El Idiota. Федор Достоевский
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El Idiota - Федор Достоевский страница 37

Название: El Idiota

Автор: Федор Достоевский

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9782377937103

isbn:

СКАЧАТЬ liberales y avanzados, explotando hábilmente la cuestión de los derechos femeninos, haciendo creer sin dificultad a esa necia vanidosa que sólo deseaba casarse con ella por su «nobleza de alma» y por su «desgracia», cuando, en fin de cuentas, se casaría con ella por el dinero. Lo que la indigna es que yo no finja cuando convendría fingir. Ella, a su vez, ¿qué hace sino lo mismo que yo? Así, pues, la conclusión es ésta: ¿por qué me desprecia y finge de ese modo? Porque yo, en vez de humillarme, le he dado pruebas de orgullo. ¡Pero ya veremos!

      –¿La amó usted antes de esto?

      –Al principio, sí. Pero ya, no. Hay mujeres muy buenas como amantes y detestables como esposas. No quiero decir, entiéndame, que yo haya sido amante de Nastasia Filipovna. Si se propone vivir en paz conmigo, yo viviré en paz con ella. Pero si se rebela la abandonaré llevándome el dinero. No quiero hacer el ridículo; sobre todo, no quiero hacer el ridículo.

      –Sigo creyendo que Nastasia Filipovna es inteligente —dijo Michkin, no sin temor de ofender a Gania—. ¿Por qué acepta este matrimonio pudiendo prever las tribulaciones que la esperan? Le cabría casarse con otro… Eso es lo que me extraña.

      –Hay ciertas razones… Usted no lo sabe todo, príncipe… Es que… Además, está convencida de que la amo con locura, se lo aseguro. Incluso me inclino a creer que ella me quiere a su modo. Ya conoce usted el proverbio: «Quien bien te quiere, te hará llorar». Ella me considerará siempre como un bellaco (y puede que sea lo que le convenga en el fondo), pero a pesar de todo me amará a su manera. Y está preparándose para ello: tal es su carácter. Es una verdadera rusa, se lo juro, príncipe. Pero yo le preparo una sorpresa. Aunque impremeditadamente, la escena de antes con Varia ha resultado oportuna para servir mis intereses. Nastasia Filipovna ha tenido así la prueba de mi devoción por ella, devoción que me llevó, en apariencia, a mostrarme dispuesto a romper todos los vínculos con mi familia. Esté usted seguro de que no soy un necio… Pero sí dirá usted que soy un charlatán, ¿no? Quizá yo no acierte, querido príncipe, al hacerle estas confidencias, mas me he lanzado sobre usted, porque es el primer hombre honrado que he conocido. Al decirle que me he lanzado sobre usted no pretendo hacer un juego de palabras. No está usted disgustado ya conmigo por lo de antes, ¿verdad? Acaso sea ésta la primera vez desde hace dos años que hablo con el corazón en la mano. Créame que aquí padecemos una terrible escasez de personas honorables. Ninguno supera en honradez a Ptitzin… ¡Figúrese! Creo que se ríe usted… Pero ¿no sabe que los granujas estiman a la gente honrada? Y yo… Aunque, por otra parte, ¿por qué he de ser yo un granuja? Dígame con franqueza, ¿me cree usted un granuja? ¿Por qué me califican todos así, empezando por Nastasia Filipovna? Mas, ya que lo hacen, sigo el ejemplo de ellos y de ella y me califico de granuja también. ¡Adelante, pues, con la granujería!

      –Desde ahora, yo no lo consideraré nunca de tal modo —dijo Michkin—. No hace mucho le juzgaba un malvado, y sus palabras presentes me producen una gran alegría. Esto es una lección, e indica que no se puede juzgar con ligereza. Ya veo, Gabriel Ardalionovich, que usted, lejos de ser un malvado, no puede ser considerado ni aun como un hombre muy corrompido. Mi opinión es que usted es una de las personas más corrientes que existen. Si por algo se distingue, es por una gran flaqueza de carácter y por una falta absoluta de originalidad.

      Gania sonrió para sí, con sarcasmo, pero no habló. Michkin comprendió que su opinión había desagradado a su interlocutor y calló también, confuso.

      –¿Le ha pedido dinero mi padre? —interrogó Gania de repente.

      –No.

