de década, demasiado embrionario para determinar mis elecciones y mis juicios. Más bien valdría enfatizar cuán sometido estaba a otros movimientos del espíritu que recibían estímulos irresistibles. De hecho, había otras razones para que la mitología americana de los años 50 no causase un impacto considerable en mí ni en los otros muchachos brasileños de mi edad (porque no solo en Santo Amaro los fans del rock eran minoría).
A comienzos de los años 80, Roberto Dávila, un periodista de la televisión que sería más tarde viceprefecto de Río, me pidió que fuera a Nueva York con él para ayudarlo a entrevistar a Mick Jagger para una nueva serie de programas de largas entrevistas llamado Conexão Internacional. Me dijo que me invitaba porque yo sabía lo que pasaba en el mundo del rock’n’roll y hablaba inglés: él le haría preguntas periodísticas a Mick Jagger en francés y yo intervendría con una conversación más relajada en inglés sobre los puntos que tuviéramos en común (Jagger y yo). Decir que yo entendía de rock y hablaba inglés era verdad solo puesto en contexto: mi amigo periodista no entendía nada de rock ni hablaba inglés en absoluto. Pero, supuestamente, mi presencia iba a aumentar la curiosidad que provocaría el programa, teniendo en cuenta que en la prensa solían llamar a los tipos como yo “el Bob Dylan brasileño”, “el John Lennon brasileño” o –cosa que convenía callar en este caso– “el Mick Jagger brasileño”. De cualquier forma, como nunca les tuve demasiada antipatía a esas calificaciones imbéciles, acepté la invitación. También, claro, por curiosidad y admiración por Mick Jagger. Admiración que creció con ese contacto personal casi impersonal, aunque la entrevista, como programa de televisión, no haya resultado muy interesante (sobre todo porque las respuestas de Mick estaban tapadas por una voz que leía en primer plano la traducción al portugués). Lo que me resulta interesante referir es que, cuando le pregunté cómo fue que el rock lo había conquistado, le conté de mi desprecio inicial por Elvis y, basándome en que él y yo éramos de la misma generación y habíamos llegado a la universidad, le dije que el inicio del rock me había resultado primario y poco estimulante y que tanto a mí como a muchos otros brasileños la bossa nova nos había atraído muy fuertemente y nos había orientado en otra dirección. Me interrumpió y dijo: “Eso es bueno. Sería muy aburrido si no hubiese estilos diferentes en los diferentes lugares y la música estuviese mundialmente uniformizada”. No me lo dijo como una gentileza sino más bien como una leve reprimenda. Aparentemente él creyó que yo me estaba culpando por no haberme interesado lo suficientemente temprano por el rock’n’roll. Sin embargo, esa única observación me sonaba natural y absolutamente correcta. Viví y vivo como un acontecimiento auspicioso el hecho de que la bossa nova haya surgido entre nosotros justamente cuando mis compañeros y yo estábamos empezando a aprender a pensar y a sentir.
Tenía diecisiete años cuando escuché por primera vez a João Gilberto. Todavía vivía en Santo Amaro y un compañero del colegio me mostró la novedad que le había parecido extraña y por eso mismo juzgó que me interesaría: “Caetano, a ti que te gustan las cosas locas, tienes que escuchar el disco del tipo este que canta totalmente desafinado; la orquesta va para un lado y él para el otro”. Exageraba la extrañeza que le producía escuchar a João Gilberto, probablemente alentado por el título de la canción Desafinado, una pista falsa para los primeros oyentes de una composición que, con sus intervalos melódicos inusitados, exigía intérpretes afinadísimos y terminaba, con la delicada ironía de sus palabras, pidiendo tolerancia para los que no lo eran.
Se você disser que eu desafino amor
Saiba que isso em mim provoca imensa dor
Só privilegiados têm ouvido igual ao seu
Eu possuo apenas o que Deus me deu
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