Название: Verdad tropical
Автор: Caetano Veloso
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Historia Urgente
isbn: 9789878303239
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En nuestras visitas a las exposiciones del MAMB, a las obras en la Escuela de Teatro, al club de cine y a la casa de Francia para ver films de arte, a Bethânia y a mí comenzó a llamarnos la atención la presencia casi invariable de un muchacho moreno, flaco, de anteojos, de quien ya hablábamos con absoluta familiaridad. Nos producía mucha curiosidad conocerlo. Imaginábamos que a él le gustaban las mismas cosas que a nosotros y nos atraía su cara. Estaba siempre solo y evidentemente no tenía ni la menor idea de que lo observábamos. Un día Alvinho Guimarães me dijo que quería hacer una película para la que, naturalmente, yo haría la banda sonora. También quería que participase en la escritura del guion. Iba a ser un film sobre niños de la calle de Salvador (se hizo y se llamó Moleques de rua y, efectivamente, hice la banda sonora para la que usé la voz de Bethânia). Alvinho hizo una cita conmigo y allí me presentó al amigo con el que quería que trabajara: era el chico que Bethânia y yo veíamos en todos los eventos. Me puso muy contento. Era amigo de Alvinho desde hacía bastante. Duda –así lo llamaba Alvinho– sonreía todo el tiempo, tenía los ojos extremadamente almendrados detrás de los lentes y hablaba con muchísima seriedad de cualquier asunto. Me impresionó cómo Alvinho elevaba el grado de exigencia en la conversación cuando él estaba presente. Empezamos a estar mucho los tres juntos y nuestras conversaciones eran siempre memorables, hablábamos de literatura, de cine, de música popular; hablábamos de Salvador, de la vida en la provincia, de la vida de las personas que conocíamos; hablábamos de política. Esta última no era nuestro fuerte, pero en 1963 –con los estudiantes apoyando al presidente João Goulart, o presionando para empujarlo más hacia la izquierda; con Miguel Arraes haciendo un gobierno admirable en Pernambuco estrechamente vinculado a las clases populares– sentimos un impulso por escribir obras políticas y canciones. Nos parecía que el país estaba a punto de realizar reformas que acabarían con su lado profundamente injusto, y de erguirse por encima del Imperio Americano. Entendimos más tarde que ni siquiera se había aproximado a eso. Y hoy tenemos buenos motivos para pensar que tal vez nada de aquello fuese verdaderamente deseable. Pero vivimos la ilusión con intensidad, y esa intensidad apresuró la reacción que resultó en el golpe.
Duda –hoy conocido como el poeta y crítico Duda Machado– me impresionó con sus opiniones meditadas y exigentes. Alvinho y él eran los maestros que yo había elegido. Vi La aventura, de Antonioni, y la admiré. Daban La notte; me pareció hermosa. Algunas de sus peculiaridades y el diálogo me irritaron, pero, aunque me gustó el film, insistía en que prefería Fellini a Antonioni. Fellini había tenido mucho éxito con La dolce vita, La strada y Las noches de Cabiria, mientras que Antonioni era considerado más difícil, menos sentimental, y visualmente más riguroso. Como empezaba la moda de los críticos de despellejar a Fellini, habría parecido más inteligente si hubiese declarado que prefería a Antonioni, pero sostuve mi posición despreciando el esnobismo de los críticos. Duda escuchó todo y, en vez de tomar partido, apareció con algo totalmente diferente: “Tienes que ver Sin aliento, de Jean-Luc Godard. Ese tipo tiene otra cosa. Lo demás queda deslucido”. Le parecía incluso más interesante que Hiroshima, mon amour, que a mí me había enloquecido por completo. Fui a ver la primera película de Godard al cine Capri, en la avenida Dois de Julho. Realmente me maravillaron la agilidad del ritmo y la atmósfera poética. Los planos eran más plásticos que los de Antonioni, sin dar la sensación de estar rígidamente controlados. Duda leía los Cahiers du cinéma y estaba al día y de acuerdo con todo lo que decía Godard.
Me impresionaba, sobre todo, que Duda, además de tener siempre razón, estuviese pensando las cosas un paso más adelante de lo que mi pensamiento era capaz. Pero yo lo introduje a Chet Baker y también, creo, a Billie Holiday y le mostré algunas grabaciones de Thelonious Monk. Me sentía muy cómodo hablando de la bossa nova y de la música popular brasileña en general: era un tema que conocía mejor que él. Pero aun en ese campo, si su opinión divergía de la mía o si presentaba el más mínimo matiz de diferencia, yo me detenía a rever mi posición.
