Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) (Active TOC) (AtoZ Classics). Артур Конан Дойл
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      El otro día -el jueves, para ser más precisos- almorzó con nosotros el doctor Mortimer. Ha realizado excavaciones en un túmulo funerario de Long Down y está muy contento por el hallazgo de un cráneo prehistórico. ¡No ha habido nunca un entusiasta tan resuelto como él! Los Stapleton se presentaron después, y el bueno del doctor nos llevó a todos al paseo de los Tejos, a petición de Sir Henry, para mostrarnos exactamente cómo sucedió la tragedia aquella noche aciaga. El paseo de los Tejos es un camino muy largo y sombrío entre dos altas paredes de seto recortado, con una estrecha franja de hierba a ambos lados. En el extremo más distante se halla un pabellón de verano, viejo y ruinoso. A mitad de camino está el portillo que da al páramo, donde el anciano caballero dejó caer la ceniza de su cigarro puro. Se trata de un portillo de madera, pintado de blanco, con un pestillo. Del otro lado se extiende el vasto páramo. Yo me acordaba de su teoría de usted y traté de imaginar todo lo ocurrido. Mientras Sir Charles estaba allí vio algo que se acercaba atravesando el páramo, algo que le aterrorizó hasta el punto de hacerle perder la cabeza, por lo que corrió y corrió hasta morir de puro horror y agotamiento. Teníamos delante el largo y melancólico túnel de césped por el que huyó. Pero, ¿de qué? ¿De un perro pastor del páramo? ¿O de un sabueso espectral, negro, enorme y silencioso? ¿Hubo intervención humana en el asunto? ¿Acaso Barrymore, tan pálido y siempre vigilante, sabe más de lo que contó? Todo resulta muy confuso y vago, pero siempre aparece detrás la oscura sombra del delito.

      Desde la última vez que escribí he conocido a otro de los habitantes del páramo. Se trata del señor Frankland, de la mansión Lafter, que vive a unos seis kilómetros al sur de nosotros. Es un caballero anciano de cabellos blancos, rubicundo y colérico. Le apasionan las leyes británicas y ha invertido una fortuna en pleitear. Lucha por el simple placer de enfrentarse con alguien, y está siempre dispuesto a defender los dos lados en una discusión, por lo que no es sorprendente que pleitear le haya resultado una diversión costosa. En ocasiones cierra un derecho de paso y desafía al ayuntamiento para que le obligue a abrirlo. En otros casos rompe con sus propias manos el portón de otro propietario y afirma que desde tiempo inmemorial ha existido allí una senda, por lo que reta al propietario a que lo lleve a juicio por entrada ilegal. Es un erudito en el antiguo derecho señorial y comunal, y unas veces aplica sus conocimientos en favor de los habitantes de Fernworthy y otras en contra, de manera que periódicamente lo llevan a hombros en triunfo por la calle mayor del pueblo o lo queman en efigie, de acuerdo con su última hazaña. Se dice que en el momento actual tiene entre manos unos siete pleitos que, probablemente, se tragarán lo que le resta de fortuna, por lo que se quedará sin aguijón y será inofensivo en el futuro. Aparte de las cuestiones jurídicas parece una persona cariñosa y afable y sólo hago mención de él porque usted insistió en que le enviara una descripción de todas las personas que nos rodean. En el momento actual su ocupación es bien curiosa ya que, por su afición a la astronomía, dispone de un excelente telescopio con el que se tumba en el tejado de su casa y escudriña el páramo de la mañana a la noche con la esperanza de ponerle la vista encima al preso escapado. Si consagrara a esto la totalidad de sus energías las cosas irían a pedir de boca, pero se rumorea que tiene intención de pleitear contra el doctor Mortimer por abrir una tumba sin el consentimiento de los parientes más próximos del difunto, dado que extrajo un cráneo neolítico del túmulo funerario de Long Down. Contribuye sin duda a alejar de nuestras vidas la monotonía y nos proporciona pequeños intermedios cómicos de los que estamos muy necesitados.

      Y ahora, después de haberle puesto al día sobre el preso fugado, sobre los Stapleton, el doctor Mortimer y el señor Frankland de la mansión Lafter, permítame que termine con lo más importante y vuelva a hablarle de los Barrymore y en especial de los sorprendentes acontecimientos de la noche pasada.

