Название: Cazador de almas
Автор: Alex Kava
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: HQÑ
isbn: 9788490103593
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Pero Eric ya no estaba seguro de nada. Miraba fijamente la caja metálica, cuyas extrañas luces rojas y verdes brillaban y se apagaban como la vida y la muerte, como el cielo y el infierno. Tal vez David y los otros no fueran sólo los valientes; ahora Eric se preguntaba si no serían quizá también los más afortunados.
6
SÁBADO, 23 de noviembre
Cementerio Nacional de Arlington
Maggie O’Dell se agarró con una mano las solapas de la chaqueta, preparándose para otra embestida del viento. Se arrepentía de haber dejado la gabardina en el coche. Se la había quitado en la iglesia, creyendo que su acaloramiento se debía a ella. Ahora, allí, en el cementerio, entre los deudos enlutados y las sepulturas de piedra, echaba de menos algo, cualquier cosa, que le diera calor.
Se apartó y observó cómo se apiñaban los asistentes alrededor de la familia, bajo el palio, como si quisieran protegerla del viento y compensar de ese modo la desgracia que les había convocado a todos allí. Reconocía a muchos de ellos, pertrechados con sus trajes negros y sus semblantes de rutinaria gravedad. Pero allí, en medio del camposanto, ni siquiera los bultos que se adivinaban bajo sus abrigos impedían que parecieran indefensos, azotados por el viento en su rígida compostura gubernamental.
Maggie, que los observaba desde los márgenes, se congratulaba del instinto protector de sus colegas. Se alegraba porque le impedían ver los rostros de Karen y de las dos niñas que crecerían sin su padre. No quería seguir presenciando su dolor, su pena; una pena tan palpable que amenazaba con demoler las capas protectoras que había levantado cuidadosamente con los años para sofocar su propio dolor, su propia pena. Allí apartada, confiaba en mantenerse a salvo.
A pesar de las ásperas rachas de viento otoñal que sacudían sus piernas desnudas y tiraban de su falda, tenía las manos sudorosas. Le temblaban las piernas. Una fuerza invisible le golpeaba el corazón. ¡Señor! ¿Qué demonios le pasaba? Desde que abriera aquella bolsa y viera el rostro sin vida de Delaney tenía los nervios desquiciados y evocaba sin cesar fantasmas del pasado, imágenes y palabras que hubiera preferido mantener enterradas. Respiró hondo, pese a que el aire frío le laceraba los pulmones. Aquella punzada, aquel malestar, era preferible al del recuerdo.
Transcurridos veintiún años desde la muerte de su padre, le irritaba que los funerales pudieran dejarla aún reducida al estado de aquella niña de doce años. Sin previo aviso, sin que mediara acto de voluntad alguno por su parte, lo recordaba todo como si hubiera sucedido ayer. Veía cómo bajaban el féretro de su padre al hoyo. Sentía cómo la tiraba su madre del brazo, exigiéndole que arrojara un puñado de tierra sobre la pulida superficie del ataúd. Y sabía que, en cuestión de minutos, el solitario toque de la corneta bastaría para hacerle un nudo en el estómago.
Quería marcharse. Nadie se daría cuenta; se hallaban todos ellos envueltos en sus propios recuerdos, en sus propias indefensiones. Pero debía quedarse, por Delaney. En su última conversación habían hablado de ira y de traición. Era demasiado tarde para disculparse, pero tal vez el estar allí pudiera procurarle, si no la absolución, sí cierta paz.
El viento volvió a azotarla, arrastraba en remolino crujientes hojas secas como espíritus que se elevaran de la tierra y vagaran entre las tumbas. Su aullido, sus gemidos fantasmales, la hicieron estremecerse otra vez. De niña sentía que los espíritus de los muertos la rodeaban, la incitaban, se reían de ella, le siseaban que se habían llevado a su padre. Fue aquella la primera vez que experimentó una tremenda soledad que seguía pegada a ella como el puñado de tierra mojada que había apretado entre los dedos con todas sus fuerzas mientras su madre insistía en que lo arrojara a la tumba.
