Un Trono para Las Hermanas . Морган Райс
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Читать онлайн книгу Un Trono para Las Hermanas - Морган Райс страница 6

СКАЧАТЬ su mano de nuevo y tiró de Sofía para que subiera; y de nuevo empezaron a correr –esta vez sobre los tejados.

      Catalina siguió por un agujero que llevaba a otro tejado, saltando sobre el techo de paja como si no le preocupara el peligro de atravesarlo. Sofía la siguió, reprimiendo la necesidad de chillar cuando casi resbaló y brincando después con su hermana hacia una sección baja, donde una docena de chimeneas escupían humo de un horno que había debajo.

      Catalina intentó correr de nuevo pero Sofía, al darse cuenta de la oportunidad, la agarró y tiró de ella hasta el tejado de paja, escondiéndose entre los montones.

      «Espera» —envió.

      Ante su asombro, Catalina no protestó. Miró alrededor mientras estaban agachadas en la parte plana del tejado, sin hacer caso del calor que subía de los fuegos de abajo y vio lo escondidas que estaban. El humo nublaba casi todo lo que estaba a su alrededor, metiéndolas dentro de una niebla que las escondía. Allá arriba parecía una segunda ciudad, con cuerdas para la ropa, banderas y banderines que las cubrían todo lo que podían desear. Si se quedaban quietas, era imposible que alguien las pudiera localizar aquí. Nadie sería tan estúpido tampoco como para arriesgarse a pisar la paja.

      Sofía miró alrededor. A su manera, había paz allá arriba. Había lugares en los que las casas estaban tan cerca que los vecinos se tocaban si alargaban los brazos y, más lejos, Sofía vio que vaciaban un orinal en la calle. Nunca había tenido la ocasión de ver la ciudad desde este ángulo, las torres del clero y los fabricantes de licores, los guardianes del reloj y los hombres sabios que sobresalían del resto, el palacio situado dentro de su propio anillo de muros como si fuera un carbúnculo brillante sobre la piel de todo lo demás.

      Se encorvó allí con su hermana, rodeando a Catalina con los brazos y esperaron a que los ruidos de la persecución pasaran de largo allá abajo.

      Quizás, solo quizás, encontrarían una salida.

      CAPÍTULO TRES

      La mañana se fundió en la tarde antes de que Sofía y Catalina se atrevieran a salir de su escondite. Tal y como Sofía había pensado, nadie había osado trepar hasta los tejados en su busca y, aunque los ruidos de la persecución se habían acercado, nunca lo habían hecho lo suficiente.

      Ahora, parecía que se habían desvanecido completamente.

      Catalina se asomó y miró hacia abajo, a la ciudad. El bullicio de la mañana había desaparecido, sustituido por un ritmo y una multitud más relajados.

      —Tenemos que bajar de aquí —susurró Sofía a su hermana.

      Catalina asintió.

      —Me muero de hambre.

      Sofía lo comprendía. Hacía rato que se habían terminado la manzana robada y el hambre también empezaba a roer en su estómago.

      Bajaron hasta la calle y Sofía seguía mirando alrededor mientras lo hacían. Aunque los ruidos de la gente que las perseguía habían desaparecido, una parte de ella estaba convencida de que alguien se les echaría encima en el momento en el que tocaran el suelo.

      Caminaban lenta y cuidadosamente por las calles, intentando ocultarse todo lo que podían. Pero era imposible evitar a la gente en Ashton, simplemente porque había demasiada. Las monjas no se habían molestado en enseñarles el aspecto del mundo, pero Sofía había oído hablar de que había ciudades más grandes más allá de los Estados Mercantes.

      Ahora mismo, costaba creerlo. Había gente allá donde mirara, aunque la mayoría de la población de la ciudad ahora mismo debía estar dentro, trabajando duro. Había niños jugando en la calle, mujeres que iban y venían de los mercados y de las tiendas, obreros que llevaban herramientas y escaleras. Había tabernas y teatros, tiendas que vendían café de las tierras recientemente descubiertas más allá del Océano Espejo, bares en los que a la gente parecía interesarle casi tanto hablar como comer. Apenas podía creer que veía gente riendo, felices, tan despreocupados, pasando el tiempo ociosos y disfrutando. Apenas podía creer que un mundo así pudiera incluso existir. Era un contraste impactante con el silencio y la obediencia obligatoria del orfanato.

      «Hay mucho» —envió Sofía a su hermana, observando los puestos de comida que había por todas partes, sintiendo cómo crecía su dolor de estómago a cada olor que pasaban.

      Catalina dio una mirada a su alrededor. Escogió uno de los bares y avanzó hacia él con cuidado, mientras la gente que había fuera se reían de un aspirante a filósofo que intentaba argumentar cuánto del mundo era realmente posible conocer.

      —Te sería más fácil si estuvieras borracho —interrumpió uno de ellos.

      Otro se giró hacia Sofía y Catalina mientras estas se acercaban. Se podía palpar la hostilidad.

      —Aquí no queremos a los de vuestra clase —se burló—. ¡Fuera!

      Esta pura rabia era más de lo que Sofía había esperado. Aún así, volvió arrastrando los pies hasta la calle, tirando de Catalina para que su hermana no hiciera nada de lo que se pudieran arrepentir. Puede que se le hubiera caído el atizador en algún lugar mientras escapaban de la multitud, pero sin duda su mirada decía que quería darle golpes a algo.

      Entonces no les quedó elección: tendrían que robar su comida. Sofía había tenido esperanzas de que alguien pudiera mostrarles caridad. Pero ella sabía que el mundo no funcionaba así.

      Ambas se dieron cuenta de que era el momento de usar sus talentos, asintiendo la una a la otra en silencio y a la vez. Se colocaron una a cada lado de un callejón y ambas observaban y esperaban mientras una panadera trabajaba. Sofía esperó hasta que la panadera pudo leer sus pensamientos y, entonces, le dijo lo que quería escuchar.

      «Oh, no» —pensó la panadera—. ¿Cómo los pude olvidar dentro?»

      Apenas la panadera hubo tenido este pensamiento Sofía y Catalina se pusieron enseguida en acción, corriendo a toda prisa en el segundo en que la mujer les dio la espalda para entrar a por los bollos. Se movieron con rapidez, cada una agarró una brazada de pasteles, los suficientes como para llenar sus barrigas hasta casi explotar.

      Las dos se agacharon detrás de un callejón y comieron vorazmente. Pronto, Sofía sintió que tenía la barriga llena, una sensación extraña y agradable, y una que jamás había tenido. La Casa de los Abandonados no creía en alimentar a sus cargas más que un mínimo esencial.

      Ahora se reía mientras Catalina intentaba meterse un pastel entero en la boca.

      «¿Qué pasa?» requirió su hermana.

      «Solo que me gusta verte feliz» respondió Sofía.

      No estaba segura de cuánto duraría esa felicidad. Estaba alerta a cada paso por si pudiera haber cazadores tras ellas. El orfanato no querría esforzarse más de lo que valían sus contratos en recuperarlas, pero ¿quién sabía cuando se trataba de las ansias de venganza de las monjas? Como poco, debían mantenerse alejadas de los centinelas y no solo porque hubieran escapado.

      Al fin y al cabo, en Ashton colgaban a los ladrones.

      «Tenemos que dejar de parecer huérfanas que se han escapado o nunca podremos caminar por la ciudad sin que la gente se nos quede mirando e intenten atraparnos».

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