      Antes de nada he de mencionar el telegrama que envió usted desde Londres para asegurarse de que Barrymore estaba realmente aquí. Ya le expliqué que el testimonio del administrador de correos invalida su estratagema, por lo que carecemos de pruebas en un sentido u otro. Expliqué a Sir Henry cuál era la situación e inmediatamente, con su franqueza característica, hizo llamar a Barrymore y le preguntó si había recibido en persona el telegrama. Barrymore respondió que sí.

      —¿Se lo entregó el chico en propia mano? —preguntó Sir Henry.

      Barrymore pareció sorprendido y estuvo pensando unos momentos.

      —No —dijo—; me hallaba en el ático en aquel momento y me lo trajo mi esposa.

      —¿Lo contestó usted mismo?

      —No; le dije a mi esposa cuál era la respuesta y ella bajó a escribirla.

      Por la noche fue el mismo Barrymore quien sacó el tema.

      —No consigo entender el objeto de su pregunta de esta mañana, Sir Henry —dijo—. Espero que no signifique que mi comportamiento le ha llevado a perder su confianza en mí.

      Sir Henry le aseguró que no era ése el caso y lo aplacó regalándole buena parte de su antiguo vestuario, dado que había llegado ya el nuevo equipo encargado en Londres.

      La señora Barrymore me interesa mucho. Es una mujer corpulenta, no demasiado brillante, muy respetuosa y con inclinación al puritanismo. Es difícil imaginar una persona menos propensa, en apariencia, a excesos emotivos. Y, sin embargo, tal como ya le he contado a usted, la oí sollozar amargamente durante nuestra primera noche aquí y desde entonces he observado en más de una ocasión huellas de lágrimas en su rostro. Alguna honda aflicción le desgarra sin tregua el corazón. A veces me pregunto si la obsesiona el recuerdo de alguna culpa y en otras ocasiones sospecho que Barrymore puede ser un tirano en el seno de su familia. Siempre he tenido la impresión de que había algo singular y dudoso en el carácter de este hombre, pero la aventura de la noche pasada ha servido para dar cuerpo a mis sospechas.

      Y, sin embargo, podría parecer una cuestión de poca importancia. Usted sabe que nunca he dormido a pierna suelta, pero desde que vivo en guardia en esta casa tengo el sueño más ligero que nunca. Anoche, a eso de las dos de la madrugada, me despertaron los pasos sigilosos de alguien que cruzaba por delante de mi habitación. Me levanté, abrí la puerta y miré. Una larga sombra negra se deslizaba por el corredor, producida por un hombre que avanzaba en silencio con una vela en la mano. Se cubría tan sólo con la camisa y los pantalones e iba descalzo. No pude ver más que su silueta, pero su estatura me indicó que se trataba de Barrymore. Caminaba muy despacio y tomando muchas precauciones, y había un algo indescriptiblemente culpable y furtivo en todo su aspecto.

      Ya le he explicado que el corredor queda interrumpido por la galería que rodea la gran sala, pero que continúa por el otro lado. Esperé a que Barrymore se perdiera de vista y luego lo seguí. Cuando llegué a la galería ya estaba al final del otro corredor y, gracias al resplandor de la vela a través de una puerta abierta, vi que había entrado en una de las habitaciones. Ahora bien, todas esas habitaciones carecen de muebles y están desocupadas, de manera que aquella expedición resultaba todavía más misteriosa. La luz brillaba con fijeza, como si Barrymore se hubiera inmovilizado. Me deslicé por el corredor lo más silenciosamente que pude hasta asomarme apenas por la puerta abierta.

      Barrymore, agachado junto a la ventana, mantenía la vela pegada al cristal. Su rostro estaba vuelto a medias hacia mí y sus facciones manifestaban la tensión de la espera mientras escudriñaba la negrura del páramo. Por espacio de varios minutos mantuvo la intensa vigilancia. Luego dejó escapar un hondo gemido y con un gesto de impaciencia apagó la vela. Yo regresé inmediatamente a mi habitación y muy poco después volví a oír los pasos sigilosos en su viaje de regreso. Mucho más tarde, cuando estaba hundiéndome ya en un sueño ligero, oí cómo una llave giraba en una cerradura, pero me fue imposible precisar de dónde procedía el ruido. No soy capaz de adivinar el significado de lo sucedido, pero sin duda en esta casa tan melancólica está en marcha algún asunto secreto que, más pronto o más tarde, terminaremos por descubrir. СКАЧАТЬ