Un Trono para Las Hermanas . Морган Райс
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СКАЧАТЬ las mesas nobles con elegancia, pero lo cierto era que Catalina no estaba hecha para eso. Era demasiado baja y demasiado musculosa para el tipo de feminidad elegante que las monjas tenían en mente. Existía una razón por la que ella llevaba el pelo corto, cortado como a hachazos. En el mundo ideal, donde ella era libre para escoger, anhelaba ser la aprendiz de un forjador o, quizás, de uno de los grupos de actores que trabajaban en la ciudad –o tal vez incluso la oportunidad de unirse al ejército como hacían los chicos. Esta elegante manera de servir era el tipo de lección de la que su hermana, con su sueño de aristocracia, hubiera disfrutado –pero ella no.

      Como si el pensamiento la hubiera llamado, de repente Catalina gritó al oír la voz de su hermana en su mente. Sin embargo, dudó; su talento no siempre era tan fiable.

      Pero entonces vino de nuevo y entonces también lo acompañaba el sentimiento que había detrás de él.

      «¡Catalina, el patio! ¡Ayúdame!»

      Catalina podía notar el miedo.

      Se alejó bruscamente de la monja, de manera involuntaria y, al hacerlo, derramó la jarra de agua por el suelo de piedra.

      —Lo siento —dijo—. Tengo que irme.

      La Hermana Yvaina todavía estaba mirando fijamente al agua.

      —¡Catalina, limpia eso enseguida!

      Pero Catalina ya estaba corriendo. Probablemente después le darían una paliza por ello, pero ya le habían dado una paliza antes. No significaba nada. Ayudar a la única persona en el mundo que le importaba sí.

      Corría por el orfanato. Conocía el camino, pues había aprendido cada uno de los giros y vueltas de aquel lugar durante años desde que la abandonaron aquí aquella noche horrible. Tarde de noche, también escapaba de los incesantes ronquidos y del hedor del dormitorio cuando podía, para disfrutar del lugar en la oscuridad cuando era la única que estaba despierta, cuando el único ruido era el tañido de las campanas de la ciudad, y descubría cada recoveco de sus paredes. Tenía la sensación de que un día lo necesitaría.

      Y ahora lo necesitaba.

      Catalina escuchaba el sonido de su hermana, peleando y pidiendo ayuda. Por instinto, se agachó para entrar en una habitación, agarró un atizador de la chimenea y continuó. Lo que haría con él no lo sabía.

      Irrumpió en el patio y el corazón se le cayó al suelo al ver que dos chicos sujetaban a su hermana mientras otro hurgaba torpemente en su vestido.

      Catalina sabía exactamente lo que tenía que hacer.

      Una furia primaria la abrumó, una rabia que no podía controlar aunque lo quisiera, y Catalina fue a toda prisa hacia delante con un rugido, balanceando el atizador hacia la cabeza del primer chico. Cuando Catalina golpeó, él se giró, así que el golpe no fue tan bueno como ella quería, pero fue suficiente para tumbarlo mientras se cogía con fuerza el lugar donde le había golpeado.

      Atacó a otro, alcanzándole la rodilla mientras se ponía de pie y haciéndolo caer. Golpeó al tercero en la barriga, hasta que desfalleció.

      Continuó golpeando, pues no quería dar tiempo a los chicos para que se recuperaran. Había estado en muchas peleas durante sus años en el orfanato y sabía que no podía fiarse ni del tamaño ni de la fuerza. La rabia era lo único que la podía ayudar a superarlo. Y, afortunadamente, eso le sobraba.

      Golpeó y golpeó hasta que los chicos se retiraron. Puede que los hubieran preparado para unirse al ejército, pero los Hermanos Enmascarados de su bando no les enseñaban a luchar. Eso hubiera hecho que fueran muy difíciles de controlar. Catalina golpeó a uno de los chicos en la cara y, a continuación, se giró para golpear a otro en el hombro con un chasquido de hierro sobre hueso.

      —Levántate —le dijo a su hermana, tendiéndole la mano—. ¡Levántate ya!

      Su hermana se levantó aturdida, tomando la mano de Catalina como si, por una vez, fuera ella la hermana pequeña.

      Catalina salió corriendo y su hermana corrió con ella. Sofía parecía volver en sí mientras corrían, algo de su antigua seguridad parecía volver mientras corrían por los pasillos del orfanato.

      Catalina escuchaba gritos tras ellas, de los chicos o de las monjas o de ambos. No le preocupaba. Sabía que no había otra salida para escapar.

      —No podemos volver —dijo Sofía—. Tenemos que dejar el orfanato.

      Catalina asintió. Algo así no les supondría solo una paliza como castigo. Pero entonces Catalina recordó.

      —Entonces, vayámonos —respondió Catalina corriendo—. Pero primero tengo que…

      —No —dijo Sofía—. No hay tiempo. Déjalo todo. Lo que debemos hacer es irnos.

      Catalina negó con la cabeza. Había algunas cosas que no se podían dejar atrás.

      Así que, fue corriendo en dirección al dormitorio, sin soltar el brazo de Sofía para que esta la siguiera.

      El dormitorio era un lugar deprimente, con unas camas que eran poco más que unos listones de madera que sobresalían de la pared como estanterías. Catalina no era tan estúpida como para poner nada importante en el pequeño baúl que estaba a los pies de su cama, donde cualquiera podía robarlo. En su lugar, se dirigió hacia una grieta que había entre dos tablas del suelo, agitándolas con los dedos hasta que una se levantó.

      —Catalina —Sofía resopló y jadeó, mientras cogía aire—, no hay tiempo.

      Catalina negó con la cabeza.

      —No lo dejaré aquí.

      Sofía tenía que saber lo que había venido a buscar; el único recuerdo que tenía de aquella noche, de su antigua vida.

      Finalmente, el dedo de Catalina se agarró al metal y levantó el medallón limpiándolo para que brillara en la tenue luz.

      Cuando era niña, estaba segura de que era oro de verdad; una fortuna esperando a ser gastada Cuando se hizo más mayor, había entendido que era una aleación más barata, pero para entonces, ya tenía mucho más valor que el oro para ella de todos modos. La miniatura de dentro, de una mujer que sonreía mientras un hombre tenía la mano encima de su hombro, era lo más cercano que tenía a un recuerdo de sus padres.

      Catalina normalmente no lo llevaba puesto por miedo a que una de las otras niñas, o las monjas, se lo quitaran. Ahora, se lo metió dentro del vestido.

      —Vámonos —dijo.

      Corrieron hacia la puerta del orfanato, que supuestamente siempre estaba abierta porque la Diosa Enmascarada se había encontrado las puertas cerradas cuando visitó el mundo y había condenado a los que estaban dentro. Catalina y Sofía corrieron por los giros y vueltas de los pasillos, hasta salir al vestíbulo, mirando alrededor por si las perseguían.

      Catalina los escuchaba, pero ahora mismo solo había la hermana que normalmente estaba al lado de la puerta: una mujer voluminosa que se movió para bloquearles el camino incluso mientras las dos se acercaban. Catalina se puso colorada al recordar inmediatamente todos los años de palizas que había recibido de sus manos.

      —Aquí estáis —dijo en un tono severo—. СКАЧАТЬ