Название: Novelas completas
Автор: Jane Austen
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Colección Oro
isbn: 9788418211188
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—¿Es cierto? —exclamó Marianne brillándole los ojos—. ¿Y con prestancia, con espíritu?
—Sí; y estaba otra vez en pie a las ocho, preparado para salir a caballo.
—Eso es lo que me agrada; así es como debiera ser un joven. Sin importar a qué esté dedicado, su entrega a lo que hace no debe saber de moderaciones ni dejarle ninguna sensación de cansancio.
—Ya, ya, estoy viendo cómo va a ser —dijo sir John—, ya veo cómo será. Usted se propondrá echarle el lazo ahora, sin pensar en el pobre Brandon.
—Esa es una expresión, sir John —dijo Marianne acaloradamente— que me disgusta sobre todo. Detesto todas las frases hechas con las que se intenta demostrar agudeza; y “echarle el lazo a un hombre”, o “hacer una conquista”, son las más despreciables de todas. Se inclinan a la vulgaridad y mezquindad; y si alguna vez pudieron ser consideradas bien construidas, hace mucho que el tiempo ha destruido toda su agudeza.
Sir John no entendió mucho esta pulla, pero rio con tantas ganas como si lo hubiera hecho, y después replicó:
—Sí, sí, me atrevo a decir que usted, de una forma u otra, va a hacer bastantes conquistas. ¡Pobre Brandon! Ya está suficientemente prendado de usted, y le aseguro que bien vale la pena echarle el lazo, a pesar de todo este andar rodando por el suelo y torciéndose los tobillos.
Capítulo X
El “salvador” de Marianne, según los términos en que con más donaire que precisión ensalzara Margaret a Willoughby, llegó a la casa muy temprano a la mañana siguiente para interesarse personalmente por ella. Fue recibido por la señora Dashwood con algo más que amabilidad: con una deferencia que las palabras de sir John y su propia gratitud inspiraban; y todo lo que tuvo lugar durante la visita llevó a darle al joven plena seguridad sobre el buen sentido, elegancia, trato afectuoso y comodidad hogareña de la familia con la cual se había relacionado por un azar. Para convencerse de las prendas personales de que todas hacían gala, no había necesitado una segunda entrevista.
La señorita Dashwood era de tez delicada, rasgos regulares y una figura extraordinariamente bonita. Marianne era más hermosa todavía. Su silueta, aunque no tan correcta como la de su hermana, al tener la ventaja de la altura era más atractiva; y su rostro era tan embelesador, que cuando en los tradicionales panegíricos se la llamaba una niña hermosa, se faltaba menos a la verdad de lo que suele pasar. Su cutis era muy moreno, pero su transparencia le daba un extraordinario brillo; todas sus facciones eran perfectas; su sonrisa, dulce y atractiva; y en sus ojos, que eran muy oscuros, había una vida, un espíritu, un afán que difícilmente podían ser contemplados sin complacencia. Al comienzo contuvo ante Willoughby la expresividad de su mirada, por el aturdimiento que le producía el recuerdo de su ayuda. Pero cuando esto pasó; cuando recuperó el control de su espíritu; cuando vio que a su perfecta educación de caballero él unía la sinceridad y vivacidad; y, sobre todo, cuando le escuchó afirmar que era locamente aficionado a la música y al baile, le dio tal mirada de aprobación que con ella aseguró que gran parte de sus palabras estuvieran dirigidas a ella durante el resto de su estancia.
Lo único que hacía falta para obligarla a hablar era sacar a la luz cualquiera de sus diversiones favoritas. No podía callarse cuando se tocaban esos temas, y no era ni tímida ni reservada para debatirlos. Enseguida descubrieron que compartían el gusto por el baile y la música, y que ello nacía de una general similitud de juicio en todo lo que concernía a ambas actividades. Animada por esto a examinar con mayor profundidad las opiniones del joven, Marianne procedió a interrogarlo alrededor del tema de los libros; trajo a debate sus autores favoritos hablando de ellos con tal dedicación, que cualquier joven de veinticinco años tendría que haber sido en verdad insensible para no transformarse en un inmediato admirador de las excelencias de tales obras, sin importar cuán poco las hubiera tenido en consideración antes. Sus gustos eran extraordinariamente semejantes. Ambos gustaban de los mismos libros, los mismos pasajes; o, si aparecía cualquier diferencia o surgía cualquier objeción de parte de él, no duraba sino hasta el instante en que la fuerza de los argumentos de la joven o el brillo de sus ojos podían desplegarse. Él decía que sí a todas sus decisiones, se contagiaba de su entusiasmo y mucho antes del fin de su visita, conversaban con la familiaridad de conocidos de toda la vida.
