Название: El Idiota
Автор: Федор Достоевский
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9782377937103
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–¿Veintisiete? Bueno es saberlo. Adiós. Creo que tiene usted muchas ocupaciones y además es hora de que yo me vista para salir. Tome su retrato. ¡Y salude de mi parte a la desgraciada Nina Alejandrovna! ¡Hasta la vista, querido príncipe! Ven siempre que puedas. Yo iré adrede a ver a la vieja Bielokonsky para hablarle de ti. Y oye esto querido: creo que Dios te ha hecho venir desde Suiza a San Petersburgo para mi bien. Quizá te traigan también otros asuntos, pero Dios te envía sobre todo por mí. Sin duda eso entraba precisamente en sus designios. Hasta la vista, queridas. Acompáñame, Alejandra.
La generala salió. Gania, abrumado, irritado, confuso, cogió el retrato de sobre la mesa y se dirigió a Michkin tratando de sonreír.
–Me voy a casa, príncipe. Si no ha cambiado usted de intenciones y se propone instalarse con nosotros, yo le llevaré, puesto que no conoce usted nuestra dirección.
–Espere, príncipe —dijo Aglaya, levantándose de pronto—. Quiero que escriba alguna cosa en mi álbum. Papá dice que es usted un gran calígrafo… Voy a buscarlo…
Y desapareció.
–Hasta la vista, príncipe; yo me voy también —se despidió Adelaida.
Estrechó cordialmente la mano de Michkin, le sonrió con afabilidad y se fue sin mirar siquiera a Gania. Éste, que no esperaba más que la salida de las mujeres para dar libre curso a su irritación, se lanzó hacia el príncipe y, con los ojos centelleantes y el rostro inflamado por la ira, le interpeló con violencia, si bien en voz baja:
–¡Ha sido usted, usted quien les ha hablado de mi matrimonio! —profirió, rechinando los dientes—. ¡Es usted un descarado charlatán!
–Le aseguro que se engaña —repuso Michkin con tranquila cortesía—. Ni siquiera sabía que iba usted a casarse.
–¡Ha oído usted antes decir a Ivan Fedorovich que todo se resolvería esta noche y lo ha repetido aquí! ¡Así que miente usted! ¿Cómo iban a saberlo ellas si no? ¡El diablo me lleve si hay otro que pudiera habérselo contado! ¿Acaso no me ha dirigido la vieja alusiones suficientemente claras?
–Si cree usted hallar alusiones en las palabras de la generala, mejor podrá saber a través de quién tiene informes. Yo no le he dicho una sola palabra.
–¿Ha entregado usted mi nota? ¿Y la contestación? —preguntó Gania, ardiendo de impaciencia.
En aquel momento entró Aglaya y Michkin no tuvo tiempo de responder.
–Tenga, príncipe —dijo la joven, poniendo el álbum sobre una mesita—; escoja la página que desee y escriba algo en ella. Tome una pluma. ¡Y nueva además! ¿No le importa que sea de acero? He oído decir que a los calígrafos no les gusta usarlas…
Aglaya hablaba con el príncipe sin parecer notar la presencia de Gania. Mientras Michkin se preparaba a escribir, el secretario se acercó a la joven, que permanecía en pie junto a la chimenea, a la izquierda del príncipe, y con temblorosa y entrecortada voz la dijo casi al oído:
–Una palabra, una sola palabra, y me salvo…
Michkin se volvió rápidamente y miró a los dos. En el rostro de Gania se pintó una verdadera desesperación. Era notorio que había hablado de aquel modo sin reflexionar, casi sin saber lo que decía. Aglaya le miró durante unos segundos con el secreto asombro que el príncipe notara poco antes en ella cuando la había encontrado en el comedor. Era indudable que en aquel momento el más violento desprecio hubiese herido menos a Gania que el aire fríamente sorprendido de aquella mujer que parecía no comprender su ruego.
–¿Qué quiere que escriba? —preguntó Michkin a Aglaya.
