Un Trono para Las Hermanas . Морган Райс
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СКАЧАТЬ asintió.

      Aquel pensamiento añadió un poco más de miedo, pero Sofía sabía que su hermana, siempre práctica, tenía razón.

      Las dos se levantaron a la vez, guardándose los pasteles que sobraban en la cintura. Sofía estaba mirando alrededor en busca de ropa, cuando notó que Catalina le tocaba el brazo. Siguió su mirada y lo vio: un tendedero, encima de un tejado. Nadie lo vigilaba.

      «Por supuesto que no» —se dio cuenta con alivio. A fin de cuentas, ¿quién vigilaría un tendedero?

      Aún así, Sofía notaba cómo el corazón palpitaba mientras trepaban a otro tejado. Las dos se detuvieron, miraron alrededor y, a continuación, recogieron la cuerda del mismo modo que un pescador podría haber recogido una cuerda de pescar.

      Sofía robó un vestido de lana verde, junto con unas enaguas color crema que probablemente era lo que podría llevar puesto la esposa de un granjero, pero aún así era extremadamente valioso para ella. Para su sorpresa, su hermana escogió una camiseta, unos calzones y una camisola, lo que le daba más aspecto de chico de pelo pincho que de la chica que era.

      —Catalina —se quejó Sofía—. ¡No puedes corretear por ahí con ese aspecto!

      Catalina encogió los hombros.

      —Se supone que ninguna de las dos debe tener este aspecto. ¿Por qué no puedo ir cómoda?

      En parte era cierto. Las leyes suntuarias acerca de lo que podía o no podía llevar cada grado de la sociedad eran claras, los abandonados y los contratados como esclavos. Allí estaban ellas, quebrantando otra ley, abandonando sus harapos, lo único que se les permitía llevar puesto y vistiendo por encima de sus posibilidades.

      —De acuerdo —dijo Sofía—. No voy a discutir. Además, tal vez esto confundirá a cualquiera que esté buscando a dos chicas —dijo riendo.

      —Yo no parezco un chico —dijo bruscamente Catalina con evidente indignación.

      Sofía sonrió al escuchar eso. Rescataron sus pasteles, los metieron en sus nuevos bolsillos y, juntas, se fueron.

      Era más difícil sonreír ante la siguiente parte; quedaban muchas cosas por hacer si realmente querían sobrevivir. Para empezar, tenían que encontrar refugio y, a continuación, calcular qué iban a hacer, dónde iban a ir.

      «Una cosa a la vez» —se recordó a sí misma.

      Salieron de nuevo hacia las calles y, esta vez, era Sofía la que marcaba el camino, intentando encontrar una ruta a través de la zona más pobre de la ciudad, que para su gusto todavía estaba demasiado cerca del orfanato.

      Vio una serie de casas quemadas más adelante, que evidentemente no se habían recuperado de uno de los incendios que a veces se propagaban por la ciudad cuando el río estaba bajo. Sería un lugar peligroso en el que descansar.

      Aún así, Sofía se dirigió hacia ellas.

      Catalina le lanzó una mirada de asombro, escéptica.

      Sofía encogió los hombros.

      «Peligroso es mejor que nada en absoluto» —envió.

      Se acercaron con cautela y, justo cuando Sofía sacó la cabeza por la esquina, se sobresaltó cuando dos tipos salieron de entre los escombros. Aparecieron tan sucios por el hollín de estar entre los restos carbonizados que, por un instante, Sofía pensó que habían estado en el incendio.

      —¡Fuera! ¡Dejad en paz nuestro trozo!

      Uno de ellos fue corriendo hacia Sofía y esta chilló al dar un paso atrás involuntariamente. Parecía que Catalina podía ponerse a pelear, pero entonces el otro tipo sacó un puñal que brillaba mucho más que cualquier cosa que hubiera allí.

      —¡Esto nos pertenece! ¡Buscad vuestra propia ruina o os desangraré!

      Entonces las hermanas se pusieron a correr, poniendo toda la distancia que pudieron entre ellas y la casa. A cada paso, Sofía estaba segura de que podía oír los pasos de matones armados con cuchillos, o de los vigilantes o de las monjas, por algún lugar detrás de ellas.

      Anduvieron hasta que les dolieron las piernas y la tarde se hizo demasiado oscura. Por lo menos, les consolaba que a cada paso estaban un paso más lejos del orfanato.

      Finalmente, se acercaron a una parte de la ciudad que era algo mejor. Por alguna razón, a Catalina se le iluminó la cara al verlo.

      —¿Qué pasa? —preguntó Sofía.

      —La biblioteca del centavo —respondió su hermana—. Nos podemos meter allí dentro. A veces me escapo, cuando las monjas nos mandan a hacer recados y el bibliotecario me deja entrar aunque no tenga el centavo para pagarle.

      Sofía no tenía muchas esperanzas de encontrar ayuda allí, pero lo cierto era que ella no tenía ideas mejores. Dejó que Catalina la guiara y se dirigieron a un lugar concurrido, donde los prestamistas se mezclaban con los abogados e incluso había unos cuantos carruajes mezclados con caballos y transeúntes normales.

      La biblioteca era uno de los edificios más grandes de allí. Sofía conocía la historia: uno de los nobles de la ciudad había decidido educar a los pobres y dejó parte de su fortuna para construir el tipo de biblioteca que la mayoría simplemente mantenía guardada bajo llave en sus casas de campo. Evidentemente, el hecho de cobrar un centavo todavía quería decir que los más pobres no podían visitarla. Sofía nunca había tenido un centavo. Las monjas no veían ninguna razón por la que dar dinero a las que estaban a su cargo.

      Ella y Catalina se acercaron a la entrada y vio a un hombre de edad avanzada allí sentado, de aspecto tierno vestido con ropa un poco gastada que, evidentemente, era tanto el guardia como el bibliotecario. Para sorpresa de Sofía, sonrió mientras ellas se acercaban. Sofía nunca había visto a nadie feliz por ver a su hermana.

      —La joven Catalina —dijo—. Hacía tiempo que no venías por aquí. Y has traído una amiga. Pasad, pasad. No me interpondré en el conocimiento. Puede que el hijo del Conde Varrish pusiera un centavo como impuesto al conocimiento, pero el viejo conde nunca creyó en ello.

      Parecía sincero, pero Catalina ya estaba negando con la cabeza.

      —Eso no es lo que necesitamos, Godofredo —dijo Catalina—. Mi hermana y yo… nos escapamos del orfanato.

      Sofía notó la conmoción en el rostro del anciano.

      —No —dijo—. No, podéis hacer una estupidez así.

      —Ya está hecho —dijo Sofía.

      —Entonces no podéis estar aquí —insistió Godofredo—. Si viene el guardia y os encuentra aquí conmigo, podría suponer que yo tengo algo que ver con esto.

      Sofía se hubiera ido en aquel momento, pero parecía que Catalina todavía lo quería intentar.

      —Por favor, Godofredo —dijo Catalina—. Yo necesito…

      —Tenéis que regresar —dijo Godofredo—. Suplicar el perdón. Me da pena vuestra situación, pero esta es la situación que el destino os ha dado. Volved antes de que os atrape СКАЧАТЬ