Название: Fuego amigo, amor enemigo (Ganadora VIII Premio Internacional HQÑ)
Автор: Allegra Álos
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: HQÑ
isbn: 9788413485027
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Fruncí el ceño, consciente de haber pronunciado las últimas palabras en un susurro que no era sino el eco de un pensamiento fugaz como un copo de nieve.
–Los motivos de Régimen Disciplinario para intervenir en este asunto no son de su incumbencia –contestó con tono deliberadamente cortante–. Y yo decido lo que puede ser útil.
Sentí que la sangre me subía a la cabeza. Iba a señalarle el camino de salida con mucho menos cariño que antes, pero de pronto el inspector pareció ablandarse, sus hombros se relajaron y su voz sonó más suave cuando volvió a hablar con un deje de resignación.
–Está bien. Marqués fue disparado por un arma reglamentaria que había sido sustraída a un agente hará cosa de un año, un chico joven que se vio envuelto en una trifulca callejera mientras estaba de servicio. Cuando se quiso dar cuenta, él y su compañero habían sido apaleados, una de las pistolas había desaparecido y el chico estaba en un buen lío. He seguido el rastro de esa pistola desde entonces.
Recordé que cuando había cogido la pistola de Jairo ni su tacto ni su peso me habían resultado familiares. Eso era porque en los últimos años se había procedido a la sustitución de las armas reglamentarias por unas nuevas, la H&K, una 9 milímetros parabellum, semiautomáticas y compactas. Había leído algunos artículos y comentarios en foros policiales que decían que las nuevas pistolas cabeceaban levemente en el disparo. Yo había sentido aquel tirón junto con la mordida de la piel entre el pulgar y el índice en el momento del retroceso, y lo había atribuido a la larga ausencia de práctica. Cuando aparté con el pie la pistola del asaltante para evitar que este se revolviera aunque fuera medio muerto, tampoco fui consciente del tipo de arma al que estaba dando el puntapié, no reparé en que era el modelo antiguo. Solo pensaba en aquella herida sangrante, en el charco que ya casi me rozaba la punta de las botas y en tratar de recordar cuál era el límite sin retorno, la cantidad de sangre que, una vez perdida, te dejaba al otro lado sin remedio.
–Me hago cargo –dije al fin, tratando de ser conciliadora a la par que despejaba mi mente de toda referencia a la pistola–, pero no entiendo qué tengo que ver con esa pistola, inspector, ni en qué puede ayudarle.
–Pues en que tal vez pueda aportar algo en lo que al principio no reparara. La memoria es caprichosa en situaciones de tensión. Me gustaría repasar con usted lo sucedido. Porque cualquier detalle puede ser importante y usted estaba allí –recalcó.
–Lo siento –repetí–. No puedo ayudarle. No recuerdo más de lo que ya está escrito. Estuve todo el tiempo debajo de la mesa, ya ve. No soy muy valiente.
Me dirigí a la puerta de la casa sin invitarle, confiando en que se largara, pero el inspector, haciendo honor a su apodo, seguía allí plantado, impertérrito, con copos de nieve bailando en sus pestañas doradas y el rostro tenso y enrojecido por el frío.
–Pues el inspector Marqués no pudo disparar a su atacante porque la trayectoria de la bala no coincide aunque la bala saliera de su pistola. Así que alguien disparó por él, y también alguien disparó el revólver del calibre 38 que mató a Emma y a Sonia. La cuestión es, ¿qué arma sujetaba su mano, señorita Íscar? ¿En cuál de ellas podrían estar sus huellas?
Pronunció las palabras sin inflexiones, lentamente. Toda la secuencia volvió a pasar por mi cabeza con la nitidez de una película, el silencio después de los disparos, dos, y luego otro disparo y Jairo cayendo al suelo, la sangre sobre la moqueta azul. Mi mente se paró en aquel punto, como si Larraz tuviera acceso a mis pensamientos y a mis recuerdos. Sentí que me faltaba el aire y solté la leña sobre el murete que delimitaba un antiguo huerto en eterno barbecho. Apenas podía tenerme en pie y la vista se me había nublado. Cualquier policía sabía que ese tipo de arma con cañón de 4 pulgadas era la que una Orden Ministerial del año 95 había autorizado para la seguridad privada, y yo tenía licencia de detective.