–Voy a dictarle —repuso la joven, volviéndose a él—. Ponga esto: «No acepto esa clase de tratos». Y debajo la fecha. ¿A ver?
El príncipe le ofreció el álbum.
–¡Perfecto! ¡Admirablemente escrito! ¡Tiene usted una letra soberbia! Muchas gracias, príncipe, y hasta la vista… Espere —añadió, como recordando algo—. Venga: quiero darle un recuerdo.
Michkin la siguió. Aglaya se detuvo en el comedor.
–Lea esto —dijo, tendiéndole la nota de Gania. El príncipe, cogiendo el papel, miró a la joven con indecisión.
–Estoy segura de que no lo ha leído y que usted no puede ser el confidente de ese hombre. Léalo, quiero que lo lea…
La nota, apresuradamente escrita, rezaba así:
Hoy se decide mi suerte, usted sabe cómo. Hoy tengo que dar una palabra irrevocable. No poseo derecho alguno a su interés, no me atrevo a albergar esperanza alguna; pero en cierta ocasión usted pronunció una palabra, una sola palabra, que desde entonces ha iluminado la noche de mi existencia, y ha sido un faro para mí. Dígame ahora una palabra semejante y me salvará usted de la ruina. Diga sólo: «Rómpalo todo» y lo romperé todo hoy mismo. ¿Qué trabajo le cuesta decirlo? Al solicitar esas palabras sólo imploro de usted una muestra de interés y compasión y nada más, nada… No oso concebir esperanza alguna, porque reconozco que soy indigno de ello. Pero si usted pronuncia esa frase yo aceptaré la pobreza de nuevo y soportaré con alegría mi situación —¡tan sin esperanza!– en el mundo, afrontando la lucha que me aguarda con satisfacción y renovado esfuerzo.
Envíeme esa frase de piedad (sólo de piedad; se lo juro). No se enoje contra un desesperado, contra un hombre que se ahoga y hace el postrer intento para salvarse de la perdición.
G. A. I.
Cuando el príncipe concluyó la lectura, Aglaya dijo secamente:
–Ese hombre me asegura que la expresión «rómpalo todo» no me comprometería, no me obligaría a nada, y él mismo da con esa nota la garantía escrita de lo que ofrece. Repare en su cándido e intenso deseo de subrayar ciertas palabras y con qué brutal claridad evidencia sus pensamientos ocultos. Él sabe, aparte esto, que si lo rompiese en efecto todo, pero por sí mismo, sin esperar una palabra mía, sin incluso hablarme de ello, en fin, sin fundar en mí ninguna esperanza; él sabe, repito, que en ese caso mis sentimientos respecto a él cambiarían y hasta tal vez consintiese en ser amiga suya. Él lo sabe positivamente. Pero su alma es vil. Y por eso, aun no ignorando lo que digo, no se decide a obrar, exige garantías previas, no se resuelve a actuar con fe. A cambio de renunciar a cien mil rublos, quiere que yo le autorice a esperar mi mano. En cuanto a la palabra de antaño a que se refiere, y que según dice ha iluminado su vida, al mencionarla comete una desvergonzada mentira. En cierta ocasión me limité a testimoniarle piedad. Pero como es un insolente desvergonzado ha fundado sobre mi piedad sus esperanzas. Lo comprendí en seguida. Desde entonces no ha cesado de tenderme lazos, como ahora. Tome su nota y devuélvasela cuando salga con él. No aquí, por supuesto.
–¿Y qué le contesto de parte suya?
–Nada. Es la mejor contestación. ¿Va usted a vivir en su casa?
–Ivan Fedorovich me ha comprometido a hacerlo —dijo el príncipe.
–Pues guárdese de ese hombre. No le perdonará el devolverle su nota.
Aglaya estrechó ligeramente la mano del príncipe y se fue. Su rostro aparecía grave y ceñudo. Ni siquiera sonrió al inclinarse ante Michkin.
–Soy СКАЧАТЬ