Название: El Idiota
Автор: Федор Достоевский
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9782377937103
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Al quedar solo Gania se llevó las manos a la cabeza.
–¡Una palabra de ella —exclamó— y… y acaso rompa con todo!
Y, en la impaciencia de aguardar contestación a su nota, Comenzó a pasear de un lado a otro del despacho, incapaz de reanudar su tarea.
Entre tanto, Michkin, preocupado, pensaba en el encargo que recibiera. La misión aceptada le impresionaba desagradablemente y el que Gania escribiera a Aglaya no le desagradaba menos. Antes de llegar a las dos habitaciones que precedían al salón, se detuvo de pronto como si acabase de surgir alguna idea en su mente y luego, lanzando una mirada en torno, se acercó a la ventana y comenzó a examinar el retrato de Nastasia Filipovna.
Dijérase que quisiera descifrar el no se sabía qué de misterioso que antes le afectara tanto al mirar la faz de aquella mujer. Su impresión entonces había sido muy viva y ahora quería someterla a nueva prueba. Contemplando otra vez aquel rostro, que tenía de notable, no sólo su belleza, sino algo más, imposible de definir, el príncipe tornó a recibir una sensación muy fuerte, más fuerte todavía que la primera. El orgullo y el desprecio, por no decir el odio, se acusaban en aquel semblante femenino con intensidad extraordinaria: pero a la vez se desprendía de él una sorprendente expresión de ingenuidad y confianza, contraste que producía un sentimiento casi compasivo. La deslumbrante hermosura de Nastasia Filipovna tenía un carácter extraño: el rostro era pálido, las mejillas poco menos que hundidas, los ojos ardorosos. ¡Extraña belleza aquélla! El príncipe examinó fijamente el retrato por un momento y luego, después de asegurarse de que nadie le observaba, aproximó a sus labios el rostro de la joven y lo besó con precipitación. Cuando un minuto después entró en el saloncito, su rostro estaba tranquilo en absoluto.
Pero al ir a entrar en el comedor, que estaba separado del salón por otra estancia, casi tropezó con Aglaya, que salía, sola.
–Gabriel Ardalionovich me ha rogado que le entregue esta nota —dijo Michkin, presentándosela.
Aglaya se detuvo, tomó el papel y miró de un modo extraño al príncipe. En la fisonomía de la joven no se delataba la menor confusión. Su extrañeza parecía limitada al curioso papel que Michkin desempeñaba en aquel encargo. La mirada altiva y serena de Aglaya parecía preguntar al príncipe por qué motivo se encontraba mezclado en aquel asunto con Gabriel Ardalionovich. Durante un par de segundos ambos permanecieron mirándose, en pie uno frente al otro.
Al fin, una expresión un tanto burlona se pintó en el rostro de Aglaya. Sonriendo levemente, la joven se retiró.
La generala miró en silencio por unos instantes el retrato de Nastasia Filipovna, afectando mantenerlo a mucha distancia de los ojos y con aire levemente desdeñoso.
–Sí, es bella e incluso muy bella —declaró al fin—. La he visto dos veces, pero de lejos. ¿Así que le gusta esa clase de belleza? —preguntó bruscamente a Michkin.
–Sí, me gusta —repuso él, no sin cierto esfuerzo.
–Pero ¿esta clase de belleza precisamente?
–Esta precisamente.
–¿Por qué?
–Porque en ese rostro… hay una expresión de intenso sufrimiento —articuló casi involuntariamente el príncipe, más bien hablando consigo mismo que a su interlocutora.
–Creo que no sabe usted lo que dice —declaró la generala.
Y con altanero ademán arrojó el retrato sobre la mesa.
–¡Oh, cuánta energía! —exclamó Adelaida, que, por encima del hombro de su hermana, contemplaba el retrato con vivo interés.
–¿A qué energía te refieres? —preguntó ásperamente su madre.
–A la de esta belleza —dijo Adelaida, con calor—. Una belleza así es una verdadera fuerza que puede revolucionar el mundo.
Y tornó, pensativa, a su caballete. Aglaya, después de dirigir una rápida mirada al retrato, guiñó los ojos, adelantó el labio inferior y, sentándose en un diván aparte de los demás, como ausente, cruzó las manos sobre la falda.
La generala tocó la campanilla.
–Diga a Gabriel Ardalionovich que venga. Está en el despacho —ordenó al sirviente.
–¡Maman…! —exclamó Alejandra, con tono significativo.
La generala, cuyo mal humor era notorio, no hizo caso alguno de la insinuación de su hija.
–¡Basta! —contestó, perentoria—. Quiero decirle dos palabras. ¿Sabe, príncipe? En esta casa no hay más que secretos. ¡Siempre secretos! Toda la vida lo mismo: dijérase que el secreto es aquí una especie de protocolo. ¡Qué necedad! ¡Y esto en un asunto que exige más que ninguno claridad, honradez y franqueza! Se trata de arreglar unos casamientos… que no me satisfacen en lo más mínimo…
Alejandra volvió a intentar hacer que callase.
–¿Por qué dices eso, maman?
–Vamos, querida… ¿Acaso te agradan a ti? ¿Importa algo que el príncipe nos oiga? ¿No somos amigos? Yo, al menos, soy su amiga. Dios ama a los hombres, sí, pero a los buenos, no a los malvados ni tornadizos. Menos que a ninguno a los tornadizos, que hoy deciden una cosa y mañana otra. ¿Comprendes, Alejandra Ivanovna? Mis hijas, príncipe, aseguran que soy una original; pero yo contesto que hay que saber apreciar y distinguir a las gentes. Lo que importa en una persona es su corazón y lo demás no significa nada. También la sensatez es precisa, claro… Y hasta puede que sea lo más esencial… No sonrías, Aglaya: mis palabras no se contradicen. Una tonta con corazón y sin sentido común es tan desgraciada como la que tiene sentido común y no corazón. Esta verdad es muy antigua. Yo soy una tonta con corazón y sin inteligencia; tú una tonta con inteligencia y sin corazón. Así, las dos somos igualmente desgraciadas y tanto sufrimos una como otra.
–¿Y qué es lo que te hace tan desgraciada, maman? —preguntó Adelaida.
Parecía ser la única entre todos que conservaba el buen humor.
–En primer término me hacen desgraciada mis sabias hijas —respondió la generala—. Y como con eso basta, sobra extenderse sobre lo demás. Ya se ha hablado bastante. Veremos cómo vosotras (no hablo ya de Aglaya) salís del asunto con toda vuestra facundia y vuestra inteligencia. Ya veremos si tú, admirable Alejandra Ivanovna, serás feliz con tu noble adorador… ¡Ah! —añadió, viendo entrar a Gania—. ¡Otro que se dispone al matrimonio! Buenos días —dijo en respuesta a la inclinación del joven y sin invitarle a sentarse—. ¿Así que se prepara usted a la boda?
–¿A la boda? ¿Qué boda? —balbució Gania, atónito, perdiendo toda su presencia de ánimo.
–Quiero decir si va usted a casarse, si es que prefiere esa expresión.
–No… no… Yo…, no —tartamudeó Gabriel Ardalionovich, rojo de vergüenza.
Lanzó una mirada a Aglaya, sentada aparte, y luego se apresuró a separar la vista. Aglaya le contemplaba fríamente, observando la confusión de Gania.
–¿No? ¿Ha dicho usted que no? —prosiguió la implacable generala—. Conste que recordaré que hoy por la mañana, usted, contestando a mi pregunta, me ha dicho: СКАЧАТЬ