La Regenta. Leopoldo Alas
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Название: La Regenta

Автор: Leopoldo Alas

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4057664139344

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СКАЧАТЬ el culto. Se tomaban confianzas que eran profanaciones; adquirían pronto una familiaridad importuna que daba ocasión a las calumnias de los necios y de los mal intencionados».

      «No era él un don Custodio, ignorante de lo que es el mundo, lleno de ensueños, ambicioso de cierto oropel eclesiástico, que tal vez se gana en el confesonario, para que le halagasen todavía revelaciones imprudentes, que sólo servían para inundarle el alma de hastío. Esperaba algo nuevo, algo más delicado, algo selecto». Sabía, por rumores, que el Arcipreste había aconsejado a la Regenta que acudiese a la capilla del Magistral, puesto que él se retiraba del confesonario. Pero don Cayetano nada le había dicho. Además, como en materia de confesión los buenos clérigos son muy reservados, Ripamilán, que sabía tratar en serio los asuntos serios, nunca había hablado al Magistral de lo que podía ser la Regenta, juzgada desde el tribunal sagrado. Aquella tarde esperaba De Pas saber algo. Pero Glocester no se marchaba. Ya no se hablaba de Obdulia, ni de su prima la de Madrid, su modelo; se hablaba del tiempo; y Glocester no se movía. Se habían ido despidiendo todos los señores canónigos; quedaban los tres y el Palomo, que abría y cerraba cajones con estrépito y murmuraba; maldiciones sin duda.

      Don Cayetano contuvo su verbosidad, comprendió que algo deseaba decirle el Magistral, que estorbaba Glocester; recordó de repente que él también quería hablar al Provisor, y como en casos tales no se mordía la lengua, cortó la conversación diciendo:

      —¡Ah! ¡pícara memoria! don Fermín, una palabra, con permiso del señor Arcediano... es decir, no es una palabra, tenemos que hablar largo... son intereses espirituales.

      Glocester se mordió los labios; saludó con el torcido tronco, haciéndose un arco de puente, y salió de la sacristía diciendo para su alzacuello morado y blanco:

      —«¡Este vejete chocho y mal educado me las ha de pagar todas juntas!».

      El Arcipreste se burlaba de la diplomacia y del maquiavelismo del Arcediano con salidas de tono, indirectas del Padre Cobos y otros expedientes por el estilo.

      —«Si todos fueran como yo, Glocester no sabría qué hacer de su habilidad y disimulo. ¡Ay de los zorros, si las gallinas no fuesen gallinas!».

      Glocester salía siempre por la puerta del claustro, abierta al extremo Norte del crucero; por allí llegaba antes a su casa: pero esta vez quiso salir por la puerta de la torre, porque así pasaba junto a la capilla del Magistral. Miró; no había nadie. Entonces se detuvo, volvió a mirar con ahínco, dio un paso dentro de la capilla; no había nadie; estaba seguro. «¡Luego aquellas señoras se habían ido sin confesión; luego el Magistral se permitía el lujo de desairar nada menos que a la Regenta!». El Arcediano vio un mundo de intrigas que podían fundarse en este descuido del Provisor. Tomó agua bendita en una pila grande de mármol negro, y mientras se santiguaba, inclinándose frente al altar del trascoro, decía para sí:

      —Este será el talón de Aquiles. Ese desaire te costará caro. Lo explotaré.

      Y salió de la catedral haciendo cálculos por los dedos, que se le antojaban cábalas, asechanzas, espionaje, intrigas y hasta postigos secretos y escaleras subterráneas.

      El Arcipreste había abierto la boca al oír a De Pas que la Regenta estaba en la catedral, según le habían dicho, y que él no había corrido a saludarla y a confesarla, si a eso venía, como era de suponer.

      —¿Pero qué pensará ese ángel de bondad?—gritaba don Cayetano, asustado de veras.

      —A ver, Rodríguez (el Palomo) corre a la capilla del señor Magistral, y si está allí una señora....

