Название: Verdad tropical
Автор: Caetano Veloso
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Historia Urgente
isbn: 9789878303239
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De hecho, lo que más me alejaba de esa tendencia a la americanización era que hubiese llegado a mí sin ningún rastro de rebeldía.
Cuando tenía seis o siete años, hacia fines de los años 40, una de las múltiples primas mayores que vivían en casa con nosotros (ya debía tener entonces más de treinta años) me dijo, entre divertida e irritada, con esa sinceridad negligente con la que nos desahogamos delante de los niños: “Hijito, me gustaría vivir en París y ser existencialista”. Me produjo curiosidad: “Minha Daia –así llamamos aún hoy, a pocos años del 2000, a esa criatura adorable–, ¿qué es existencialista?”. Y ella, con una creciente rabia deliberada en la voz: “Los existencialistas son filósofos que hacen solo lo que quieren, todo lo que tienen ganas de hacer. Yo querría vivir como ellos, lejos de esta vida tacaña de Santo Amaro”.
Con una mirada retrospectiva, imagino que Minha Daia, en su definición del existencialismo –que sin dudas era un fenómeno pop en los años 40–, podía estar repitiendo simplemente los versos de una exitosa marchita carnavalesca llamada Chiquita Bacana, en la que se completa el retrato del personaje que le da título con la información de que es:
existencialista
com toda a razão
só faz o que manda
o seu coração.2
Pero evidentemente su conocimiento del tema iba más allá de la información contenida en esa marchita, ya que se refirió a “filósofos existencialistas” cuando quiso contarme (sin imaginar que yo nunca lo olvidaría) de aquellos que la tentaban mostrándole una vida más libre que la que le era posible llevar en Santo Amaro.
La rebelión contra esa vida “tacaña” no parecía ser un rasgo del comportamiento de mis colegas que imitaban a los cantantes de rock americanos. Por el contrario, sus actitudes, que sugerían un intento torpe por ganar estatus dentro de una escala de valores establecidos y mal interpretados, eran, a mis ojos, una nítida muestra de conformismo. Personalmente, yo sabía que lo verdaderamente importante para mí no los sensibilizaba.
Santo Amaro, donde nací en 1942, era una pequeña ciudad bastante homogénea desde el punto de vista urbanístico y arquitectónico –incluso hoy, algunas construcciones todavía en pie datan del siglo xviii y, muchas, del siglo xix– y, ya a mediados del siglo xx, no abrigaba heterogeneidades sociales estridentes la clase media baja que poblaba los grandes sobrados y las casitas pegadas unas a otras frente a caminos arbolados con Ficus Benjamina y calles con adoquines de granito (nuestra familia pertenecía a esa clase media: mi papá era funcionario de Correos y Telégrafos) estaba siempre muy cerca de la pobreza semirrural que rodeaba el centro del municipio (y proveía de mano de obra para trabajos domésticos), pero no tenía ningún contacto directo con la riqueza: el fausto que muchas familias locales conocieron desde el período colonial hasta fines del siglo xix dejó una herencia arquitectónica para funcionarios públicos, curas, médicos, dentistas, jueces, abogados y pequeños comerciantes, pero la tradicional fuente de ingresos de la región –el azúcar, con sus ingenios y usinas rodeados por vastos cañaverales– pasó poco a poco a integrar patrimonios mucho mayores, centrados en otras regiones del país, de modo que nada de lo que se ganaba con el producto de la tierra del municipio era gastado en Santo Amaro, y ninguno de los nuevos grandes terratenientes vivía o había nacido allí.
Yo llevaba una vida pacífica, en medio de una familia grande y amorosa, en esa ciudad pequeña y bonita en su urbanismo acogedor.
