La Regenta. Leopoldo Alas
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Название: La Regenta

Автор: Leopoldo Alas

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4057664139344

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СКАЧАТЬ niña y el aya escribió a don Carlos que un su amigo, Iriarte, el que le había recomendado a doña Camila, vendía en una provincia del Norte, limítrofe de Vetusta, una casa de campo en un pueblecillo pintoresco, puerto de mar y saludable a todos los vientos. Ozores dio órdenes para que se vendiese como se pudiera en la provincia de Vetusta la poca hacienda que no había malbaratado antes, y la mitad del producto de tan loca enajenación la dedicó a la compra de aquella quinta de su amigo Iriarte. La otra mitad fue destinada al socorro de los patriotas más o menos auténticos. En Vetusta no le quedaba más que su palacio que habitaban, sin pagar renta, las solteronas. La casa de campo y los predios que la rodeaban y pertenecían, valían mucho menos de lo que podía presumir el conspirador, si juzgaba por lo que le costaban, pero él no paraba mientes en tal materia: se iba arruinando ni más ni menos que su patria; pero así como la lista civil le dolía lo mismo que si la pagase él entera, de las mangas y capirotes que hacían con sus bienes le importaba poco. No era todo desprendimiento; vagamente veía en lontananza un porvenir de indemnizaciones patrióticas que aunque estaban en el programa de su partido, a él no le alcanzaron.

      A las nuevas haciendas de don Carlos se fueron Anita, el aya, los criados y tras ellos el hombre, como llamó siempre la niña al personaje que turbaba no pocas veces el sueño de su inocencia. Era Iriarte, el amante de doña Camila y antiguo dueño de la casa de campo.

      El aya había procurado seducir a don Carlos; sabía que su difunta esposa era una humilde modista, y ella, doña Camila Portocarrero que se creía descendiente de nobles, bien podía aspirar a la sucesión de la italiana. Creyó que don Carlos se había casado por compromiso, que era un hombre que se casaba con la servidumbre. Conocía este tipo y sabía cómo se le trataba. Pero fue inútil. En el poco tiempo que pudo aprovechar para hacer la prueba de su sabio y complicado sistema de seducción, don Carlos no echó de ver siquiera que se le tendía una red amorosa. Por aquella época era él casi sansimoniano. Emigró Ozores y doña Camila juró odio eterno al ingrato, y consagró, con la paciencia de los reformistas ingleses, un culto de envidia póstuma a la modista italiana que había conseguido casarse con aquel estuco. Anita pagó por los dos.

      El aya afirmaba en todas partes, entre interjecciones aspiradas, que la educación de aquella señorita de cuatro años exigía cuidados muy especiales. Con alusiones maliciosas, vagas y envueltas en misterios a la condición social de la italiana, daba a entender que la ciencia de educar no esperaba nada bueno de aquel retoño de meridionales concupiscencias. En voz baja decía el aya que «la madre de Anita tal vez antes que modista había sido bailarina».

      De todas suertes, doña Camila se rodeó de precauciones pedagógicas y preparó a la infancia de Ana Ozores un verdadero gimnasio de moralidad inglesa. Cuando aquella planta tierna comenzó a asomar a flor de tierra se encontró ya con un rodrigón al lado para que creciese derecha. El aya aseguraba que Anita necesitaba aquel palo seco junto a sí y estar atada a él fuertemente. El palo seco era doña Camila. El encierro y el ayuno fueron sus disciplinas.

      Ana que jamás encontraba alegría, risas y besos en la vida, se dio a soñar todo eso desde los cuatro años. En el momento de perder la libertad se desesperaba, pero sus lágrimas se iban secando al fuego de la imaginación, que le caldeaba el cerebro y las mejillas. La niña fantaseaba primero milagros que la salvaban de sus prisiones que eran una muerte, figurábase vuelos imposibles.

      «Yo tengo unas alas y vuelo por los tejados, pensaba; me marcho como esas mariposas»; y dicho y hecho, ya no estaba allí. Iba volando por el azul que veía allá arriba.

      Si doña Camila se acercaba a la puerta a escuchar por el ojo de la llave, no oía nada. La niña con los ojos muy abiertos, brillantes, los pómulos colorados, estaba horas y horas recorriendo espacios que ella creaba llenos de ensueños confusos, pero iluminados por una luz difusa que centelleaba en su cerebro.

