La Regenta. Leopoldo Alas
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Название: La Regenta

Автор: Leopoldo Alas

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4057664139344

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СКАЧАТЬ entender, y era verdad, que él tenía los verdores en la lengua, y otros, no menos canónigos que él, en otra parte. Y no era de estos días el ser don Cayetano muy honesto en el orden aludido, sino que toda la vida había sido un boquirroto en tal materia, pero nada más que un boquirroto. Y esta era la traducción libre del verso de Marcial.

      El Arcipreste estaba muy locuaz aquella tarde. La visita de Obdulia a la catedral había despertado sus instintos anafrodíticos, su pasión desinteresada por la mujer, diríase mejor, por la señora. Aquel olor a Obdulia, que ya nadie notaba, sentíalo aún don Cayetano.

      El Magistral contestaba con sonrisas insignificantes. Pero no se marchaba. Algo tenía que decir al Arcipreste. No era De Pas de los que solían quedarse al tertulín, como llamaban a la sabrosa plática de la sacristía después del coro. Si hacía bueno, los del tertulín acostumbraban salir juntos a paseo por una carretera o ir al Espolón. Si llovía o amenazaba, prolongaban el palique hasta que el Palomo hacía un discreto ruido con las llaves de la catedral y cada canónigo se iba a su casa. No se crea por esto que eran íntimos amigos los aficionados a platicar después del coro. Acontecía allí lo que es ley general de los corrillos. Entre todos murmuraban de los ausentes, como si ellos no tuvieran defectos, estuvieran en el justo medio de todo y en la vida hubieran de separarse. Pero marchaba uno, y los demás le guardaban cierto respeto por algunos minutos. Cuando ya debía de estar en su casa el temerario, alguno de los que quedaban, decía de repente:

      —Como ese otro.... Y todos sabían que aquel gesto de señalar a la puerta y tales palabras significaban:

      —¡Fuego graneado! Y no le quedaba hueso sano a ese otro.

      El Arcipreste no era de los que menos murmuraban.

      Él le había puesto el apodo que llevaba sin saberlo, como una maza, al señor Arcediano don Restituto Mourelo. En el cabildo nadie le llamaba Mourelo, ni Arcediano, sino Glocester. Era un poco torcido del hombro derecho don Restituto—por lo demás buen mozo, casi tan alto como el pariente del ministro—, y como este defecto incurable era un obstáculo a las pretensiones de gallardía que siempre había alimentado, discurrió hacer de tripas corazón, como se dice, o sea sacar partido, en calidad de gracia, de aquella tacha con que estaba señalado. En vez de disimularlo subrayaba el vicio corporal torciéndose más y más hacia la derecha, inclinándose como un sauce llorón. Resultaba de aquella extraña postura que parecía Mourelo un hombre en perpetuo acecho, adelantándose a los rumores, avanzada de sí mismo para saber noticias, cazar intenciones y hasta escuchar por los agujeros de las cerraduras. Encontraba el Arcediano, sin haber leído a Darwin, cierta misteriosa y acaso cabalística relación entre aquella manera de F que figuraba su cuerpo y la sagacidad, la astucia, el disimulo, la malicia discreta y hasta el maquiavelismo canónico que era lo que más le importaba. Creía que su sonrisa, un poco copiada de la que usaba el Magistral, engañaba al mundo entero. Sí, era cierto que don Restituto disfrutaba de dos caras: iba con los de la feria y volvía con los del mercado; disimulaba la envidia con una amabilidad pegajosa y fingía un aturdimiento en que no incurría nunca.—Pero, decía el Arcipreste, ni su amabilidad engaña a todos, ni aunque sea un redomado vividor es tan Maquiavelo como él supone.

      Hablaba, siempre que podía, al oído del interlocutor, guiñaba los ojos alternativamente, gustaba de frases de segunda y hasta tercera intención, como cubiletes de prestidigitador, y era un hipócrita que fingía ciertos descuidos en las formas del culto externo, para que su piedad pareciese espontánea y sencilla. Todo se volvía secretos. Decía él que abría el corazón por única vez al primero que quería oírle.