–Vamos, Maggie –oía aún decir a su madre–. Hazlo ya y acaba de una vez –insistía su madre, impaciente, más avergonzada que preocupada por el dolor de su hija.
Una mano enguantada le tocó el hombro. Maggie se sobresaltó y sofocó el impulso de meterla bajo la chaqueta para sacar el arma.
–Lo siento, agente O’Dell. No quería asustarla –el director adjunto Cunningham dejó la mano sobre su hombro y mantuvo los ojos fijos al frente.
Maggie pensó que era el único que no se había sumado al grupo que rodeaba la tumba recién excavada, el negro agujero en la tierra que pronto acogería el cuerpo del agente especial Richard Delaney. ¿Por qué había sido Delaney tan temerario, tan estúpido?
Como si le leyera el pensamiento, Cunningham dijo:
–Era un buen hombre. Y un excelente negociador. Maggie deseó preguntarle por qué, si así era, estaba allí, y no en casa, con su mujer y sus hijas, preparándose para pasar la tarde del sábado viendo el fútbol con sus amigos. Pero susurró:
–Era el mejor.
Cunningham se rebulló a su lado y hundió las manos en los bolsillos de la gabardina. Maggie se dio cuenta de que, pese a que jamás la avergonzaría ofreciéndole su chaqueta, su jefe procuraba protegerla del viento. Pero no había ido a buscarla sólo para servirle de parapeto. Maggie notaba que algo le rondaba por la cabeza. Tras casi diez años, reconocía aquellos labios fruncidos, el ceño en la frente, el nerviosismo con que cambiaba el peso del cuerpo de un pie a otro, los sutiles pero reveladores indicios que delataban a un hombre que, por lo general, ejemplificaba el término profesional.
Maggie aguardó, sorprendida porque también Cunningham pareciera estar esperando el momento apropiado.
–¿Se sabe algo más sobre esos chicos? ¿A qué grupo pertenecían? –intentó sonsacarle manteniendo la voz baja, a pesar de que estaban tan apartados que el viento impedía que los demás los oyeran.
–Aún no. No eran más que chiquillos. Chiquillos con armas y munición suficientes para conquistar un país pequeño. Pero está claro que hay alguien detrás de esto. Algún fanático al que no le importa sacrificar a los suyos. Pronto lo averiguaremos. Tal vez cuando descubramos a quién pertenece esa cabaña –se subió el puente de las gafas y al instante volvió a guardarse la mano en el bolsillo–. Le debo una disculpa, agente O’Dell.
Había llegado el momento. Y, sin embargo, Cunningham titubeó. Su incomodidad sorprendió a Maggie y al mismo tiempo la inquietó. Le recordaba el nudo que sentía en el estómago y el dolor que oprimía su pecho. No quería hablar de eso, no quería recordarlo. Quería pensar en otra cosa, en cualquier cosa que no fuera Delaney cayendo al suelo. Con escaso esfuerzo oía aún el siseo de sus sesos y veía los fragmentos de su cráneo en la bolsa de plástico.
–No tiene por qué disculparse, señor. Usted no lo sabía –dijo por fin, pero la pausa duró demasiado.
Cunningham seguía mirando al frente.
–Debí comprobarlo antes de enviarla –dijo en voz baja–. Sé lo difícil que habrá sido para usted.
Maggie levantó la mirada hacia él. El semblante de su jefe seguía siendo tan estoico como siempre, pero había un atisbo de emoción en la comisura de su boca. Maggie siguió su mirada hasta los soldados que habían entrado en formación en el cementerio y aguardaban en formación.
«Dios mío. Aquí llega».
Sus rodillas se aflojaron. Al instante se apoderó de ella un sudor frío. Quería escapar, y de pronto deseaba que Cunningham no estuviera a su lado. Él, sin embargo, no parecía notar su desasosiego. Permanecía absorto mientras los rifles chasqueaban al montarse.
Maggie СКАЧАТЬ