Paul Thomas Anderson. José Francisco Montero Martínez
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СКАЧАТЬ vamos viendo, el cine de Anderson adquiere algunos de sus rasgos de identidad básicos en la personal mezcolanza de tradición y renovación. Algunas circunstancias relacionadas con su formación cinematográfica devienen trascendentales para comprender la naturaleza de su trabajo como director y su condición de rara avis –al menos en ciertos aspectos– dentro del panorama del cine estadounidense actual.

      Esta formación inicial de Anderson como cineasta se ha construido básicamente como apasionado espectador de cine. Es algo, no obstante, que comparte con algunos compañeros de generación, si bien en la mayoría de ellos aquélla está vinculada principalmente a un tipo de cine muy concreto, normalmente el de género: ejemplo paradigmático sería el de Quentin Tarantino, en relación sobre todo a los subgéneros. Los referentes de Anderson han estado más diversificados. Iremos viendo cómo en su todavía corta filmografía se reúnen referencias tan diversas como el cine de género clásico, cineastas europeos como Jean-Pierre Melville, François Truffaut o Jacques Tati, y especialmente los directores estadounidenses que surgen a finales de los sesenta y empiezan a destacar en la década siguiente, como Robert Altman, Martin Scorsese o Jonathan Demme, junto a otros más olvidados hoy, como Robert Downey, sr.

      Afortunadamente, las influencias cinematográficas apreciables en su obra no adquieren nunca el carácter de formularia cita autocomplaciente sino que están perfectamente subsumidas en el proceso de creación, de forma discreta pero mucho más productiva que en otros directores de la actualidad. En este sentido –y no sólo en éste, como veremos– Paul Thomas Anderson está más cerca de realizadores cinéfilos como Martin Scorsese o Paul Schrader que de otros como Brian de Palma o el mencionado Tarantino. Estas referencias cinéfilas contribuyen a enriquecer sensiblemente su obra sin perder el carácter de expresión idiosincrásica; son asumidas personalmente, más allá de mimetismos estériles, a veces incluso adquiriendo un sentido muy diverso al de la obra de origen. Hasta el momento, uno de los rasgos definitorios de la carrera de Anderson reside en la circunstancia de que cada una de sus películas se ha constituido en una obra verdaderamente genuina, con una personalidad única, vinculadas todas ellas, como no puede ser de otra forma, al cine de sus contemporáneos y al de los maestros del director, pero que, examinadas en profundidad, realmente construyen su propio universo y sus propios rasgos de estilo, virtud que ya era apreciable desde su primer largometraje y que no ha hecho sino intensificarse con cada nuevo proyecto, lo que ha contribuido poderosamente a convertir a Anderson en uno de los crea-dores fundamentales del cine de los últimos años.

      Veamos, a continuación, la influencia de los cineastas que probablemente han tenido más peso en su obra.

      Robert Altman

      En efecto, son Boogie Nights y Magnolia las películas más en deuda con el cine de Altman: es significativo que mientras en Sydney el montaje es responsabilidad de Barbara Tulliver, montadora asociada al cine de David Mamet –otra de las referencias del cine de Anderson–, el montador de estas dos películas es Dylan Tichenor, que ya había sido coordinador de posproducción en Sydney y ayudante de montaje en varias películas de Altman: El juego de Hollywood (The Player, 1991), Vidas cruzadas, Pret-a-porter (Prêt-a-Porter, 1994) o Kansas City (1996). El cambio es revelador: Sydney está más cerca de la narración lineal, aunque no exenta de múltiples encrucijadas, de Mamet, frente a la narrativa más quebrada y coral característica tanto del cine de Altman como de Boogie Nights y Magnolia.

      Si bien es cierto que las estrategias narrativas de estas dos últimas películas remiten a la obra del director de Tres mujeres, no lo es menos que tales estrategias asumen en ambos cineastas intenciones bien diferentes. La obra de Altman supone una puesta en cuestión continua del modelo de representación institucionalizado por el cine de Hollywood, mientras que Anderson es un director cuyas estructuras, analizadas profundamente, son mucho más clásicas, a pesar de lo que pueda parecer en un principio y de que la evolución de su carrera parece dirigirse progresivamente hacia una heterodoxia apreciable no sólo en la forma final –resultado de las múltiples transformaciones a que son sometidas sus premisas clásicas– sino también en las estructuras más esenciales de sus obras.

      Veamos el que seguramente es el más obvio punto de contacto entre ambos, la tendencia a lo coral tan presente en el cine de Altman y en las mencionadas Boogie Nights y Magnolia, tendencia que curiosamente adquiere sentidos casi opuestos en ambos cineastas. Frente a la inclinación centrífuga del cine de Robert Altman, en relación al punto de vista privilegiado propio del clasicismo, es patente la búsqueda de una unidad estructural y narrativa en Anderson: en Boogie Nights, la cohesión del relato la proporciona el personaje protagonista, Dirk Diggler, hilo conductor de toda la trama –en este sentido, Boogie Nights está más cerca de El juego de Hollywood, donde la narración gira alrededor del personaje interpretado por Tim Robbins, que de Nashville o Vidas cruzadas, las influencias altmanianas mencionadas por Anderson–, mientras que en Magnolia es la propia narración, que podríamos calificar como convergente, tanto de los diferentes personajes como de las historias que protagonizan, la instancia cohesionadora y la que se encarga de establecer los nexos tanto de unos como de otras, dinámica opuesta a la habitual dispersión de Altman, en cuya obra el fluir del relato es más caótico y abierto a la improvisación.

      De forma menos aparente, al margen de las narraciones corales, se dan otros puntos de contacto entre Anderson y Altman: el director de El largo adiós ha asentado buena parte de su obra sobre diversas variaciones de las nociones del espectáculo y la representación –centrándose en algunos de sus ámbitos privilegiados: la música country en Nashville, una representación de las gestas del oeste en Buffalo Bill y los indios (Buffalo Bill and the Indians, or Sitting Bull’s History Lesson, 1976), una boda en Un día de boda (A Wedding, 1978), la política y la televisión en la serie Tanner’88 (1988), el cine en El juego de Hollywood, la moda en Pret-a-Porter, una compañía de danza en The Company (2003), el mundo de la radio en El último show (A Prairie Home Companion. 2006) e incluso la dinámica de los roles sociales en Gosford Park (2001)–, concepto clave en la obra del cineasta angelino, como luego tendré oportunidad de analizar más en profundidad.

      No parece casualidad, en este sentido, la recurrencia en ambos cineastas de algún personaje –o instancia narrativa, como El Narrador de Magnolia– que hace las veces de demiurgo en el interior del relato, traslación diegética de la figura del director: en el cine de Altman, recordemos personajes que fabrican a su conveniencia su propia puesta en escena como el –durante casi toda la trama oculto– Terry Lennox de El largo adiós, el protagonista de Buffalo Bill y los indios, la organizadora de la ceremonia en Un día de boda o el presentador del programa de El último show; o incluso detalles como los mensajes del megáfono en M*A*S*H (1970) o la furgoneta que a lo largo de la película transmite diversas proclamas políticas en Nashville, entre otros muchos ejemplos. En el caso de Anderson, son habituales las figuras que intentan controlar la realidad a su antojo, que escenifican una representación que confunden con la realidad: así, su primera película muestra cómo Sydney levanta СКАЧАТЬ