Название: Verdad tropical
Автор: Caetano Veloso
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Historia Urgente
isbn: 9789878303239
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A mí no me desagradaba la posibilidad de vivir en Salvador: la ciudad que más me gusta en el mundo ya me era familiar como lo era para cualquiera que hubiese nacido en Santo Amaro. Mudarme no me planteaba mayores problemas. Salvador, a la que llamábamos “Bahía”, era muy cerca de Santo Amaro; tan cerca que mi padre siempre temió la construcción de la autopista que, según él, podía transformar a Santo Amaro en un “mero suburbio de Bahía”. Una cantiga de roda tradicional de Santo Amaro pasó a ser el tema oficial de ese período de nuestras vidas, en el que nos separamos de nuestros padres y fuimos a compartir un departamento con Rodrigo y Roberto en “Bahía”. En esa época compuse una canción y la usé como estribillo; sus versos sencillos resultan conmovedores en la melodía en tono menor sobre ritmo de marcha lenta:
Adeus, meu Santo Amaro
Que desta terra vou me ausentar
Eu vou para a Bahia
Eu vou viver, eu vou morar
Eu vou viver, eu vou morar.9
Era muy raro que alguien, en cualquier ciudad del litoral bahiano, llamase Salvador a la ciudad de Bahía. Aunque hoy sea la regla, para mí decir Salvador es una forma más de mi natural adhesión al acento carioca. Bethânia se negaba incluso a mirar la ciudad. Íbamos al colegio Severino Vieira caminando o en autobús y ella no respondía a ninguno de mis esfuerzos para que se interesara en un árbol, un transeúnte, un sobrado. Callada y triste, apenas toleraba las mínimas advertencias de Nicinha (que había ido a cuidarnos) y solo me dirigía la palabra para repetir cuánto detestaba Bahía y cuánto ansiaba la llegada de las vacaciones para poder volver a Santo Amaro. La vista de nuestro departamento daba al Dique do Tororó, con sus aguas de un verde mutante y misterioso que me encantaba. Bethânia, a modo de protesta, empezó a pasar tardes enteras apoyada en la ventana mirando fijo esas aguas, y terminó enamorándose de ellas: fueron su primer vínculo amoroso con Salvador.
Tal vez mi campaña incansable por hacer que a Bethânia le gustase estar en Salvador haya logrado su objetivo en un tiempo considerablemente corto, teniendo en cuenta la terquedad de mi hermana, por causa de las aguas del Dique do Tororó. Gracias a la decisión del entonces rector de la Universidad Federal, doctor Edgar Santos, de sumar a las actividades académicas de las facultades convencionales escuelas de música, danza, teatro y de invitar a los exponentes más osados de la experimentación en cada una de esas áreas (ofreciendo así a los jóvenes de la ciudad un amplio repertorio erudito), Salvador vivía un período de una actividad cultural intensa. Al mismo tiempo, la arquitecta italiana radicada en San Pablo, Lina Bo Bardi, había sido invitada para organizar el Museo de Arte Moderno de Bahía (al que nos gustaba llamar MAMB, que me sonaba como “mambo”), y vimos obras de Renoir, Degas, Van Gogh. En el pequeño teatro semicircular, Eros Martim Gonçalves, jefe del departamento, puso en escena la Ópera de dos centavos de Brecht y el Calígula de Camus. El crítico de cine Walter da Silveira fundó un lindísimo espacio de cine en el que pasaba viejas películas que no se veían muy a menudo (Ciudadano Kane, M, Monsieur Verdoux, así como Avaricia, La petite marchande d’allumettes, Metrópolis, Viva la libertad, Octubre, entre otras). Cuando se proyectaban películas más nuevas (Nazarín, La ley del silencio) eran presentadas por da Silveira o por algún invitado especial. Recuerdo una noche en que, todavía joven pero ya con fama de genio, Glauber Rocha –quien después lideró el movimiento Cinema Novo y fue internacionalmente famoso por films como Dios y el diablo en la tierra del sol y Antonio das mortes– comentó Umberto D., de De Sica: sus palabras, que precedieron la proyección, fueron brillantemente irreverentes y opusieron la sequedad de Rossellini (su director favorito entre los neorrealistas) al “sentimentalismo extremo” de De Sica. Así y todo, Umberto D. me pareció deslumbrante. Todas las semanas escuchábamos instrumentistas y docentes de la escuela de música que también colaboraron con el departamento de teatro; un actor narró Pedro y el lobo. El director de la Escuela de Música, el maestro Koellreutter (que había tenido como alumno a Tom Jobim) era un aventurero en la confección de sus programas: no solo Beethoven, Mozart, Gershwin y Brahms, también David Tudor interpretando composiciones de John Cage para piano; parte de una obra en la que el encendido de una radio figuraba en la partitura. Todavía recuerdo la carcajada que se apoderó de la sala –y del mismo director de la escuela– cuando se oyó, después de que Tudor prendió la radio, la voz familiar del locutor: “Radio Bahía, ciudad de Salvador”.
