Название: Fuego amigo, amor enemigo (Ganadora VIII Premio Internacional HQÑ)
Автор: Allegra Álos
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: HQÑ
isbn: 9788413485027
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–Quédate donde estás o te descerrajo un tiro.
El corazón se me paralizó antes de empezar a latir con tanta fuerza que pensé que me iba a dar un ataque. Subí las manos lentamente, alejándome un paso de la ventana a través de la cual un momento antes había estado contemplando los recuerdos de mi infancia. Comprendí que, vestida de oscuro, en la habitación apenas iluminada por la fría luz invernal y el gorro de lana negra con el que había dormido, era fácil confundirme con un ladrón.
–Voy a volverme –dije con lentitud–. Por favor, Mali, no dispares.
Cuando me di la vuelta miré fijamente a quien había sido mi mejor amiga de la infancia, plantada en mitad de la sala del comedor con la escopeta de caza Franchi de su padre firmemente asida y apoyada en su hombro. Cuando vi que aflojaba la tensión sobre la culata, me quité el gorro con esmerada morosidad y dejé que el pelo me cayera sobre los hombros mientras mantenía la mirada de sus ojos negros amarrada a los míos. Amalia no había cambiado desde la adolescencia, y deseé que a sus ojos el tiempo hubiera sido tan misericordioso conmigo. Llevaba años sin verla.
Comprobé con alivio que finalmente Amalia bajaba la escopeta y la dejaba sobre la chimenea con movimientos lentos y comedidos. Llevaba una parca de cazador verde oscuro, grande para su menuda figura, y un gorro también verde del que pendían dos coletas de rizado pelo rubio. Se había calzado unas botas de agua que le llegaban casi hasta las rodillas, y que se veían brillantes a la luz de la linterna que portaba, con trozos de nieve aún viva derritiéndose sobre el plástico y dejando charcos en el suelo. No hizo ningún ademán de acercarse a mí. Por el contrario, mi amiga imprescindible de otro tiempo se alejó con ostentosa hostilidad y se metió las manos cruzadas sobre el pecho bajo las axilas. Estaba claro que no pensaba ni ofrecerme la mano. Ni hablar de intentar dos besos.
–Vaya –dijo únicamente–. La hija pródiga. Pensé que eras un ladrón. Ha habido algunos allanamientos por la zona, ¿sabes? Y ya te digo que no es buena idea que vayas colándote por las casas, aunque sea la tuya. Ni que pasees por el pueblo, ya puestos.
–Lo siento. Debería haber llamado… –La voz se me estranguló en la garganta.
El padre de Amalia había muerto hacía dos años y yo ni siquiera había ido personalmente a expresar mis condolencias. Me había limitado a llamar una vez por teléfono, una conversación breve que se ahogó en silencios incómodos. Podía recordar a Miguel enseñándonos a coger moras sin pincharnos y a distinguir las setas buenas de las malas. Lamenté mucho su muerte, pero ni siquiera por esas había ido a ver a Amalia, convencida de que el tiempo había echado sobre nuestra amistad una capa de tierra inamovible que la había fosilizado para siempre, como un mosquito atrapado en una gota de ámbar.
–Sí, deberías haber llamado –dijo Amalia, aunque su expresión no dejó traslucir si aquellas palabras tenían el hiriente trasfondo que yo en mi culpabilidad las atribuía–. ¿Qué haces aquí? La casa está helada. Ni siquiera has encendido la estufa y afuera estamos en mitad de un temporal, por si no te has dado cuenta.
Abrí la boca para decir que todo había sido un error, que había llegado la noche anterior por casualidad, porque iba de paso a otro sitio y se me hizo tarde, pero que ya me iba. Porque en verdad sentí que todo aquello era una descomunal tontería que podía haber acabado con mi cabeza desparramada si Amalia hubiera sido una loca con el dedo flojo o yo no hubiera tenido la precaución de rendirme. Pero no fue eso lo que dije.
–Jairo ha muerto.
Y fue verbalizar un hecho tan simple con unas palabras tan simples que sentí que las piernas se me aflojaban y que el corazón se me expandía y el cuerpo se me sacudía en espasmos temblorosos.
Amalia se acercó hasta mí y me obligó a sentarme junto a ella en el sofá. Apoyé la cabeza sobre su hombro y me dejé arrastrar hacia aquel territorio conocido y acogedor, delimitado por las fronteras de los recuerdos compartidos, las fiestas del pueblo, los primeros cigarrillos a escondidas, las melopeas con cerveza Mahou en la plaza mientras nuestros padres nos hacían jugando a la comba, y las botellas de licores fuertes que escondíamos entre los escombros de una obra para hacer combinados exóticos que nos tomábamos calentorros porque no teníamos hielo y no nos atrevíamos a comprar en la gasolinera. Todo aquello volvió de pronto y me reconfortó como nada podía hacerlo ya.
–Lo siento mucho, cariño –susurró–. No sabía que seguías viéndole.
El cuerpo de Amalia me devolvió la memoria de una juventud que había pasado demasiado rápido y había terminado el día en que Jairo se convirtió en la piedra angular de mi existencia. Durante las vacaciones no dejaba de hablar de él mientras paseábamos por los montes devorando bolsas ingentes de pipas que nos dejaban la boca áspera y blanquecina y una sed que saciábamos en manantiales que nunca nos enfermaban. Fue Amalia la primera que supo cómo nos habíamos besado la noche en la que yo celebraba mi cumpleaños y el eje del mundo pareció deslizarse de su órbita para volcarme en sus brazos en el momento en que nos despedíamos en el portal de mi casa, al filo de la madrugada. Estuve castigada dos semanas sin salir, pero mereció la pena dejar que Jairo me rondara toda la noche para acabar enrollándonos, porque desde entonces nada fue igual.
Amalia me acunó en sus escuálidos brazos hasta que dejé de llorar. Desde que Jairo y yo nos separamos había estado tan ocupada lamiendo mis heridas que ni siquiera había pensado en Amalia, y ahora me sentía avergonzada por su generosidad. Me separé de ella torpemente mientras me enjugaba las lágrimas; sentía los ojos irritados y el rostro abotagado, y apenas distinguía las lágrimas de los mocos. Acepté agradecida un pañuelo de papel que Amalia me tendió y la vi dirigirse a la chimenea, meter la cabeza entre el hueco de la estufa y examinar con ojo experto su estado, dándome tiempo para recomponerme.
–Creo que el tiro estará un poco atascado, Lucía. Vendré luego y lo arreglaré, buscaremos leña y acondicionaremos esto para que estés cómoda. También habrá que hacer compra. –Por algún motivo Amalia había decidido que yo necesitaba un buen tiempo en aquella casa y, sin yo habérmelo ni siquiera propuesto de forma consciente, mi amiga acababa de hacer planes para una temporada de reposo y reflexión que incluiría, como poco, las dos semanas de vacaciones graciosamente concedidas por Solí. Y descubrí que no tenía fuerzas para oponerme–. Pero de momento te vienes conmigo a casa, a desayunar bien y a tomarnos un café bien cargado tranquilamente. Vamos.
Amalia se levantó y se echó la escopeta al hombro con un golpe seco y preciso que la devolvió en mis recuerdos a los quince años, cuando ambas habíamos aprendido a dispararla, y me precedió mientras salíamos de la casa al aire frío de una mañana de invierno en la que los campos aparecían cubiertos de una gruesa capa de nieve.
–No СКАЧАТЬ