Larraz se acercó, solícito.
–¿Se encuentra bien?
Sentía los ojos plúmbeos de Larraz sobre mi espalda, tan penetrantes que bajo las capas de ropa un sudor frío me dejaba la piel pegajosa. Cuando me volví esbocé un amago de sonrisa que me salió más trémula de lo que habría querido.
–No sujetaba ningún arma, inspector. No puedo ayudarle y me encontraré mejor cuando se haya ido y no tenga que escuchar sus acusaciones.
Sabía que no tenía pruebas de lo que decía, que estaba dando palos de ciego, pero las piernas me temblaban.
–Oiga –su voz sonaba ahora impaciente–, parece que no quiere entender lo que le digo, aunque creo que he sido muy claro. Jairo Marqués no pudo disparar a ese hombre, señorita Íscar. Ambos lo sabemos. Hemos reconstruido la escena desde todos los ángulos y la conclusión es que otra persona tuvo que hacerlo, tal vez la misma que disparó a sus compañeras. O tal vez no. Pero estoy perdiendo la paciencia y como descubra que me oculta información o algo peor… A lo mejor tendría que acompañarme directamente a comisaría en lugar de perder el tiempo aquí, discutiendo conmigo a la intemperie.
Me invadió una oleada de indignación contra Larraz y sus amenazas y contra Jairo por haber tenido la desfachatez de morirse dejándome con el culo al aire. Estaba tan furiosa que me hubiera arrojado sobre aquel imbécil de pedernal, pero sabía que aquella ira llegaba tarde, mal y nunca, que bajo aquella indignación subyacía otra más profunda y más lejana, otra traición que había sido, si cabía, peor que la de morirse. Mantuve la mirada estólida de Larraz sin parpadear, evaluando la situación lo más rápido que me permitían mis conexiones mentales. Lo de las huellas era un farol, yo solo había tocado una pistola, la de Jairo, y me constaba que no habría huellas ni ADN; la pistola del otro hombre me había limitado a retirarla con el pie y mi revólver estaba en la caja fuerte de mi dormitorio. Hacía meses que no iba a disparar al campo de tiro. Larraz estaba presionándome para ponerme nerviosa y me estaba cabreando. A lo mejor sabía más cosas con las que poder presionarme, pero no sería en mi patio ni en mi casa, a la que no pensaba invitarle a pasar. Hubiéramos podido morir allí congelados, sin dar nuestro brazo a torcer ninguno de los dos, si una familiar figura envuelta en un abrigo enorme no hubiera entrado en tromba en el patio.
–Lucía. –Amalia llevaba puesta la capucha ribeteada de piel y manoteaba furiosamente para apartarla–. Lucía, cariño, ¿dónde puñetas dejas el móvil? Llevo llamándote un buen rato. –Se paró en seco al ver a Larraz allí plantado, pero no reculó. Debíamos de componer un bonito conjunto: idiotas bajo la tormenta–. ¿Quién es este?
Amalia se situó junto a mí con aire protector, dispuesta a saltar sobre el desconocido a una señal mía. Como si fuera posible que, ni siquiera entre las dos, pudiéramos hacer algo en el supuesto de que aquel hombre constituyera una amenaza física real, pero siempre me había gustado la confianza de Amalia.
–El señor ya se iba –dije tratando de no traslucir la tensión que me tenía paralizada–. Y sabe perfectamente cómo llegar a la carretera.
Amalia nos miró alternativamente a uno y a otro con una sonrisa traviesa en los labios, como si fuera portadora de un secreto muy divertido que dudara en compartir con nosotros.
–Pues a mí me parece que no se va, a menos que haya venido volando –dijo al fin, socarrona–. Precisamente por eso he venido, cariño. Para avisarte de que las carreteras están cortadas desde ya por riesgo de alud, y que nos quedamos aislados. Alberto viene de camino desde comandancia, pero no dejarán circular más vehículos. Las temperaturas bajarán tanto esta noche que СКАЧАТЬ