Ese mundo me resultaba tremendamente apasionante, pero Bethânia pasó la mejor parte de 1960 cerrándose a cualquier cosa que sucediese en la ciudad más allá de los cambios en el verde de las aguas de la represa. Hasta que un día por fin aceptó mi invitación a salir, y fuimos a la Universidad a ver la obra de Paul Claudel La historia de Tobías y Sara. Helena Ignez y Érico de Freitas, bajo una luz que los transformaba en visiones celestiales, dijeron el texto que nos parecía lleno de poesía misteriosa (hoy Bethânia y yo todavía imitamos a la perfección la voz de Helena diciendo: “¡Soy la granada!”). Después de aquella tarde, Bethânia salió siempre conmigo a conciertos, obras de teatro, películas y exposiciones, y a todas las grandes fiestas populares que se apoderaban anualmente de las calles de Salvador en los días de los santos de gran devoción. Se enamoró sobre todo del teatro, y poco tiempo después venerábamos a los actores Helena Ignez, Geraldo del Rey y Antônio Pitanga. Bethânia empezó a desear ser actriz.
En el segundo año de nuestra estadía en Salvador, mis padres habían venido a la ciudad para quedarse con nosotros. Mi padre no podía aceptar que su hija entrara y saliera de noche libremente, pero propuso un pacto: él aceptaba que saliese de noche siempre y cuando fuese conmigo y yo me comprometiera a hacerme responsable de ella. Mi padre tomó ese compromiso más en serio de lo que yo podía imaginar. Recuerdo especialmente una noche en que dejé a Bethânia en un lugar llamado Bazarte (una suerte de combinación entre bar, galería y club de jazz). Estaba cansado y con ganas de volver a casa a dormir mientras que nuestro hermano Roberto también había querido quedarse. Me sorprendió el enojo de mi padre, lloré mucho y prometí muy seriamente que no se repetiría y nunca más volví a casa de noche sin ella.
Álvaro Guimarães, Alvinho,10 fue quien nos lanzó en la música, a Bethânia y a mí, como profesionales. Algunos amigos me habían dicho que era un talentoso director de teatro que colaboraba con el CPC (Centro Popular de Cultura) de la UNE (Unión Nacional de los Estudiantes). En nuestras primeras charlas, me cayó muy bien y me interesó que expusiera sus críticas al teatro panfletario del CPC. También hablaba mucho de Glauber, de quien era amigo. Me pidió que hiciera la banda sonora para una puesta en escena de una comedia brasileña del siglo xix. Me negué a hacerla alegando (con sensatez) que no estaba capacitado. Él rechazó mi negativa y dijo que yo era el único que podría hacer lo que él quería. Nunca me había oído ni cantar ni tocar instrumento alguno; se lo recordé. Me respondió que se había decidido al oírme hablar de la relación entre la música de João Gilberto y la de Dorival Caymmi. Alvinho es así. Terminé componiendo la música de toda la pieza y tocando el piano en los espectáculos. Menos de un año más tarde decidió montar O Boca de Ouro, de Nelson Rodrigues –el dramaturgo más importante de Brasil– y tuve una idea absolutamente maravillosa para abrir СКАЧАТЬ