Una Canción para Los Huérfanos . Морган Райс
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Читать онлайн книгу Una Canción para Los Huérfanos - Морган Райс страница 13

СКАЧАТЬ recordándose a sí misma que esto era una prueba.

      Observó los pensamientos de Gertrude mientras esta se quedaba dormida, notando sus ritmos cambiantes mientras estaba en duermevela. Ahora había silencio en toda la habitación, pues los sirvientes no se acercaban para dejar descansar a su señora. Era el momento perfecto. Catalina sabía que tenía que actuar ahora o nunca.

      Salió sigilosamente de debajo de la cama sin hacer ruido, se puso de nuevo de pie y miró a Gertrude Illiard. Dormida, parecía incluso más inocente, con la boca ligeramente abierta mientras reposaba su cabeza sobre un par de almohadas de plumas de ganso.

      «Es una prueba» —se decía a sí misma—, «solo es una prueba. Siobhan parará esto antes de que la mate».

      Era lo único que tenía sentido. La mujer de la fuente no tenía ninguna razón para querer a esta chica muerta y Catalina no creía que incluso ella fuera tan caprichosa. ¿Pero cómo pasaba la prueba? La única manera de verlo era realmente intentando matar a esta chica.

      Catalina se quedó pensando en sus opciones. No tenía ningún veneno y no sabría la mejor manera de administrarlo si lo tuviera, así que eso estaba descartado. Allí no había modo de maquinar un accidente, del modo en que lo hubiera hecho en la calle. Podía sacar un puñal y cortarle el cuello a Gertrude, pero ¿dejaría eso alguna oportunidad a Siobhan para intervenir? ¿Y si la apuñalaba o se lo clavaba tan rápido que no había modo de salvar al blanco de esta prueba?

      Había una respuesta obvia y Catalina pensó en ella, mientras levantaba una de las almohadas de seda. Tenía el dibujo de un río de una tierra lejana tejido en ella, los hilos que sobresalían eran ásperos bajo sus dedos. La sujetó entre sus manos y se movió hasta colocarse sobre Gertrude Illiard, con la almohada preparada.

      Catalina notó el cambio en los pensamientos de la joven cuando esta escuchó algo y vio que abría los ojos de golpe.

      —¿Qué… qué es esto? —preguntó.

      —Lo siento —dijo Catalina, e hizo presión hacia abajo con la almohada.

      Gertrude peleaba, pero no era lo suficientemente fuerte para sacar a Catalina. Con la fuerza que la fuente había liberado, Catalina podía mantener la almohada inmóvil con facilidad. Podía notar a la joven luchando para encontrar un lugar por el que respirar, o gritar, o pelear, pero Catalina mantenía su peso encima de la almohada, sin dejar la más mínima abertura para que se colara el aire.

      Quería asegurar a Gertrude que todo iría bien; decirle que, en un minuto, Siobhan pararía esto. Quería decirle que por muy malo que pareciera ahora, todo iría bien. Pero no podía. Si lo decía, había demasiado peligro de que Siobhan supiera que no estaba tratando esto como algo real y la obligara a llevarlo a cabo. Había demasiado peligro de que Siobhan lanzara su alma a las profundidades infernales de la fuente.

      Tenía que ser fuerte. Tenía que continuar.

      Catalina mantenía la almohada inmovilizada mientras Gertrude la apaleaba y la arañaba. La mantenía inmóvil incluso cuando sus esfuerzos empezaron a debilitarse. Cuando se quedó quieta, Catalina miró a su alrededor, medio esperando que Siobhan apareciera de la nada para felicitarla, reviviera a Gertrude y declarara que esto había terminado.

      En su lugar, solo había silencio.

      Catalina retiró la almohada del rostro de la joven y, sorprendentemente, todavía parecía en paz, a pesar de la violencia de los segundos antes de aquel momento. No había nada de vida en aquella expresión, nada de la vivacidad que había habido mientras Catalina la había estado siguiendo por la ciudad.

      Notaba que no había pensamientos que percibir, pero aun así, colocó los dedos en el pulso del cuello de Gertrude Illiard. No había nada. La joven se había ido y Catalina…

      —La maté —dijo Catalina. Colocó de nuevo la almohada bajo la hija del comerciante, bajo su víctima y se apartó de la cama con un tropezón, como si la hubieran empujado. Sus pies se toparon con las botas que Gertrude se había quitado y Catalina cayó, poniéndose otra vez de pie como pudo a toda prisa—. La maté.

      No pensaba que esto sucedería, realmente no. En ese momento, se odiaba a sí misma. Había matado antes, pero nunca así. Nunca a alguien tan indefenso, tan inocente.

      —Señora, ¿está todo bien? —gritó la voz de la sirvienta desde el otro lado de la puerta.

      Catalina deseaba quedarse allí, dejar que el suelo se la tragara, dejar que la gente la encontrara y la matara por lo que había hecho. Merecía eso y mucho más. Empezaba a darse cuenta de todo el horror de lo que acababa de hacer. Se había puesto encima de una mujer inocente y la había asfixiado hasta la muerte, para nada de una forma rápida, limpia o suave.

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