El Idiota. Федор Достоевский
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Название: El Idiota

Автор: Федор Достоевский

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9782377937103

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СКАЧАТЬ Verdaderamente esta Nina Alejandrovna no sabe comprender, no sabe hacerse cargo de…

      –¿De su posición? —insinuó Gania, concluyendo la frase del general—. No se disguste contra ella: la comprende muy bien. Además, ya le he dicho lo que convenía para que aprenda a no intervenir en los asuntos de los demás. Sin embargo, si en casa las cosas no se han puesto peor es porque no se ha dicho aún la última palabra; pero la tempestad se cierne en el aire. Si hoy se dice la última palabra, en casa se desencadenará la tormenta.

      El príncipe oyó toda aquella conversación desde el rincón en que se entregaba a su trabajo caligráfico. Cuando lo hubo terminado se aproximó a la mesa para entregarlo al general.

      –¿Así que ésta es Nastasia Filipovna? —preguntó, examinando el retrato con curiosidad—. ¡Es maravillosamente bella! —añadió fervorosamente.

      El retrato era, como Michkin decía, el de una mujer maravillosamente bella, ataviada, sin afectación alguna, con un vestido de seda negro cuya elegante hechura no excluía la sencillez. Los cabellos que, al parecer, debían de ser castaños, iban peinados con casera simplicidad; la frente era pensativa; los ojos negros y profundos; la expresión apasionada y un tanto desdeñosa, el rostro delgado y probablemente pálido.

      Gania e Iván Fedorovich miraron, sorprendidos, a Michkin.

      –¿Qué dice de Nastasia Filipovna? ¿Es que la conoce también? —preguntó el general.

      –Sí; aunque sólo llevo veinticuatro horas en Rusia, ya conozco a esta bella mujer —repuso el príncipe, sonriendo.

      Y relató su encuentro con Rogochin y cuanto este último le contara.

      –¡He aquí una cosa que no sabíamos! —exclamó el general, inquieto.

      Había escuchado con atención el relato del príncipe y ahora sus ojos parecían querer sondear el alma de Gania.

      –Probablemente todo se reduce a una necedad de ese Rogochin —murmuró el secretario, un tanto turbado, como el general, por lo que acababa de oír—. He oído hablar de él. Es hijo de un mercader, y además un libertino…

      –También yo he oído mencionarle —dijo el general— con motivo de lo de los pendientes de diamantes. Nastasia Filipovna nos contó el episodio. Pero ahora es otra cosa. Aquí hay de por medio un millón tal vez y… una pasión… Pongamos que esa pasión sea la de un libertino: eso no implica que haya de ser menos violenta. Ya se sabe de lo que son capaces gentes así cuando están bebidas… En fin… ¡Con tal que no surjan complicaciones! —concluyó el general, preocupado.

      –¿Teme usted el millón? —sonrió Gania.

      –¿Acaso no lo temes tú?

      Gania se volvió súbitamente a Michkin.

      –¿Qué le parece ese Rogochin, príncipe? ¿Un hombre serio o un necio? ¿Cuál es su opinión personal?

      Mientras Gania hacía esta pregunta, se producía algo nuevo en su interior. Una idea inédita inflamaba su cerebro y hacía relampaguear sus ojos. En cuanto al general, cuya inquietud era muy real, miró también al príncipe, pero sin confiar mucho, al parecer, en tal fuente de informes.

      –No sé qué decirle —respondió Michkin—. Rogochin me ha parecido muy enamorado, e incluso con una pasión morbosa. Por otra parte, le encuentro muy delicado de salud. No sería extraño que recayera en breve, sobre todo si no se cuida.

      –¿Cree usted…? —preguntó Iván Fedorovich asiéndose a aquella idea.

      –Sí.

      Gania, sonriendo, se dirigió al general.

      –Poco importa que recaiga de aquí a unos días.