Bethânia se puso contenta cuando supo que me había encontrado con aquel muchacho del que nosotros ya éramos amigos sin que él lo supiera. Y Duda se deslumbró con Bethânia. Nuestro trío se convertía a menudo en cuarteto y Duda empezó a venir de vez en cuando a casa. Al poco tiempo Bethânia y él conversaban también a solas, pero, de cualquier modo, Bethânia no salía de noche sin mí. A algunos amigos les resultaba increíble que un tipo de diecinueve años saliese siempre con su hermana de quince. Pero Bethânia y yo nos divertíamos mucho juntos y, en nuestros periplos por la vida cultural de Salvador en los primeros años de la década de los 60, descubrimos que éramos una dupla bastante insólita. Ella leía Carson McCullers y Clarice Lispector, escribía lindos textos de prosa poética y hacía pequeñas esculturas de cobre y madera. Se enamoró del color púrpura y empezó a coserse ropa de raso púrpura.
Nunca olvidaré una escena que, contada hoy, parece salida de Los Locos Adams (de la que, por cierto, desconocíamos su existencia). Una vez, en la semana de Navidad, estábamos los dos en la parada del autobús rodeados de personas que venían de comprar regalos y entorpecían las calles. La Navidad no fue nunca nuestra fiesta favorita, pero en Santo Amaro nos gustaban los pesebres y, sobre todo, la costumbre de cubrir el piso de las casas con una capa fina de arena blanca de la playa y llenar los ambientes de ramos de pitangueira, la planta típica brasileña que da esa frutita roja llena de gajos y tiene hojas que despiden un aroma deliciosamente fresco (esa costumbre todavía existía en Salvador y hasta los ómnibus llevaban, en la semana de Navidad, ramitos de pitanga colgados adelante y al fondo). Puede que la blancura de la arena estuviese para ocupar el lugar de la nieve y la pitanga el del muérdago, pero el resultado daba la impresión de una costumbre arraigadamente tropical. La Navidad de pinitos cubiertos de nieve de algodón, de Papá Noel vestido de rojo con pieles blancas, la Navidad de Jingle Bells que se apoderaba de todo desde las grandes tiendas, esa Navidad nos parecía odiosamente vulgar. Empezamos a quejarnos en voz alta, cosa que escandalizó en silencio a las personas que esperaban el autobús con nosotros, cargados de regalos. Nuestros reclamos empezaron en un tono blando, casi analítico, pero fueron creciendo, alcanzaron nuestro gusto por el humor negro deliberado y terminaron con uno de nosotros diciendo (como una imitación de Maria Muniz, una actriz amiga que, para decir, por ejemplo, que no le gustaba el pepino, gritaba con énfasis: “¡Si pudiera, MATARÍA al pepino!”): “¡Si pudiera, MATARÍA a la Navidad!”.
A pesar de serlo, Bethânia no parecía una adolescente sino una mujer con experiencia. Con su frente amplia y su nariz aguileña, siempre enfundada en vestidos rectos de raso violeta, solían creer que era mayor que yo. En ese entonces su belleza exótica era casi indescifrable. Es fácil imaginar la extrañeza que debía causar en los pacíficos habitantes de Bahía vernos juntos. Una vez, en un bar cercano al Teatro Castro Alves, le presenté al crítico de cine y futuro cineasta Orlando Senna y, cuando él preguntó si éramos hermanos, ella contestó, antes que yo, muy seria: “No. Somos amantes”. Y mantuvo esa farsa por larguísimos minutos.
Éramos dulces y alegres y, como sucede siempre con todos nuestros hermanos, percibíamos que, al ingresar a un grupo, teníamos tendencia a despertar mucho cariño en las otras personas. Nos hicimos amigos actores, directores, músicos, bailarines y pintores y siempre alguien pedía enseguida que Bethânia cantase –en la sala de un departamento, en la mesa de un bar o en la carpa de alguna fiesta callejera– algún samba-canção de Noel Rosa o de Dolores Duran, solo para oír el timbre único de su voz de contralto. Al principio, la posibilidad de que se profesionalizara como cantante no estaba ni remotamente contemplada y esas exhibiciones vocales eran siempre sin acompañamiento. Pero le pedí a mi madre que me regalara una guitarra para intentar suplir la falta que nos hacía el piano que teníamos en la casa de Santo Amaro y había sido imposible llevar a Salvador. Lentamente fui logrando armar algunos acordes y muy pronto empecé a acompañar a Bethânia que, de todos modos, también aprendió a tocar un poco.
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