Un Trono para Las Hermanas . Морган Райс
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СКАЧАТЬ se encogió de dolor al notar el impacto del cinturón al dar un chasquido. Apretó los dientes. ¿Cuántas veces la habían golpeado las hermanas en su vida? ¿Por hacer lo incorrecto o por no hacer lo correcto con la suficiente rapidez? ¿Por ser lo suficientemente hermosa como para que eso constituyera un pecado en y por sí mismo? ¿Por tener el pelo rojo de una persona problemática?

      Ay, si conocieran su talento. Se estremecía al pensarlo. Pues en ese momento, la hubieran golpeado hasta la muerte.

      —¿Me estás ignorando, niña estúpida? —exigió la monja. Golpeó una y otra vez—. ¡Arrodillaos de cara a la pared, todas!

      Esa era la peor parte: no importaba para nada que lo hicieras todo bien. Las monjas golpeaban a todas las chicas por los errores de una.

      —Se os tiene que recordar —dijo bruscamente la Hermana O’Venn, mientras Sofía oía chillar a una chica—lo que sois. Dónde estáis. —Otra chica gimoteó cuando la correa de cuero le golpeó la carne—. Sois las hijas que nadie quiso. Sois propiedad de la Diosa Enmascarada, quien os dio un hogar por su gracia.

      Daba vueltas por la sala y Sofía sabía que ella sería la última. La idea era hacerla sentir culpable del dolor de las demás y darles tiempo a ellas por causarles esto, antes de recibir su castigo.

      El castigo que estaba esperando arrodillada.

      Cuando podía simplemente marcharse.

      Ese pensamiento le venía de forma tan espontánea a Sofía que debía comprobar que no se lo enviaba de algún modo su hermana pequeña, o que no lo cogía de alguna de las otras. Ese era el problema con un talento como el suyo: venía cuando quería, no cuando lo llamaban. Pero parecía que el pensamiento realmente era suyo… y aun más, era cierto.

      Era mejor arriesgarse a morir que quedarse aquí un día más.

      Por supuesto, si se atrevía a marcharse, el castigo sería peor. Siempre encontraban un modo de hacerlo peor. Sofía había viso chicas morir de hambre durante días por haber robado o haberse resistido, haber sido obligadas a permanecer de rodillas, haberlas golpeado cuando intentaban dormir.

      Pero a ella ya no le preocupaba. Algo en su interior había cruzado la línea. El miedo no podía afectarla, porque de todas formas era abrumado por el miedo de lo que sucedería pronto.

      Al fin y al cabo, hoy cumplía diecisiete años.

      Ahora era lo suficientemente mayor para devolver sus años de “cuidado” a manos de las hermanas –para ser contratada y vendida como el ganado. Sofía sabía lo que les pasaba a las huérfanas que alcanzaban la mayoría de edad. Comparado con eso, no había paliza que importara.

      De hecho, había estado dándole vueltas en su mente durante semanas. Temiendo este día, su cumpleaños.

      Y ahora había llegado.

      Para su propia sorpresa, Sofía actuó. Se levantó sin sobresaltos y miró alrededor. La atención de la monja estaba en otra chica, a la que azotaba violentamente, así que solo le costó un momento escabullirse hasta la puerta en silencio. Probablemente las otras chicas ni se habían dado cuenta, o si lo hicieron, estaban demasiado asustadas para decir algo.

      Sofía salió a uno de los pasillos blancos lisos del orfanato, moviéndose sin hacer ruido, para alejarse de la sala de trabajo. Por allí había otras monjas, pero siempre y cuando se moviera con decisión, sería suficiente para evitar que la detuvieran.

      ¿Qué acababa de hacer?

      Sofía continuó andando aturdida por la Casa de los Abandonados, sin apenas poder creer que realmente lo estaba haciendo. Había razones por las que no se molestaban en cerrar con llave las puertas delanteras. La ciudad que había al otro lado de las puertas era un lugar duro –y todavía más duro para aquellos que habían empezado la vida como huérfanos. Ashton tenía los ladrones y matones que cualquier ciudad –pero también albergaba a los cazadores que capturaban a los contratados como esclavos que escapaban y personas libres que la escupirían simplemente por lo que era.

      Y después estaba su hermana. Catalina solo tenía quince años. Sofía no quería arrastrarla a algo peor. Catalina era fuerte, más fuerte incluso que ella, pero seguía siendo la hermana pequeña de Sofía.

      Sofía deambuló hasta los claustros y el patio donde se mezclaban con los chicos del orfanato de al lado, para intentar averiguar dónde estaría su hermana. No podía irse sin ella.

      Ya estaba casi allí cuando oyó chillar a una chica.

      Sofía se dirigió hacia el ruido, medio sospechando que su hermana se hubiera metido en otra pelea. Pero cuando llegó al patio, no encontró a su hermana en medio de la riña de una multitud, sino a otra chica. Esta era incluso más joven, quizás de unos trece años, y la estaban empujando y abofeteando tres chicos que casi eran lo suficientemente mayores para que los vendieran como aprendices o para el ejército.

      —¡Parad ya! —chilló Sofía, sorprendiéndose a sí misma tanto como pareció sorprender a los chicos que había allí. Normalmente la regla era pasar de largo de cualquier cosa que sucediera en el orfanato. Te quedabas quieta y recordabas tu sitio. Sin embargo, ahora ella dio un paso al frente.

      —Dejadla en paz.

      Los chicos se detuvieron, pero solo para mirarla fijamente.

      El más mayor de ellos fijó la mirada en ella con una sonrisa maliciosa.

      —Bueno, bueno, chicos —dijo—, parece ser que tenemos a otra que no está donde debería estar.

      Tenía rasgos contundentes y el tipo de mirada muerta que solo viene de años en la Casa de los Abandonados.

      Dio un paso al frente y, antes de que Sofía pudiera reaccionar, la agarró por el brazo. Ella se dispuso a abofetearlo, pero él era demasiado rápido, y la empujó contra el suelo. Era en momentos como estos que Sofía deseaba tener las habilidades para la lucha de su hermana, la habilidad para reunir una brutalidad inmediata de la que Sofía, a pesar de su astucia, era incapaz.

      «De todos modos te van a vender como una puta… también podría aprovechar mi turno».

      Sofía se sobresaltó al escuchar sus pensamientos. Daban una sensación casi repulsiva y supo que eran de él. El pánico brotó en ella.

      Empezó a pelear, pero él le sujetaba los brazos con facilidad.

      Solo había una cosa que podía hacer. Perdió su concentración, apelando a su talento con la esperanza de que esta vez funcionara para ella.

      «¡Catalina —envió—, el patio! ¡Ayúdame!»

      *

      —Con más elegancia, Catalina! —exclamó la monja—. ¡Con mucha más elegancia!

      Catalina no tenía mucho tiempo para la elegancia, pero aún así hizo el esfuerzo de verter agua en la copa que sujetaba la hermana. La Hermana Yvaina la contemplaba sentenciosamente desde debajo de su máscara.

      —No, todavía no lo tienes. Y sé que no eres torpe, niña. Te he visto haciendo piruetas en el patio.

      Pero no la había castigado por ello, lo que daba a entender СКАЧАТЬ