Aun así, la pobreza vista siempre tan de cerca no era lo único que me llevaba a querer cuestionar el mundo: los valores y hábitos consagrados estaban lejos de parecerme aceptables. Era impensable, por ejemplo, tener sexo con las muchachas que respetábamos y nos gustaban; las chicas negras de las familias que estaban en el límite de la clase media tenían que tener el pelo estirado para poder sentirse presentables; las mujeres y jóvenes “rectas” no debían fumar; un tipo con aspecto de canalla que se “comía” chicos (a pesar de que se repetía siempre en el colegio que “el que empieza poniéndola acaba entregando” y ese mismo tipo ya era considerado como en una especie de “fase de transición”) encontraba un ambiente de complicidad masculina en el bar en el que se insultaba a los maricones (o a cualquiera que le pareciese levemente afeminado al grupo de parroquianos; los hombres casados eran alentados a tener por lo menos una amante, mientras que las mujeres (amantes o esposas) tenían que ostentar una fidelidad inquebrantable, etcétera. Por supuesto que los principios que estaban detrás de esos hábitos no eran exclusividad de Santo Amaro, ni siquiera de las pequeñas ciudades del interior: en los años 50, con variaciones según la región, clase y cultura, sucedía más o menos lo mismo en todos lados. Y, si bien hoy aquellas costumbres parecen revolucionadas a tal punto que mucha gente alardea con la amenaza del caos, los presupuestos que las sustentaban y que existían desde hacía mucho tiempo permanecen, aunque muchas veces solo como tema de discusión.
Para mí era muy claro que estaba en desacuerdo con esas realidades. Pero todas ellas vividas en conjunto, y sumadas a tantas otras de las que yo no tenía conciencia, me producían un malestar difuso que intentaba conjurar con pequeñas excentricidades y grandes reflexiones. Al imponerse a cada uno de nosotros como un mundo cerrado en sí mismo, el ambiente de nuestra casa era un tanto opresivo. Un mundo pacífico y tierno pero tal vez demasiado introspectivo. El hecho de que mi papá trabajase en casa (entonces la agencia postal-telegráfica tenía que ser en la casa del jefe) contribuía mucho a crear esa sensación. Las dimensiones gigantescas de la casa y el número elevado de miembros de la familia también eran factores agravantes. Muchos amigos nos frecuentaban. Todos traíamos a nuestros compañeros a jugar. Además de las visitas que venían a ver a nuestros padres, aparecían para conversar colegas de trabajo y estudio de nuestras primas y hermanas mayores. Muchos eran indefectibles visitantes cotidianos. Así, el caserón era un mundo también para toda esa gente que venía del mundo. Nosotros mismos salíamos poco, ninguno tuvo nunca la costumbre de ir a jugar “a casa de los otros”. Pero la vida alegre y sensual del refugio estaba representada por la comida (su famosa alta calidad cerraba todavía más nuestro mundo), por la dulzura en el trato, por las ruedas de samba que se repetían en cada fiesta. Esto no debía desentonar con las costumbres sombrías y solemnes que nos daban al mismo tiempo seguridad y miedo. Recibíamos la bendición de nuestros padres todas las mañanas al despertar y a la noche antes de ir a la cama. Oíamos en respuesta: “Que Dios lo bendiga” o “Que Dios lo haga feliz” o “Que Dios le dé suerte”. Tratábamos a nuestros padres de o senhor y a senhora, no usábamos nunca el você, íntimo en Brasil, aunque fuese una forma abreviada de vosmecê, un tratamiento reverencial obligatorio hasta que fue sustituido por o senhor y a senhora, cosa que representó un gran alivio.3 No podíamos dormir sin rezar. Más de una vez oí que podríamos morirnos durante el sueño e ir al infierno si éramos sorprendidos sin haber orado. Veíamos familias enteras llevando el luto por algún pariente muerto y, aunque nuestros mayores repitiesen que eran más importantes los verdaderos sentimientos que las convenciones, cuando murió Mãe Mina, hermana de mi padre, queridísima tía nuestra (cuya СКАЧАТЬ