Название: Cazador de almas
Автор: Alex Kava
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: HQÑ
isbn: 9788490103593
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Mientras docenas de agentes y miembros del Departamento de Justicia peinaban el bosque y la cabaña en busca de respuestas a esas preguntas, Cunningham había recibido orden de confeccionar el perfil criminal de los sospechosos. Había enviado al compañero de Maggie, el agente especial R. J. Tully, al lugar de los hechos, y, debido a sus conocimientos en medicina forense, había ordenado a Maggie ir al depósito de cadáveres de la ciudad, donde esperaban los muertos: cinco jóvenes y un agente.
Al abrir la puerta del final del pasillo vio las bolsas negras puestas en fila sobre mesas de acero, una tras otra, como una macabra exposición artística. Aquello parecía casi demasiado extraño para ser real, pero ¿acaso no ocurría lo mismo con muchos otros acontecimientos recientes de su existencia? Algunos días le costaba distinguir lo que era real de lo que formaba parte de sus pesadillas recurrentes.
Le causó cierta sorpresa encontrar a Stan Wenhoff esperándola con la bata puesta. Stan solía dejar los avisos de madrugada en las competentes manos de sus ayudantes.
–Buenos días, Stan.
–Hmm –gruñó él, como solía, a modo de saludo, dándole la espalda al tiempo que levantaba un portaobjetos hacia la luz del fluorescente.
Wenhoff fingía que no era la urgencia y la magnitud del caso lo que le había hecho salir a rastras de la cama para personarse allí, cuando su método habitual consistía en llamar a uno de sus ayudantes. Ello no se debía tanto a sus exigencias de rigor profesional como a su deseo de no desperdiciar la ocasión de ser el centro de atención de la prensa. La mayoría de los patólogos y forenses que conocía Maggie eran personas taciturnas, graves, a menudo hurañas. A Stan Wenhoff, jefe de forenses del distrito, le encantaba, en cambio, ser el centro de atención, hallarse ante una cámara de televisión.
–Llegas tarde –masculló, mirándola por fin.
–He venido lo antes posible.
–Hmm –repitió él para manifestar su descontento al tiempo que, con sus dedos gordos y carnosos, colocaba el portaobjetos en su caja.
Maggie no le hizo caso, se quitó la chaqueta y, sabiendo que no recibiría invitación alguna, abrió el armario de la ropa y se sirvió. Le daban ganas de decirle a Stan que no era el único al que le fastidiaba estar allí.
Se ató los cordones del delantal de plástico y de pronto se descubrió preguntándose hasta qué punto habían condicionado su vida los asesinos al sacarla de la cama en plena noche para perseguirlos por bosques iluminados por la luna, a lo largo de negros ríos turbulentos, a través de pastizales plagados de lampazos y de campos de maíz. Era, sin embargo, consciente de que en esa ocasión había tenido suerte. A diferencia de Tully, esa mañana tendría al menos los pies calientes y secos.
Cuando regresó del armario de la ropa, Stan había desenvuelto a su primer cliente y estaba retirando cuidadosamente la bolsa para que no se desperdigara su contenido, incluidos los fluidos. A Maggie le sorprendió lo joven que parecía el chico, cuya tersa cara grisácea parecía no haber conocido aún el filo de la navaja de afeitar. No podía tener más de quince o dieciséis años. No tenía –saltaba a la vista– edad suficiente para beber, ni para votar. Seguramente ni siquiera tenía edad para tener coche, o incluso carné de conducir. Pero sí para saber cómo se conseguía y se usaba un rifle semiautomático.
Parecía en paz. No tenía sangre, ni desgarrones, ni abrasiones. Ni una sola marca que explicara su muerte.
–Creía que Cunningham había dicho que se suicidaron. Pero no veo heridas de bala.
Stan agarró una bolsa de plástico que había tras él, en la encimera, y se la tendió por encima del cuerpo del chico.
–El que sobrevivió escupió esto. Imagino que será arsénico o cianuro. Seguramente cianuro. Bastan setenta y cinco miligramos de cianuro de potasio para matarse. Atraviesa el tejido estomacal en un abrir y cerrar de ojos.
La bolsa contenía una cápsula roja y blanca de aspecto corriente. Maggie vio sin esfuerzo el nombre del fabricante estampado en uno de sus lados. Aunque era en apariencia un simple medicamento para el dolor de cabeza, alguien había sustituido su contenido y usado la cápsula como recipiente para el veneno.
–Así que iban dispuestos a suicidarse.
–Sí, eso parece. ¿De dónde coño sacan los chicos de hoy en día esas ideas?
Maggie tenía la sensación de que la idea no procedía de los chicos. Otra persona les había convencido de que no podían dejarse atrapar con vida. Alguien que almacenaba armas, preparaba píldoras mortales caseras y no vacilaba a la hora de sacrificar las vidas de unos chicos. Alguien mucho más peligroso que aquellos críos.
–¿Podemos echarles un vistazo a los otros antes de que empieces?
Maggie adoptó a sabiendas un tono despreocupado. Quería ver si todos los chicos eran caucásicos para confirmar su sospecha de que tal vez pertenecieran a un grupo supremacista blanco. A Stan no pareció importarle. Tal vez él también sentía curiosidad.
Empezó a abrir la cremallera de la siguiente bolsa y señaló a Maggie con un dedo gordezuelo.
–Por favor, ponte las gafas primero. Encima de la cabeza no te sirven de nada.
Maggie odiaba aquellos chismes sofocantes, pero sabía que Stan era muy puntilloso con las normas. Obedeció y se puso también un par de guantes de látex. Miró la bolsa que había abierto Stan al tiempo que bajaba la cremallera de la que tenía ante sí. Otro chico caucásico de cabello rubio dormía apaciblemente mientras Stan apartaba el tejido negro de nailon alrededor de su cara. Entonces Maggie miró la bolsa que estaba abriendo. Apenas había avanzado cuando se detuvo y apartó las manos como si se hubiera pinchado.
–¡Dios mío! –se quedó mirando el rostro macilento de aquel hombre.
El orificio perfectamente redondo de la bala, pequeño y negro, se destacaba sobre su blanca frente. Maggie oía el bisbiseo del líquido que se derramaba detrás de su cabeza y que seguía aún contenido dentro de la bolsa.
La voz de Stan la sobresaltó.
–¿Qué pasa? –dijo, inclinándose sobre el cuerpo para ver qué la había asustado–. Debe de ser el agente. Me dijeron que había muerto uno –parecía impaciente.
Maggie retrocedió. Un sudor frío bañaba su cuerpo. De pronto le flaquearon las piernas y se agarró a la encimera. Stan la miraba fijamente; la preocupación parecía haber reemplazado a la impaciencia en su expresión.
–Lo conozco –fue la única explicación que logró darle Maggie antes de correr hacia el lavabo.
3
Condado de Suffolk, Massachusetts
R. J. Tully odiaba СКАЧАТЬ