      –Se lo pedirá, pero no se lo dé. Antes mi padre era un hombre correctísimo, lo recuerdo bien. Frecuentaba la mejor sociedad. Mas ¡qué pronto empieza la decadencia de estos señores tan correctos, cuando llegan a viejos! Al primer revés de fortuna, se opera en ellos una transformación completa. Antaño, se lo aseguro, mi padre no mentía jamás; apenas si era un poco más entusiasta de lo debido. ¡Y vea en lo que ha venido a parar! La culpa es del vino, sin duda. ¿No sabe usted que tiene una querida? De modo que no es ya un mero charlatán inofensivo. No comprendo la paciencia de mamá, ¿le ha contado ya mi padre el asedio de Kars? ¿No le ha dicho que tenía un caballo gris que hablaba? Se ve que no ha tenido tiempo todavía…

      Y Gania rompió en una franca carcajada.

      –¿Por qué me mira usted así? —preguntó bruscamente al príncipe.

      –Porque me sorprende verle reír tan sinceramente. Tiene usted, en realidad, una alegría casi infantil. Cuando ha venido a reconciliarse conmigo y me ha dicho: «Si quiere, le besaré la mano», he pensado que un niño no habría podido portarse de otro modo… Es usted, pues, capaz de hablar y proceder todavía con la candidez de la infancia. Luego, de improviso, me habla usted de sus tenebrosos proyectos concernientes a los setenta y cinco mil rublos. Verdaderamente, todo ello me parece absurdo e increíble.

      –¿Y qué quiere deducir de eso?

      –Que se lanza usted atolondradamente a la empresa y que haría bien en pensarlo dos veces. Puede que Bárbara Ardalionovna tenga razón.

      –¡Ah, ahora salimos con la moral! —replicó vivamente Gania—. Ya sé que soy un muchacho, y lo acredito por el simple hecho de haber entablado tal conversación con usted. Pero no me lanzo por cálculo a este tenebroso asunto, príncipe —continuó el joven, herido en su amor propio e incapaz ya de dominar sus palabras—. Si hiciese un cálculo, seguramente me engañaría, porque soy muy débil aún de mente y de carácter. Obedezco a una pasión y a un impulso que para mí son antes que todo lo demás. Usted cree que una vez en posesión de los setenta y cinco mil rublos yo me apresuraré a comprar un coche. No: entonces concluiré de usar este abrigo viejo que llevo hace tres años y renunciaré a todas mis amistades del círculo. Seguiré el ejemplo de los que han triunfado. A los diecisiete años, Ptitzin dormía al raso y vendía cortaplumas. Empezó con un kopec y ahora posee sesenta mil rublos. Pero ¡hay que ver lo que le ha costado llegar a ello! Esos principios penosos son los que quiero evitar. Empezando ya con un capital, de aquí a quince años podrá decir la gente: «Ese es Ivolguin, el rey de los judíos». Usted opina que esto carece de originalidad, que es mera flaqueza de carácter, que no poseo talentos particulares, que soy un hombre corriente… Usted me ha hecho el honor de no considerarme un granuja y no sabe que le hubiera golpeado de buena gana en recompensa de su buena opinión. Me ha ofendido usted más cruelmente que Epanchin, que me juzga capaz de venderle mi mujer (y observe que esa conjetura por parte suya es completamente gratuita, ya que nunca se ha tratado de semejante cosa entre nosotros, ni ha procurado siquiera inducirme a ello, de modo que sólo lo cree porque él mismo es un ingenuo en el fondo). Todo esto me trae muy disgustado hace tiempo, amigo. Yo necesito dinero. Una vez rico, entérese, seré un hombre muy original. Lo que el dinero tiene de más vil y despreciable es que incluso proporciona talentos. Y los proporcionará mientras el mundo sea mundo. Usted dirá que todo esto son chiquilladas y acaso novelería. Pues, entonces, resultará doblemente divertido para mí. Haré lo que me propongo. «Rira bien qui rira le dernier». ¿Por qué cree usted que Epanchin me ofende de ese modo? ¿Por maldad? Nada de eso. Sólo porque soy un Don Nadie en la sociedad. Pero luego… En fin, ya hemos hablado bastante: he visto asomar dos veces la nariz de Kolia, lo que quiere decir que la mesa está servida. Me voy a comer. Acudiré a hablarle con frecuencia. No se encontrará usted mal con nosotros. Desde ahora va a ser considerado como un miembro más de la familia. Pero, fíjese en esto, no se le ocurra traicionarme. Creo que usted y yo hemos de ser, o amigos, o enemigos. Dígame, príncipe: si antes le hubiese besado la mano como estaba sinceramente resuelto a hacer, ¿no cree usted que después de eso me habría convertido en su enemigo?

      Michkin reflexionó un momento y luego rompió a reír.

      –Sí, se habría convertido en ello, sin duda; pero no por mucho tiempo. Más adelante, le hubiera sido imposible conservar semejante sentimiento y me habría perdonado.

СКАЧАТЬ