La Regenta. Leopoldo Alas
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Название: La Regenta

Автор: Leopoldo Alas

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 4057664139344

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СКАЧАТЬ al fin, se entendían algo, no tanto como algunos maliciaban, pero se entendían.... Ella le miraba en la iglesia y suspiraba. Le había dicho una vez que sabía más que el Tostado, elogio que él supo apreciar en todo lo que valía, por haber leído al ilustre hijo de Ávila. En cierta ocasión ella había dejado caer el pañuelo, un pañuelo que olía como aquella carta, y él lo había recogido y al entregárselo se habían tocado los dedos y ella había dicho:—«Gracias, Saturno». Saturno, sin don.

      Una noche en la tertulia de Visitación Olías de Cuervo, Obdulia le había tocado con una rodilla en una pierna. Él no había retirado la pierna ni ella la rodilla; él había tocado con el suyo el pie de la hermosa y ella no lo había retirado.... Una cucharada de sopa se le atragantó. Bebió vino y abrió la carta.

      Decía así: «Saturnillo: usted que es tan bueno ¿querrá hacerme el obsequio de venir a esta su casa a las tres de la tarde? Le espero con...». Hubo que dar vuelta a la hoja.

      —Impaciencia—pensó el sabio. Pero decía: «...Le espero con unos amigos de Palomares que quieren visitar la catedral acompañados de una persona inteligente... etc., etc.». Don Saturno se puso colorado como si estuviera en ridículo delante de una asamblea.

      —No importa—se dijo—esta visita a la catedral es un pretexto.

      Y añadió:—¡Bien sabe Dios que siento la profanación a que se me invita!

      Se vistió lo más correctamente que supo, y después de verse en el espejo como un Lovelace que estudia arqueología en sus ratos de ocio, se fue a casa de doña Obdulia.

      Tal era el personaje que explicaba a dos señoras y a un caballero el mérito de un cuadro todo negro, en medio del cual se veía apenas una calavera de color de aceituna y el talón de un pie descarnado. Representaba la pintura a San Pablo primer ermitaño; el pintor era un vetustense del siglo diez y siete, sólo conocido de los especialistas en antigüedades de Vetusta y su provincia. Por eso el cuadro y el pintor eran tan notables para Bermúdez.

      El señor de Palomares vestía un gabán de verano muy largo, de color de pasa, y llevaba en la mano derecha un jipijapa impropio de la estación, pero de cuatro o cinco onzas—su precio en la Habana—y por esto pensaba que podía usarlo todo el otoño. Se creía el señor Infanzón en el caso de comprender el entusiasmo artístico del sabio mejor que las señoras, quien por su natural ignorancia tenían alguna disculpa si no se pasmaban ante un cuadro que no se veía. Buscó alguna frase oportuna y por de pronto halló esto:

      —¡Oh! ¡mucho! ¡evidentemente! ¡conforme!

      Después inclinó la cabeza hacia el pecho, como para meditar, pero en realidad de verdad—estilo de Bermúdez—para descansar, con una reacción proporcionada, de la postura incómoda en que el sabio le había tenido un cuarto de hora. Por fin el del jipijapa exclamó:

      —Me parece, señor Bermúdez, que ese famosísimo cuadro del ilustre....

      —Cenceño.—Pues; del ilustrísimo Cenceño; luciría más si....

      —Si se pudiera ver—interrumpió la esposa del señor Infanzón.

      Este fulminó terrible mirada de reprensión conyugal y rectificó diciendo:

      —Luciría más... si no estuviera un poquito ahumado.... Tal vez la cera... el incienso....

      —No señor; ¡qué ahumado!—respondió el sabio, sonriendo de oreja a oreja—. Eso que usted cree obra del humo es la pátina; precisamente el encanto de los cuadros antiguos.

      —¡La pátina!—exclamó el del pueblo convencido—. Sí, es lo más probable. Y se juró, en llegando a Palomares, mirar el diccionario para saber qué era pátina.

      En aquel momento el Magistral se acercaba a saludar a don Saturno; reconoció a Obdulia y se inclinó sonriente; pero menos sonriente que al saludar a Bermúdez. Después dobló la cabeza y parte del cuerpo ante los de Palomares que le fueron presentados por el sabio.