      Nunca pedía perdón; no lo necesitaba. Salía del encierro pensativa, altanera, callada; seguía soñando; la dieta le daba nueva fuerza para ello. La heroína de sus novelas de entonces era una madre. A los seis años había hecho un poema en su cabecita rizada de un rubio obscuro. Aquel poema estaba compuesto de las lágrimas de sus tristezas de huérfana maltratada y de fragmentos de cuentos que oía a los criados y a los pastores de Loreto. Siempre que podía se escapaba de casa; corría sola por los prados, entraba en las cabañas donde la conocían y acariciaban, sobre todo los perros grandes; solía comer con los pastores. Volvía de sus correrías por el campo, como la abeja con el jugo de las flores, con material para su poema. Como Poussin cogía yerbas en los prados para estudiar la naturaleza que trasladaba al lienzo. Anita volvía de sus escapatorias de salvaje con los ojos y la fantasía llenos de tesoros que fueron lo mejor que gozó en su vida. A los veintisiete años Ana Ozores hubiera podido contar aquel poema desde el principio al fin, y eso que en cada nueva edad le había añadido una parte. En la primera había una paloma encantada con un alfiler negro clavado en la cabeza; era la reina mora; su madre, la madre de Ana que no parecía. Todas las palomas con manchas negras en la cabeza podían ser una madre, según la lógica poética de Anita.

      La idea del libro, como manantial de mentiras hermosas, fue la revelación más grande de toda su infancia. ¡Saber leer! esta ambición fue su pasión primera. Los dolores que doña Camila le hizo padecer antes de conseguir que aprendiera las sílabas, perdonóselos ella de todo corazón. Al fin supo leer. Pero los libros que llegaban a sus manos, no le hablaban de aquellas cosas con que soñaba. No importaba; ella les haría hablar de lo que quisiese.

      Le enseñaban geografía; donde había enumeraciones fatigosas de ríos y montañas, veía Ana aguas corrientes, cristalinas y la sierra con sus pinos altísimos y soberbios troncos; nunca olvidó la definición de isla, porque se figuraba un jardín rodeado por el mar; y era un contento. La historia sagrada fue el maná de su fantasía en la aridez de las lecciones de doña Camila. Adquirió su poema formas concretas, ya no fue nebuloso; y en las tiendas de los israelitas, que ella bordó con franjas de colores, acamparon ejércitos de bravos marineros de Loreto, de pierna desnuda, musculosa y velluda, de gorro catalán, de rostro curtido, triste y bondadoso, barba espesa y rizada y ojos negros.

      La poesía épica predomina lo mismo que en la infancia de los pueblos en la de los hombres. Ana soñó en adelante más que nada batallas, una Ilíada, mejor, un Ramayana sin argumento. Necesitaba un héroe y le encontró: Germán, el niño de Colondres. Sin que él sospechara las aventuras peligrosas en que su amiga le metía, se dejaba querer y acudía a las citas que ella le daba en la barca de Trébol.

      Nada le decía de aquellas grandes batallas que le obligaba a ganar en el extremo Oriente, en las que ella le asistía haciendo el papel de reina consorte, con arranques de amazona. Algunas veces le propuso, hablándole al oído, viajes muy arriesgados a países remotos que él ni de nombre conocía. Germán aceptaba inmediatamente, y estaba dispuesto a convertirse en diligencia si Ana aceptaba el cargo de mula, o viceversa. No era eso. La niña quería ir a tierra de moros de verdad, a matar infieles o a convertirlos, como Germán quisiera. Germán prefería matarlos; y dicho y hecho se metían en la barca, mientras el barquero dormía a la sombra de un cobertizo en la orilla. A costa de grandes sudores conseguían un ligero balanceo del gran navío que tripulaban y entonces era cuando se creían bogando a toda vela por mares nunca navegados.

      Germán gritaba:—¡Orza!... ¡a babor, a estribor! ¡hombre al agua!... ¡un tiburón!...

      Pero tampoco era aquello lo que quería Anita; quería marchar de veras, muy lejos, huyendo de doña Camila. La única ocasión en que Germán correspondió al tipo ideal que de su carácter y prendas se había forjado Anita, fue cuando aceptó la escapatoria nocturna para ver juntos la luna desde la barca y contarse cuentos. Este proyecto le pareció más viable que el de irse a Morería y se llevó a cabo. Ya se sabe cómo entendió la grosera y lasciva doña Camila la aventura de los niños. Era de tal índole la maldad de esta hembra, que daba por buenas las desazones que el lance pudiera causarle, por la responsabilidad СКАЧАТЬ