      No hace falta mucho tiempo para que dé un escándalo de la clase del que usted teme. Puede darlo hoy mismo…

      –Claro, sin duda… Sí, eso es posible… Todo depende del estado de ánimo de Nastasia Filipovna —repuso el general.

      –Y ya sabe usted lo que ella es a veces…

      –¿Qué quieres decir? —exclamó, muy desconcertado, Iván Fedorovich—. Escucha, Gania: procura no contradecirla hoy; te lo ruego… Esfuérzate en ser con ella lo más amable que puedas… ¿Por qué haces esa mueca?, óyeme, Gabriel Ardalionovich: ¿qué es lo que nos proponemos? Si no lo decimos ahora no lo diremos nunca. Respecto a mi interés personal en este asunto, bien sabes que no tengo por qué inquietarme: resuélvase como se resuelva la situación, siempre será en ventaja mía. Nada hará desistir a Totsky de la decisión tomada, y por tanto yo no corro riesgo alguno. De modo que si algo me propongo, es únicamente tu bien. Piénsalo… ¿No tienes suficiente confianza en mí? Además, tú eres un hombre que… En una palabra, eres un hombre inteligente y yo me fundaba en tu inteligencia en este caso porque…, porque…

      Gania acudió en auxilio del titubeante general:

      –Porque ella constituye lo principal en este asunto —acabó.

      Y una sonrisa maligna plegó sus labios. Ni siquiera se esforzó en disimularla. Sus ojos centelleantes miraban fijamente a Epanchin como queriendo leer en sus ojos cuanto albergaba su mente. El general se ruborizó y se enfureció a la vez.

      –Sí: es lo principal —asintió, mirando agriamente a Gania—. Pero tú eres un hombre muy extraño, Gabriel Ardalionovich. Se diría que te agrada la llegada de ese hijo de comerciante, que ves en él una salida. Pero es ahora precisamente cuando tendrías que proceder desde el principio con inteligencia, ahora cuando es necesario hacerse cargo de la situación y obrar honradamente por ambas partes, ahora cuando hay que demostrar franqueza. De lo contrario, más vale prevenirse con antelación para no comprometer a los demás, con tanto mayor motivo cuanto que nos ha sobrado tiempo para ello. ¡E incluso en este momento no es tarde todavía, aunque sólo falten algunas horas! —y el general arqueó las cejas con aire significativo—. ¿Comprendes? ¿Te haces cargo? En resumen: ¿quieres aceptar o no quieres? Si no quieres, dilo y acabemos. Nadie te obliga, Gabriel Ardalionovich, nadie te arrastra a la fuerza para hacer caer en un lazo, si tal te parece.

      –Quiero —declaró Gania a media voz, pero en tono firme.

      Y en seguida bajó la vista y guardó silencio.

      Su respuesta satisfizo al general. Se había excitado un tanto y se le notaba pesaroso de no haber sabido contenerse. Volvióse hacia el visitante y la idea de que éste había oído la conversación precedente hizo asomar al rostro de Iván Fedorovich una expresión de inquietud. Pero aquella expresión se desvaneció en un instante: le bastó dirigir una sola mirada a Michkin.

      –¡Oh! —exclamó examinando la muestra caligráfica que el príncipe acababa de presentarle—. ¡Esto es un modelo de escritura! ¡Y un modelo muy poco corriente! Mira qué destreza caligráfica tiene el príncipe, Gania.

      Michkin había escrito sobre una gruesa hoja de papel vitela la siguiente frase, trazada en caracteres rusos de la Edad Media:

      «El humilde igúmeno Pafnutí ha puesto aquí su firma».

      –Esto —explicó Michkin con alegre animación— es la propia firma del igúmeno Pafnutí, tornada de un manuscrito del siglo catorce. Todos esos igúmenos y metropolitanos de antaño firmaban perfectamente y a veces con mucho gusto, con un minucioso esmero… ¿No posee usted, general, la colección de Pogodin? СКАЧАТЬ