      —El señor don Fermín de Pas, Magistral y provisor de la diócesis....

      —¡Oh! ¡oh! ¡ya! ¡ya!—exclamó Infanzón que hacía mucho admiraba de lejos al señor Magistral. La señora del lugareño manifestó deseos de besar la mano del Provisor, pero la mirada del marido la contuvo otra vez, y no hizo más que doblar las rodillas como si fuera a caerse. El Magistral hablaba en voz alta de modo que sus palabras resonaban en las bóvedas y los demás con el ejemplo se arrimaron también a gritar. Pronto las carcajadas de Obdulia Fandiño, frescas, perladas, como las llamaba don Saturno, llenaron el ambiente, profanado ya con el olor mundano de que había infestado la sacristía desde el momento de entrar. Era el olor del billete, el olor del pañuelo, el olor de Obdulia con que el sabio soñaba algunas veces. Mezclado al de la cera y del incienso le sabía a gloria al anticuario, cuyo ideal era juntar así los olores místicos y los eróticos, mediante una armonía o componenda, que creía él debía de ser en otro mundo mejor la recompensa de los que en la tierra habían sabido resistir toda clase de tentaciones.

      Obdulia, que disimulaba mal su aburrimiento mientras se hablaba de cuadros, ojivas, arcos peraltados, dovelas y otras tonterías que no había entendido nunca, se animó con la presencia del Magistral de quien era hija de confesión, por más que él había procurado varias veces entregarla a don Custodio, hambriento de esta clase de presas. Aquella mujer le crispaba los nervios a don Fermín; era un escándalo andando. No había más que notar cómo iba vestida a la catedral. «Estas señoras desacreditan la religión». Obdulia ostentaba una capota de terciopelo carmesí, debajo de la cual salían abundantes, como cascada de oro, rizos y más rizos de un rubio sucio, metálico, artificial. ¡Ocho días antes el Magistral había visto aquella cabeza a través de las celosías del confesonario completamente negra! La falda del vestido no tenía nada de particular mientras la dama no se movía; era negra, de raso. Pero lo peor de todo era una coraza de seda escarlata que ponía el grito en el cielo. Aquella coraza estaba apretada contra algún armazón (no podía ser menos) que figuraba formas de una mujer exageradamente dotada por la naturaleza de los atributos de su sexo. ¡Qué brazos! ¡qué pecho! ¡y todo parecía que iba a estallar! Todo esto encantaba a don Saturno mientras irritaba al Magistral, que no quería aquellos escándalos en la iglesia. Aquella señora entendía la devoción de un modo que podría pasar en otras partes, en un gran centro, en Madrid, en París, en Roma; pero en Vetusta no. Confesaba atrocidades en tono confidencial, como podía referírselas en su tocador a alguna amiga de su estofa. Citaba mucho a su amigo el Patriarca y al campechano obispo de Nauplia; proponía rifas católicas, organizaba bailes de caridad, novenas y jubileos a puerta cerrada, para las personas decentes... ¡mil absurdos! El Magistral le iba a la mano siempre que podía, pero no podía siempre. Su autoridad, que era absoluta casi, no conseguía sujetar aquel azogue que se le marchaba por las junturas de los dedos. La doña Obdulita le fatigaba, le mareaba. ¡Y ella que quería seducirle, hacerle suyo como al obispo de Nauplia, aquel prelado tan fino que no se separaba de ella cuando vivieron en el hotel de la Paix, en Madrid, tabique en medio! Las miradas más ardientes, más negras de aquellos ojos negros, grandes y abrasadores eran para De Pas; los adoradores de la viuda lo sabían y le envidiaban. Pero él maldecía de aquel bloqueo.

      —«Necia, ¿si creerá que a mí se me conquista como a don Saturno?».

      A pesar de esta cordial antipatía, siempre estaba afable y cortés con la viuda, porque en este punto no distinguía entre amigos y enemigos. Era menester que una persona estuviese debajo de sus pies, aplastada, para que don Fermín no usase con ella de formas irreprochables. La urbanidad era un dogma para el Magistral lo mismo que para Bermúdez, pero sacaban de ella muy diferente partido.

      Mientras СКАЧАТЬ