Название: Verdad tropical
Автор: Caetano Veloso
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Historia Urgente
isbn: 9789878303239
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El Cine Guarany no estaba lleno. Apretado entre el sentimentalismo de burdel y la sofisticación creciente de los músicos que hicieron posible el surgimiento (y del público que hizo posible el éxito) de la bossa nova, el rock’n’roll no produjo en Brasil una minoría de masas (para usar el término de Décio Pignatari) que lo transformase en un fenómeno comercial o en una referencia cultural indeclinable; como el origen social de sus seguidores de la primera hora era indefinible, ya que se hubiese requerido al mismo tiempo un gusto suburbano y cierto poder económico que permitiera el acceso inmediato a informaciones sobre cultura americana –discos, películas, revistas–, muchas veces el gusto de un fan de rock’n’roll tenía esas características pero no contaba con medios para tomar, por ejemplo, clases particulares de inglés y, otras veces, el hijo de una familia pudiente tenía acceso a productos americanos pero mantenía una actitud elitista a la que el rock no se adaptaba, como un mero signo exterior de modernidad. Rara vez coincidían ambos requisitos en una misma persona o en un mismo grupo (o una persona o grupo se relacionaba con esas cuestiones de manera lo suficientemente libre y fuerte) como para formar una personalidad o un ambiente al que se pudiera llamar genuinamente roquero.
En Brasil, en la actualidad, todavía se establecen algunas paradojas y confusiones que se alimentan de la falta de claridad con respecto a la génesis del culto del rock’n’roll entre nosotros: no es raro que los grupos que empezaron a surgir en los años 80 combinaran un encanto de periferia con cierto esnobismo de chicos de clase alta que conocen todo lo que pasa en la transvanguardia del post-neo-rock’n’roll inglés (no solo los discos sino también –y tal vez sobre todo– las publicaciones de la prensa sobre “estilo”, etcétera) o, más recientemente, en la criba de los grupos de Seattle. En cuanto a mí, no puede dejar de sonarme gracioso el uso de la expresión “de garage” para definir un rock salvaje, despojado y antiburgués, porque crecí sin auto y entre personas que tampoco tenían, y no estaban siquiera en posición de soñar con tener uno. La mera existencia de un garage en casa hubiera sido, para mí, un signo de vida lujosa. Sin dudas, esa reacción es mucho más comprensible en un chico que creció en Santo Amaro que en uno que creció en San Pablo. Sobre todo, es más comprensible en alguien que creció en el Brasil en los años 50, esto es, antes de las consecuencias de la implantación de la industria automotriz, que en alguien que esté creciendo ahora. Es cierto que a un americano le llamaría la atención nuestro asombro frente a la elección del garage como caverna de subversión, lo que habla mucho de nuestras diferencias económicas, pero también las amortiguaciones extrañas que encuentran los impactos culturales de fenómenos de masa del llamado primer mundo en países como Brasil, sobre todo dentro de Brasil mismo. De ese modo, a fines de los años 50, un joven brasileño talentoso que amara el rock y quisiera desarrollar un estilo propio dentro del género no solo enfrentaba la tradición ultramelódica de la música brasileña de base luso-africana y veleidades italianas –y la atmósfera católica de nuestra imaginación–, sino también la dificultad de decidir entre consolidarse como un paria o como un privilegiado. Sin duda hay casos de una originalidad notable entre los artistas brasileños ligados al rock que lograron desarrollar carreras profesionales en los años 60, antes o independientemente de la segunda embestida del rock (esta vez vía Inglaterra), aquello que yo prefiero llamar neo-rock’n’roll inglés, el de los Beatles y los Rolling Stones.
Más allá de los que, habiéndose formado en el gusto suburbano del rock, se volvieron profesionales de estilos ingenuos copiados a veces de copias italianas del pop americano más intrascendente de inicios de los años 60 (como Cely Campelo, Carlos Gonzaga, etcétera) o los que, con talento inventivo, crearon soluciones nuevas fusionando rhythm&blues con samba (Jorge Ben), soul com baião (Tim Maia) o pop-rock con bossa nova y canción italiana (Roberto Carlos), algunos nombres quedaron ligados para siempre –por la autenticidad de sus relaciones con el rock y/o por la adecuación de sus temperamentos a él– al verdadero rock’n’roll. Creo que ningún fan del rock en Brasil, ningún conocedor de su historia, nadie que se interese por todo lo que pasó aquí desde el surgimiento del fenómeno en Estados Unidos, estaría en desacuerdo con elegir, para ejemplificar esta última caracterización, dos nombres: Erasmo Carlos y Raul Seixas.