      Era inútil. Entraba en aquel momento Celedonio el acólito que se metió en la conversación diciendo:

      —No señor, ya se han ido. Eran doña Visita y la señora Regenta. Se han ido. Yo hablé con ellas. Les dije que hoy no se sentaba el señor Magistral; y doña Visita que ya quería irse antes, cogió del brazo a doña Ana y se la llevó.

      —¿Y qué decían?—preguntó don Cayetano.

      —Doña Ana callaba. Doña Visita estaba incomodada porque la señora Regenta había querido venir sin mandar antes un recado. Creo que fueron a paseo, porque doña Visita dijo no sé qué del Espolón.

      —¡Al Espolón!—gritó Ripamilán, cogiendo con una mano un brazo del Magistral y con la otra la teja—. ¡Al Espolón!

      —¡Pero don Cayetano!—Es cuestión de honra para mí; de ese desaire tengo yo culpa en cierto modo.

      —Pero si no fue desaire—repetía el Provisor dejándose llevar, y con el rostro hermoseado por una especie de luz espiritual de alegría que lo inundaba.

      —Sí, señor; y de todos modos, desaire o no, yo quiero dar una explicación a mi querida amiga.... ¡Al Espolón! Por el camino hablaremos; quiero que V. conozca bien a esa mujer, psicológicamente, como dicen los pedantes de ahora; es una gran mujer, un ángel de bondad como le tengo dicho; un ángel que no merece un feo.

      —Pero, si no hubo feo.... Yo le explicaré a V.... Yo no sabía....

      Y hablaban en voz baja, porque ya iban andando por la nave Sur de la catedral, dirigiéndose a la puerta. La última capilla de este lado era la de Santa Clementina. Era grande, construida siglos después que las otras capillas, en el diez y siete. Tenía cuatro altares en el centro; las paredes estaban adornadas con profusión de hojarasca, arabescos y otros cosméticos del género decadente a que pertenecía.

      El Magistral y el Arcipreste oyeron voces dentro de la capilla. De Pas no paró la atención en ellas, pero Ripamilán se detuvo, olfateando, y tendió el cuello en actitud de escuchar.

      —¡Así Dios me valga, son ellos!—dijo pasmado.

      —¿Quién?—Ellos; la viudita y don Saturno; reconozco el chirrido de ese grillo destemplado.

      Y el Arcipreste que manifestara poco antes tanta prisa por salir del templo, se empeñó en entrar en Santa Clementina. El Magistral le siguió, para ocultar su deseo de llegar al Espolón cuanto antes.

      Eran ellos, en efecto.

      En medio de la capilla, don Saturnino sudando copiosamente, cubierta la levita de telarañas y manchas de cal, rojo el rostro, cárdenas las orejas, arengaba a su auditorio, con un brazo extendido en dirección de la bóveda. Estaba indignado, al parecer, y su indignación la comunicaba de grado o por fuerza a los Infanzones.

      —Señores—exclamaba—ya lo ven ustedes: esta capilla es el lunar, el feo lunar, el borrón diré mejor, de esta joya gótica. Han visto ustedes el panteón, de severa arquitectura románica, sublime en su desnudez; han visto el claustro, ojival puro; han recorrido las galerías de la bóveda, de un gótico sobrio y nada amanerado; han visitado la cripta llamada Capilla Santa de reliquias, y han podido ver un trasunto de las primitivas iglesias cristianas; en el coro han saboreado primores del relieve, si no de un Berruguete, de un Palma Artela, desconocido, pero sublime artífice; en el retablo de la Capilla mayor han admirado y gustado con delicia los arranques geniales, sí, geniales puedo decir, del cincel de un Grijalte; y reasumiendo, en toda la Santa Basílica han podido corroborar la idea de que este templo es obra de arte severo, puro, sencillo, delicado... Empero aquí, señores, forzoso es confesarlo, el mal gusto desbordado, la hinchazón, la redundancia se han dado cita para labrar estas piedras en las que lo amanerado va de la mano con lo extravagante, lo recargado con lo deforme. Esta Santa СКАЧАТЬ