El Idiota. Федор Достоевский
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Название: El Idiota

Автор: Федор Достоевский

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9782377937103

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СКАЧАТЬ muestra procede de uno de ellos. Y usted convendrá que no carece de cierto mérito. Mire qué a y qué d tan redondas. He trasladado los caracteres franceses a los tipos rusos, lo que es bastante difícil. Pero he logrado hacerlo. Observe esta otra y original escritura: la frase que dice «la perseverancia todo lo vence». Es la escritura rusa normal, la de los escribanos profesionales y de los funcionarios militares. Así se escriben los documentos oficiales que han de dirigirse a personajes de importancia. Las letras son redondas también y el trazo grueso, pero de un gusto notable. Un calígrafo rechazaría estos adornos, o mejor dicho, estas insinuaciones de adornos. ¿Ve usted esas a modo de colas inacabadas? El conjunto tiene cierto sello propio, que delata el carácter del escribiente; quisiera dar rienda suelta a su fantasía, obedecer a las inspiraciones de su talento; pero un militar no conoce más que su consigna, y la pluma, esclava de la disciplina, se detiene a medio camino. ¡Es delicioso! Cuando, recientemente, pude ver un trozo de esa escritura, quedé admirado. ¿Y sabe dónde la casualidad hizo que la encontrase? ¡En Suiza! Ésta es la letra inglesa normal. Aquí la elegancia no puede ir más lejos: todo es exquisito, encantador, perfecto. Vea una variante: una escritura mixta cuyo modelo me procuró un viajante francés. En el fondo es la misma letra inglesa, pero los trazos gruesos aparecen un tanto más acusados y los óvalos, compruébelo, sugieren cierta modificación: tienden a ser más redondos. Esta escritura admite los floreos, que son lo más peligroso de la caligrafía. El floreo exige un gusto extraordinario, pero si se consigue se obtiene una letra que desafía toda comparación y que le enamora literalmente a uno.

      –¡Cuánto ha profundizado usted el tema! —dijo el general, riendo—. Verdaderamente, amigo mío, no es usted un mero calígrafo: es un artista. ¿Qué opinas, Gania?

      –¡Maravilloso! —dijo el joven. Y añadió, con sonrisa burlona—: Además, el príncipe se siente consciente de la gran importancia de su trabajo.

      –Ríe si gustas. No por eso deja de ofrecérsele un porvenir gracias a su pluma —repuso Iván Fedorovich—. Seguramente no acertaría usted, príncipe, a qué personaje van a ser dirigidos los escritos que salgan de su mano. Puede usted contar con un sueldo inicial de treinta y cinco rublos al mes. Pero ya son las doce y media —continuó mirando su reloj— y el tiempo me apremia. Hablemos, pues, de negocios, príncipe, porque acaso no tengamos ocasión de volver a vernos hoy. Siéntese un momento. Ya le he dicho que no podré recibirle muy a menudo, pero deseo sinceramente ayudarle un poco… Entendámonos: muy poco; sólo lo preciso para subvenir a sus necesidades más urgentes. Luego, una vez colocado, le dejaré abrirse camino por sí solo. Voy a buscarle un empleíto en algún departamento en donde no tendrá usted exceso de trabajo, pero donde habrá de ser muy puntual. Y respecto a lo demás, escúcheme. Mi joven amigo Gabriel Ardalionovich Ivolguin, aquí presente, y con quien deseo verle en buenas relaciones, vive con su familia, es decir, con su madre y su hermana. Estas señoras tienen dos o tres habitaciones debidamente amuebladas, que alquilan, incluyendo mesa y servicio, a personas de buenas referencias. Estoy seguro de que Nina Alejandrovna atenderá mi recomendación respecto a usted.