—Bien, Marianne —dijo Elinor enseguida de su partida—, creo que para una mañana lo has hecho bastante bien. Ya has averiguado la opinión del señor Willoughby en casi todas las materias de importancia. Estás al tanto de lo que piensa de Cowper y Scott; tienes total certidumbre de que aprecia sus encantos tal como debe hacerse, y has recibido todas las seguridades necesarias respecto de que no admira a Pope más allá de lo permitido. Pero, ¡cómo podrás continuar tu relación con él tras despachar de manera tan extraordinaria todos los posibles temas de conversación! Pronto habrán agotado todos los tópicos preferidos. Otro encuentro bastará para que él explique sus sentimientos sobre la belleza pintoresca y los segundos matrimonios, y entonces ya no tendrás nada más que preguntar...
—¡Elinor! —exclamó Marianne—. ¿Estás siendo justa? ¿Estás siendo equilibrada? ¿Es que mis ideas son tan parcas? Pero entiendo lo que dices. Me he sentido demasiado cómoda, demasiado feliz, he estado demasiado sincera. He faltado a todos los lugares comunes relativos a la modestia. He sido abierta y sincera allí donde debí ser reservada, opaca, desganada y falsa. Si solo hubiera conversado del clima y de los caminos, y si solo hubiera hablado una vez en diez minutos, me habría salvado de esta reprimenda.
—Querida mía —dijo su madre—, no debes sentirte molesta por Elinor; ella solo bromeaba. Yo misma la amonestaría si la creyera capaz de desear poner freno al placer de tu conversación con nuestro nuevo amigo.
Marianne se sosegó en un momento.
Willoughby, por su parte, dio tantas pruebas del gusto que experimentaba la relación con ellas como su clarísimo deseo de profundizarla podía ofrecer. Las visitaba diariamente. En principio su excusa fue preguntar por Marianne; pero la alentadora forma en que era recibido, que día a día crecía en amabilidad, hizo innecesaria tal excusa antes de que la perfecta recuperación de Marianne dejara de hacerla posible. Debió quedarse confinada en casa durante algunos días, pero jamás encierro alguno había sido más agradable. Willoughby era un joven de grandes habilidades, imaginación rápida, espíritu vivaz y modales sinceros y cariñosos. Estaba hecho exactamente para conquistar el corazón de Marianne, porque a todo esto unía no solo una apariencia seductora, sino una mente llena de un natural apasionamiento, que ahora despertaba y crecía con el ejemplo del de ella y que lo encomendaba a su afecto más que ninguna otra cosa.
Poco a poco la compañía de Willoughby se transformó en el más dulce placer de Marianne. Juntos leían, conversaban, cantaban; los talentos musicales que él mostraba eran considerables, y leía con toda la sensibilidad y entusiasmo de que desgraciadamente había carecido Edward.
En la opinión de la señora Dashwood, el joven aparecía tan sin mancha como lo era para Marianne; y Elinor no veía nada en él digno de censura más que una franqueza —que lo hacía extremadamente parecido a su hermana y que a esta muy en especial deleitaba— a decir demasiado lo que pensaba en cada ocasión, sin prestar atención ni a personas ni a circunstancias. Al formar y dar apresuradamente su opinión sobre otra gente, al sacrificar la diplomacia general al placer de entregar por completo su atención a aquello que llenaba su corazón, y al pasar con demasiada facilidad por encima de las convenciones sociales mostraba un descuido que Elinor no podía aprobar, a pesar de todo lo que él y Marianne manifestaron en su favor.
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