La Regenta. Leopoldo Alas
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Название: La Regenta

Автор: Leopoldo Alas

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4057664139344

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СКАЧАТЬ La niña no acababa de sanar, ni recaía; no se presentaba ninguna solución. Además, así no se podía conocer su verdadero carácter. Aquella sumisión absoluta podía ser efecto de la enfermedad. Don Robustiano dijo que eso era.

      Una tarde, tal vez creyendo que dormía la sobrinilla o sin recordar que estaba cerca, en el gabinete contiguo a su alcoba hablaron las dos hermanas de un asunto muy importante.

      —Estoy temblando, ¿a qué no sabes por qué?—decía doña Anuncia.

      —¿Si será por lo mismo que a mí me preocupa?

      —¿Qué es?—Si esa chica...—Si aquella vergüenza...—¡Eso!—¿Te acuerdas de la carta del aya?

      —Como que yo la conservo.—Tenía la chiquilla doce o catorce años, ¿verdad?

      —Algo menos, pero peor todavía.

      —Y tú crees... que...—¡Bah! Pues claro.—¿Si será una Obdulita?

      —O una Tarsilita. ¿Te acuerdas de Tarsila que tuvo aquel lance con aquel cadete, y después con Alvarito Mesía no sé qué amoríos?

      —Todo era inocencia—decían los bobalicones de aquí.

      —Pues mira la inocencia; creo que en Madrid tiene así los amantes (juntando y separando los dedos.)

      —Si es claro, si genio y figura...—Cuando falta una base firme... —¡Si sabrá una!...—¿Pues, Obdulita? Ya ves lo que se dijo el año pasado; después se negó, se aseguró que era una calumnia...—¡A mí, que soy tambor de marina!

      —¡Si sabrá una!—¡Si una hubiera querido! Y suspiró esta señorita de Ozores. Suspiró su hermana también.

      Ana que descansaba, vestida, sobre su pobre lecho, saltó de él a las primeras palabras de aquella conversación. Pálida como una muerta, con dos lágrimas heladas en los párpados, con las manos flacas en cruz, oyó todo el diálogo de sus tías.

      No hablaban a solas como delante de los señores de clase; no eran prudentes, no eran comedidas, no rebuscaban las frases. Doña Anuncia decía palabras que la hubieran escandalizado en labios ajenos. La conversación tardó en volver al pecado de Ana, a la vergüenza de que les hablaba la carta de doña Camila. La huérfana oía, desde su alcoba, historias que sublevaban su pudor, que le enseñaban mil desnudeces que no había visto en los libros de Mitología. Pero aquellas mujeres ya se habían olvidado de ella. Tarsila, Obdulia, Visitación, otro pimpollo que se escapaba por el balcón en compañía de su novio, la misma marquesa de Vegallana, sus hijas, sus sobrinas de la aldea, todo Vetusta, la de clase inclusive, salía allí a la vergüenza, en aquella venganza solitaria de las dos señoritas incasables de Ozores. En aquel mundo de flaquezas, de escándalos, ¿quién recordaba ya la aventura, poco conocida al cabo, de la sobrinilla enferma?

      Volvieron sin embargo las solteronas al punto de partida; según ellas, se trataba de un marinero que había abusado de la inocencia o de la precocidad de la niña. Se discutió, como en el casino de Loreto, la verosimilitud del delito desde el punto de vista fisiológico. Hablaron aquellas señoritas como dos comadronas matriculadas. ¡Qué riqueza de datos! ¡Qué empirismo tan provisto de documentos! Doña Anuncia tenía la boca llena de agua. Buscaba a cada momento el recipiente de porcelana que estaba a los pies de su butaca.

      «En cuanto a la moral, tampoco era el caso grave, porque en Vetusta nadie debía de saber nada. Lo malo sería que aquella muchacha hubiera seguido con vida tan disoluta. Pero no había motivo para creerlo. Nada más habían sabido que la condenase. Sobre todo, pronto se había de ver».

      Ana, que tuvo valor para sufrir hasta la última palabra, comprendió que sus tías lo perdonaban todo menos las apariencias: que con tal de ser en adelante como ellas, se olvidaba lo pasado, fuese como fuese. Cómo eran ellas ya lo iba conociendo. Pero estudiaría más.

      Había habido algunos minutos de silencio.

      Doña Águeda lo rompió diciendo:

      —Y yo creo que la chica, si se repone, va a ser guapa.

      —Creo que era algo raquítica, por lo menos estaba poco desarrollada....

      —Eso no importa; así fuí yo, y después que...—Ana sintió brasas en las mejillas—empecé a engordar, a comer bien y me puse como un rollo de manteca.

      Y suspiró otra vez doña Águeda, acordándose del rollo que había sido.

      Doña Anuncia había tenido sus motivos para no engordar: unos amores románticos rabiosos. De aquellos amores le habían quedado varias canciones a la luna, en una especie de canto llano que ella misma acompañaba con la guitarra. Una de las canciones comenzaba diciendo:

      Esa luna que brilla en el cielo

       melancólicamente me inspira:

       es el último son de mi lira

       que por última vez resonó.

      Se trataba de un condenado a muerte.

      El bello ideal de doña Anuncia había sido siempre un viaje a Venecia con un amante; pero una vez que el siglo estaba metalizado y las muchachas no sabían enamorarse, ella quería utilizar, si era posible, la hermosura de Ana, que si se alimentaba bien sería guapa como su padre y todos los Ozores, pues lo traían de raza. Sí, era preciso darle bien de comer, engordarla. Después se le buscaba un novio. Empresa difícil, pero no imposible. En un noble no había que pensar. Estos eran muy finos, muy galantes con las de su clase, pero si no tenían dote se casaban con las hijas de los americanos y de los pasiegos ricos. Lo sabían ellas por una dolorosa experiencia. Los chicos innobles, que pudiera decirse, de Vetusta, no eran grandes proporciones; pero aunque se quisiera apencar—apencar decía doña Águeda en el seno de la confianza—, con algún abogadote, ninguno de aquellos bobalicones se atrevería a enamorar a una Ozores, aunque se muriese por ella. La única esperanza era un americano. Los indianos deseaban más la nobleza y se atrevían más, confiaban en el prestigio de su dinero. Se buscaría por consiguiente un americano. Lo primero era que la chica sanase y engordase.

      Ana comprendió su obligación inmediata; sanar pronto.

      La convalecencia iba siendo impertinente. Toda su voluntad la empleó en procurar cuanto antes la salud.

      Desde el día en que el médico dijo que el comer bien era ya oportuno, ella, con lágrimas en los ojos, comió cuanto pudo. A no haber oído aquella conversación de las tías, la pobre huérfana no se hubiera atrevido a comer mucho, aunque tuviera apetito, por no aumentar el peso de aquella carga: ella. Pero ya sabía a qué atenerse. Querían engordarla como una vaca que ha de ir al mercado. Era preciso devorar, aunque costase un poco de llanto al principio el pasar los bocados.

      La naturaleza vino pronto en ayuda de aquel esfuerzo terrible de la voluntad. Ana quería fuerzas, salud, colores, carne, hermosura, quería poder librar pronto a sus tías de su presencia. El cuidarse mucho, el alimentarse bien le pareció entonces el deber supremo. El estado de su ánimo no contradecía estos propósitos.

      Aquellos accesos de religiosidad que ella había creído revelación providencial de una vocación verdadera, habían desaparecido. Ellos determinaron la crisis violenta que puso en peligro la vida de Ana, pero al volver la salud no volvieron con ella: la sangre nueva no los traía.

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