      Esa casa, príncipe, creo que será magnífica para usted sobre todo porque en lugar de vivir solo estará, por así decirlo, en el seno de la familia; y, a juicio mío, no debe usted vivir solo en una ciudad como San Petersburgo. Nina Alejandrovna y Bárbara Ardalionovna, madre y hermana, respectivamente, de Gabriel Ardalionovich, son señoras por quienes tengo la mayor estima. La primera es esposa de un antiguo compañero mío, el general Ardalion Alejandrovich, hoy retirado y a quien (aunque me haya visto obligado a romper mis relaciones con él en virtud de determinadas circunstancias) sigo profesando aprecio en cierto sentido. Le digo todo esto, príncipe, para hacerle comprender que lo recomiendo en esa casa personalmente, si vale la palabra, y que, por lo tanto, respondo de usted en algunos aspectos. El precio de la pensión es moderado y espero que en breve su sueldo le permitirá atender a ese gasto. Claro que un hombre necesita dinero de bolsillo para sus gastos, por poco que sea; pero no se moleste, príncipe, si le digo que, en mi opinión, le conviene no llevar dinero de bolsillo y hasta no llevar en el bolsillo dinero alguno. Hablo así en virtud del juicio que he formado sobre usted. Pero como en este momento su bolsa está completamente vacía, permítame ofrecerle estos veinticinco rublos para sus primeros gastos. Haremos cuentas más tarde, naturalmente, y si es usted un hombre tan recto y leal como lo hacen suponer sus palabras, no tendremos dificultades por ese lado. Si me intereso tanto por usted, se debe a que tengo sobre su persona determinadas miras que algún día conocerá. Como ve, le soy muy franco. No tendrás nada que objetar a que el príncipe se aloje en vuestra casa, ¿verdad, Gania?

      –Muy al contrario. Y mamá se sentirá encantada —respondió cortésmente el joven.

      –Creo que ya tenéis otro huésped. ¿Cómo se llama? ¿Fert…? ¿Ferd…?

      –Ferdychenko.

      –¡Ah, sí! Ese Ferdychenko no me gusta nada; es un bufón de muy mal gusto. No comprendo por qué Nastasia Filipovna le alienta tanto. ¿Es cierto que tiene algún parentesco con ella?

      –¡No! Eso es pura broma. Entre ambos no media el menor vínculo de familia.

      –¡Entonces que se vaya al diablo! Diga, príncipe: ¿está usted satisfecho?

      –Le doy las gracias, general. Ha mostrado usted una bondad extraordinaria conmigo, bondad tanto mayor cuando yo no le pedía nada. Y no es que lo hiciera así por orgullo… En verdad, no sabía dónde dormir esta noche. Cierto que Rogochin me invitó a visitarle…

      –¿Rogochin? ¡Oh, no! Yo le daría, príncipe, el consejo paternal o, si lo prefiere, amistoso de no visitar a Rogochin, de olvidarle incluso. En general, a mi juicio, haría usted bien limitando sus amistades a la familia con la que va a vivir.

      –Ya que es usted tan amable —empezó el príncipe—, quisiera consultarle sobre un asunto… He recibido aviso de que…

      –Perdóneme ahora —interrumpió el general—, porque no me queda ni un minuto. Voy a anunciarle a Lisaveta Prokofievna. Si ella consiente en recibirle (y ya me arreglaré para presentarle de un modo que consienta), le aconsejo que aproveche la ocasión y procure agradarla, porque Lisaveta Prokofievna puede serle muy útil. Además, lleva usted su mismo apellido… Si no quiere recibirle hoy, no insistiremos: otra vez será. Echa una ojeada a esas cuentas, Gania…

      Ivan Fedorovich salió y el visitante no pudo exponerle el asunto que por tres veces ya había insinuado. Gania encendió un cigarrillo y ofreció otro a Michkin, quien lo aceptó, y después, sin hablar por temor a importunar el secretario, comenzó a examinar la estancia. Pero Gania apenas si miró el papel lleno de números sobre el que el general llamara su atención. Parecía distraído; su sonrisa, su mirada, su aire de preocupación sorprendieron aún más a Michkin cuando ambos jóvenes quedaron solos. De pronto Gania se aproximó al príncipe, que en aquel momento examinaba el retrato de Nastasia Filipovna.

      –¿Le gusta esa mujer, príncipe? —le interrogó a quemarropa, mirándole inquisitivamente.

      Dijérase que tras aquella pregunta se ocultaba alguna intención peculiar.

      –Tiene un rostro maravilloso —repuso el príncipe—. Y estoy seguro de que no ha vivido una existencia vulgar. Aunque su fisonomía es alegre, esta mujer ha debido de atravesar grandes sufrimientos, ¿no? Los ojos lo dicen, y lo dicen sus pómulos, y lo dicen esas ojeras… Tiene un rostro orgulloso, altanero… No sé si será o no una mujer de buen corazón. ¡Si fuera buena, todo lo demás podría pasar!

      –¿Se casaría usted con una mujer así? —preguntó Gania, mirando fijamente a Michkin con ojos ardientes.

      –Yo no puedo casarme con mujer alguna, porque estoy enfermo —respondió el príncipe.

      –¿Y Rogochin se casaría con ella? ¿Qué opina usted?

      –¡Casarse СКАЧАТЬ