      —Por la boca muere el pez, ya lo sé. No soy yo de los que olvidan que en boca cerrada no entran moscas; pero con usted no tengo inconveniente en ser explícito y franco, acaso por la primera vez en mi vida. Pues bien, oiga usted el secreto.

      Y lo decía. Hablaba en voz baja, con misterio. Entraba en la sacristía muchas veces diciendo de modo que apenas se le oía:

      —¡Buen tiempo tenemos, señores! ¡Mucho dure!

      Ripamilán, que años atrás iba de tapadillo al teatro alguna rara vez, escondiéndose en las sombras de una platea de proscenio o sea bolsa, vio una noche el drama titulado: Los hijos de Eduardo, arreglado por Bretón de los Herreros, y en cuanto salió a escena Glocester, el Regente jorobado y torcido y lleno de malicias, exclamó:

      —¡Ahí está el Arcediano!

      La frase hizo fortuna y Glocester fue en adelante don Restituto Mourelo para toda Vetusta ilustrada. Allí estaba, oyendo con fingida complacencia los chistes picarescos del Arcipreste, cuya lengua temía, presente y ausente. Cuando don Cayetano volvía la espalda, pues hablaba girando con frecuencia sobre los talones, Glocester guiñaba un ojo al Deán y barrenaba con un dedo la frente. Quería aludir a la locura del poeta bucólico. El cual continuaba diciendo:

      —No señores, no hablo a humo de pajas; yo sé la vida que llevaba esta señora viuda en la corte, porque era muy amiga del célebre obispo de Nauplia, a quien yo traté allí con gran intimidad. En una fonda de la calle del Arenal tuve ocasión de conocer bien a esa Obdulia, a quien antes apenas saludaba aquí, a pesar de que éramos contertulios en casa del Marqués de Vegallana. Ahora somos grandes amigos. Es epicurista. No cree en el sexto.

      Hubo una carcajada general. Sólo el Provisor se contentó con sonreír, inclinarse y poner cara de santo que sufre por amor de Dios el escándalo de los oídos. El Arcediano rio sin ganas.

      La historia de Obdulia Fandiño profanó el recinto de la sacristía, como poco antes lo profanaran su risa, su traje y sus perfumes.

      El Arcipreste narraba las aventuras de la dama como lo hubiera hecho Marcial, salvo el latín.

      —Señores, a mí me ha dicho Joaquinito Orgaz que los vestidos que luce en el Espolón esa señora....

      —Son bien escandalosos...—dijo el Deán.

      —Pero muy ricos—observó el pariente del ministro.

      —Y muchos; nunca lleva el mismo; cada día un perifollo nuevo—añadió el Arcediano—; yo no sé de dónde los saca, porque ella no es rica; a pesar de sus pretensiones de noble, ni lo es ni tiene más que una renta miserable y una viudedad irrisoria....

      —Pues a eso voy—interrumpió triunfante don Cayetano—. Me ha dicho el chico de Orgaz, que acabó la carrera de médico en San Carlos, que estos últimos años Obdulita servía en Madrid a su prima Tarsila Fandiño, la célebre querida del célebre....

      —Sí ¿qué?—Que le servía de trotaconventos, digámoslo así. Es decir, no tanto: pero vamos, que la acompañaba y... claro, la otra, agradecida... le manda ahora los vestidos que deja, y como los deja nuevos y tiene tantos y tan ricos....

      El cabildo, que fingía oír por educación, nada más, al Arcipreste, se interesaba de veras con la crónica. Ripamilán saboreaba la plática lasciva sólo por lo que tenía de gracejo. Los demás empezaron a estorbarse oyendo juntos aquellas murmuraciones. El Arcipreste clavaba los ojuelos negros y punzantes en el Magistral, confesor de Obdulia; parecía buscar su testimonio.

      El Provisor no estaba allí más que para hablar a solas con don Cayetano. Sufría sus impertinencias con calma. Le estimaba. Le perdonaba aquellos inocentes alardes de erotismo retórico porque conocía sus costumbres intachables y su corazón de oro. Eran muy buenos amigos, y Ripamilán el más decidido y entusiástico partidario de don Fermín en las luchas del cabildo. Otros le seguían por interés, muchos por miedo; don Cayetano, incapaz de temer a nadie, le servía y le amaba porque, según él, era el único hombre superior de СКАЧАТЬ