Erasmo Carlos era un típico muchacho del suburbio carioca. En realidad, Tijuca, donde nació y creció, es un barrio de clase media pegado al centro de la ciudad de Río de Janeiro. Pero, a pesar de estar más alejados del centro, los barrios de la Zona Sur que bordean el mar ganaron de tal modo la hegemonía del gusto y el estatus de privilegio y a tal punto pasaron a representar la esencia de Río para sus habitantes como para los visitantes extranjeros y aquellos otros brasileños que crecieron admirándolos a la distancia, que incluso una zona central como Tijuca es vista y vivida como un suburbio lejano. Pero el grupo de aficionados al rock del que él formaba parte junto con Tim Maia y Roberto Carlos se reunía en la puerta de un cine del Méier, el “Imperator”. El Méier sí es un suburbio de verdad, aunque el más concurrido de los muchos otros suburbios ligados al centro de la ciudad por una línea de trenes populares. La personalidad artística de Erasmo Carlos adquirió una forma definida y reconocimiento público a partir de la primera mitad de los años sesenta, cuando pasó a ser el segundo hombre de la Jovem Guarda, un programa de televisión cuyo líder era Roberto Carlos, un gran talento con un carisma admirable. En plena madurez de la bossa nova fue un fenómeno de ventas con su casi rock Quero que vá tudo pro inferno [Quiero que todo se vaya al diablo], recibió severos reproches de las autoridades eclesiásticas (y compuso entonces Eu te darei o céu [Yo te daré el cielo]) y fue llamado “el Rey”, título que ostenta hasta nuestros días, sin que nadie lo discuta, aunque cante baladas sentimentales para un público de mediana edad. Pero Roberto, a pesar de contactarse con los amantes del rock de la puerta del “Imperator”, fue, como tantos otros de nuestra generación en sus comienzos como profesionales, un seguidor de João Gilberto, llegó a grabar un compacto con pastiches de canciones de bossa nova (y su sensibilidad estaba muy lejos de una formación de rock puro). Erasmo, en cambio, que no solo fue vicelíder de la Guarda de Roberto sino su colaborador en todas las composiciones, nunca pareció atraído sinceramente por nada que estuviese fuera del mundo del rock y tanto el despojo de su escenario como la energía sexual de su presencia escénica (alto, pesado, firme, con el aspecto antiintelectual y antisentimental del que vive los temas esenciales de la vida con todo el cuerpo; esa combinación de hombre postindustrial y prehistórico a la que el rock se dirigió con tanta insistencia en todo el mundo) hicieron de él una figura con una entereza tan imponente que ni las oscilaciones del mercado, ni las eventuales ingratitudes de los jóvenes rockeros, ni el desprestigio del rock como acontecimiento cultural interesante pudieron hacerlo trastabillar.
Pero en los años 50 yo no sabía de la existencia de Erasmo y sus amigos. Cuando me mudé a Salvador, el primer año de la década siguiente, el culto a João Gilberto me había llevado no solo a Ella Fitzgerald, Sarah Vaughan y Billie Holiday sino también al Modern Jazz Quartet, a Miles Davis, a Jimmy Giuffre, a Thelonious Monk y, sobre todo, a Chet Baker cuyo modo de cantar sin vibrato y con un timbre andrógino ejercían sobre mí, mucho más que las bellas y discretas improvisaciones en la trompeta, una fascinación inefable. Escuchar a Elvis, por contraste, era como escuchar las canciones de Rock Around the Clock cantadas con un vozarrón masculino y lleno de vibrato, mientras su figura (tan frecuente en la prensa y en las puertas de las tiendas de discos) me sugería a la actriz Katy Jurado travestida. Pero una vez me atrajo: cuando vi en el cine, por casualidad, el avance de King Creole, sentí una excitación muy íntimamente sincera que tenía algo difusamente sexual, provocada sobre todo por su manera de bailar (nunca antes lo había visto en movimiento). Pero me atrajo, no me conquistó: recién vi la película entera a fines de los 70, en televisión, y se confirmó la primera impresión (y el film en sí me pareció maravilloso), pero en ese momento el rock ya tenía un lugar asegurado en mi vida.
Mientras Erasmo conversaba en Río con Tim Maia y Jorge Ben sobre Bill Haley y sus Cometas, en Salvador Raul Seixas, un СКАЧАТЬ