El Idiota. Федор Достоевский
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Название: El Idiota

Автор: Федор Достоевский

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9782377937103

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СКАЧАТЬ equipaje.

      –¡La respuesta, la respuesta! —exclamó violentamente Gania—. ¿Qué le ha dicho Aglaya? ¿Le entregó usted mi nota?

      El príncipe, en silencio, le devolvió el papel. Gania quedó estupefacto.

      –¡Cómo! ¡Si es mi nota! —exclamó—. ¡No la ha entregado! ¡Ya debí yo haberlo supuesto! ¡Oooh, maldición! ¡Claro: no es extraño que ella no me comprendiera hace un momento! Pero ¿cómo ha podido usted, cómo ha podido usted no entregarla? ¡Oooh, maldi…!

      –Perdóneme. No es lo que usted piensa. Tuve ocasión de entregar la nota un momento después de dármela usted y la di tal como me lo había rogado. Si ahora se encontraba en mis manos se debía a que Aglaya Ivanovna acababa de dármela para que se la devolviera.

      –¿Cuándo se la dio? ¿Cuándo?

      –Al terminar de escribir en su álbum me pidió que la acompañase. ¿No lo oyó usted? Pasamos al comedor, me ofreció el escrito, me lo hizo leer y me ordenó devolvérselo a usted.

      –¿Qué se lo ha hecho leer? —gritó Gania—. ¡Qué se lo ha hecho leer! ¿Y lo ha leído?

      En su estupefacción permanecía como clavado en el suelo, abierta la boca en medio de la acera.

      –Sí, lo he leído hace un momento.

      –¿Y ella misma se lo ha dado a leer? ¿Ella misma? —Ella misma. Tenga la seguridad de que no siendo así no me habría permitido semejante cosa.

      Gania calló por un minuto, haciendo penosos esfuerzos para ordenar sus ideas; pero al fin exclamó de pronto:

      –¡Es imposible! ¡Ella no puede habérselo hecho leer! ¡Miente usted! ¡Lo ha leído por propia iniciativa!

      –Digo la verdad —repuso el príncipe, sin perder la calma—. Y crea que lamento el disgusto que esto le produce.

      –Pero, desgraciado, ¡al menos le habrá dicho alguna cosa más! ¿No le ha dado otra contestación?

      –Sí.

      –¡Pues dígala, demonio! ¡Hable!

      Y Gania golpeó el suelo con el pie dos veces seguidas.

      –Cuando hube leído su nota, Aglaya Ivanovna me dijo que usted le tendía un lazo, que su intención era comprometerla, y que antes de renunciar a cien mil rublos usted quería que ella le compensase de ese sacrificio permitiéndole esperar su mano. Añadió que si usted lo hubiera hecho sin querer entrar en tratos sobre su sacrificio, si lo hubiese roto todo sin pedir garantías previas, ella quizá habría accedido a ser amiga suya. Creo que esto es todo. ¡Ah, no: una cosa más! Cuando le pregunté, después de coger la nota, si debía dar a usted alguna respuesta, me dijo que el silencio sería la mejor contestación. Creo que se ha expresado así. Dispense si no recuerdo las palabras con exactitud; pero desde luego le reproduzco el sentido, tal como he creído entenderlo.

      Una cólera infinita se adueñó de Gania haciéndole perder todo dominio de sí mismo.

      –¡Con que eso es! —vociferó, rechinando los dientes—. ¡Conque así se tiran mis cartas por la ventana! ¡Conque se niega a esos tratos! ¡Conque le proponía cotizar mi sacrificio! ¡Pero ya lo veremos! Todavía quedan teclas que tocar. ¡Ya veremos! ¡Yo seré quien diga al fin la última palabra!

      Su rostro estaba pálido y convulso, sus labios blanqueaban de espuma, su puño se agitaba, amenazador en el aire. Los dos jóvenes caminaron así, uno al lado del otro, durante varios minutos. Sin inquietarse ni un ápice por la presencia del príncipe, con el que no contaba para nada, Gania daba curso a su exasperación tan libremente como si hubiese estado a solas en su habitación. Pero de improviso una idea acudió a su mente.

      –¿Cómo puede ser —preguntó a Michkin con brusquedad— que Aglaya le testimoniara de pronto semejante confianza…? ¡A usted, a quien sólo conoce hace dos horas! —Y añadió aparte—: Y que es un idiota, además… —Luego insistió—: ¿Cómo es posible?

      Para que su desgracia fuese completa, sólo le faltaba a Gania estar celoso, y he aquí que ahora los celos le punzaban el corazón.

      –No puedo decírselo —respondió el príncipe—. No lo sé.

      Gania le miró con rencor.

      –¿Así que le ha conducido al comedor para otorgarle su confianza? Al rogarle que la siguiera, ¿no le dijo que quería darle algo?

      –Eso fue lo que me pareció entender.

      –Pero ¡el diablo me lleve!, ¿por qué? ¿Qué hizo usted allí? ¿Cómo puede haberle agradado y tan pronto? Escuche —prosiguió Gania, que no lograba coordinar sus pensamientos a causa de la terrible confusión de su mente—: ¿No puede usted recordar de lo que han hablado durante su visita? ¿Ha notado algo de particular? ¿No recuerda nada?

      –Me acuerdo muy bien de todo —dijo Michkin—. Al principio de entrar y de ser presentado a las señoras empezamos a hablar de Suiza.

      –Siga… ¡Al diablo con Suiza!

      –Después, de la pena de muerte…

      –¿De la pena de muerte?

      –Sí: de una cosa a otra la conversación recayó sobre ese tema. Luego les hablé de mi vida en Suiza durante tres años y les relaté la historia de una pobre aldeana…

      –Siga, siga. ¡Al diablo con la pobre aldeana! ¿Qué más? —exclamó Gania, impaciente.

      –A continuación les expliqué la opinión del doctor Schneider sobre mi carácter y cómo me instó vivamente a…

      –¡Qué ahorquen a Schneider y sus opiniones sobre usted! ¿Qué más?

      –Más tarde el curso de la conversación nos llevó a hablar de la expresión de los semblantes, e hice observar que Aglaya Ivanovna era casi tan bella como Nastasia Filipovna… Entonces fue cuando tuve esa malhadada ocurrencia sobre el retrato…

      –Pero ¿no contaría usted lo que nos oyó hablar antes en el despacho? ¿No, no?

      –Le repito que no.

      –Pero, entonces, ¿cómo demonio…? ¿Enseñó Aglaya la nota a la vieja?

      –Puedo asegurarle formalmente que no. He estado allí todo el tiempo, y si ella hubiera mostrado la carta a su madre, yo habría reparado en ello.

      –Quizá no… ¡Oh, maldito idiota! —exclamó Gania, fuera de sí—. ¡Ni siquiera sabe contar las cosas bien!

      Envalentonado por la paciencia de su interlocutor, como les suele suceder a ciertas personas, Gania se entregaba cada vez más a la violencia de su carácter. Tan furioso estaba que, de soportar Michkin nuevas ofensas, quizá su compañero hubiese concluido golpeándole. El furor le cegaba. De no ser así habría notado ya hacía tiempo que aquel a quien llamaba «un idiota» sabía a veces comprender las cosas con tanta prontitud como sagacidad y relacionarlas entre sí de modo satisfactorio. Por eso lo que sucedió entonces fue inesperado para Gania.

      –Debo hacerle observar, Gabriel Ardalionovich —dijo de pronto el príncipe—, que si antaño, en efecto, mi enfermedad me condujo a una especie de idiotismo, hace tiempo СКАЧАТЬ