Rebelde, Pobre, Rey . Морган Райс
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СКАЧАТЬ gritáis!”

      También lo haría; Ceres no tenía ninguna duda de ello. Vio que señalaba a uno de los soldados, y a continuación a uno de los aparatos que estaban a la espera.

      “Empezad con este. Empezad con cualquiera de ellos. Solo aseguraos de que todos sufren antes de morir”. Señaló con el dedo hacia la celda de Ceres. “Y aseguraos de que ella es la última. Haced que vea morir hasta al último de ellos. Quiero que esto la vuelva loca. Quiero que comprenda simplemente lo inútil que es realmente, sin importar toda la sangre de los Antiguos de la que presume ante sus hombres”.

      Entonces Ceres se echó hacia atrás y se apartó de las barras, pero debía haber hombres esperando al otro lado de la puerta, porque las cadenas de sus muñecas y tobillos se tensaron, arrastrándola hasta la pared y tumbándola de tal modo que no podía moverse ni unos milímetros en ninguna dirección. En absoluto podía apartar la mirada de la ventana, a través de la que vio a uno de los verdugos comprobando si un hacha estaba afilada.

      “No”, dijo, intentando llenarse de una seguridad que en aquel momento no sentía. “No, no dejaré que esto suceda. Encontraré la manera de pararlo”.

      Entonces no se limitó a buscar su poder en su interior. Se sumergió en el lugar donde normalmente hubiera encontrado la energía que la estaba esperando. Ceres se obligó a perseguir el estado mental que había aprendido del Pueblo del Bosque. Fue en busca del poder que había ganado con la misma seguridad que si estuviera persiguiendo a un animal escondido.

      Pero continuaba tan esquivo como si lo fuera. Ceres probó todo lo que se le ocurría. Intentó calmarse. Intentó recordar las sensaciones que había tenido antes de usar su poder. Intentó forzarlo para que fluyera a través de ella con el esfuerzo de la voluntad. A la desesperada, Ceres incluso intentó rogárselo, convencerlo como si realmente fuera un ser separado, más que un simple fragmento de ella.

      Nada de aquello funcionó, y Ceres se lanzó contra las cadenas que la sujetaban. Sintió que se clavaban en sus muñecas y tobillos mientras se lanzaba hacia delante, pero no pudo ganar más espacio que la distancia de un brazo.

      Ceres debería haber sido capaz de romper el acero con facilidad. Debería haber sido capaz de liberarse y salvar a todos los que estaban allí. Debería, pero en aquel instante no podía, y lo peor es que ni tan solo sabía por qué. ¿Por qué los poderes que tanto había usado ya la abandonaban tan de repente? ¿Por qué había llegado a esto?

      ¿Por qué no podía hacerle hacer lo que ella quería? Ceres notó que unas lágrimas tocaban el filo de sus ojos mientras ella luchaba desesperadamente por poder hacer algo. Por poder ayudar.

      Fuera empezaron las ejecuciones y Ceres no pudo hacer nada por detenerlas.

      Lo que era peor, sabía que cuando Lucio acabara con los que había allí fuera, a continuación le tocaría a ella.

      CAPÍTULO CUATRO

      Sartes despertó, dispuesto a luchar. Intentó ponerse de pie, renegó al no poder y una figura de aspecto duro que estaba delante de él lo empujó con su bota.

      “¿Crees que tienes espacio para moverte aquí?” dijo bruscamente.

      El hombre llevaba la cabeza afeitada y tenía tatuajes, le faltaba un dedo por alguna que otra pelea. Hubo un tiempo en el que Sartes seguramente se hubiera estremecido por el miedo al ver a un hombre así. Pero esto era antes del ejército y la rebelión que le había seguido. Era antes de ver el aspecto real que tenía el mal.

      Allí había otros hombres, embutidos en un espacio con las paredes de madera, con la única luz que entraba de unas pocas grietas. Fue suficiente para que Sartes pudiera ver y lo que vio distaba mucho de ser esperanzador. El hombre que había delante de él era el que tenía un aspecto menos duro de los que había allí, y solo la cantidad de ellos bastó para que, por un instante, Sartes sintiera miedo, y no solo por lo que pudieran hacerle a él. ¿Qué se podía esperar si estaba atrapado en un espacio con hombres como aquellos?

      Tuvo la sensación de que estaban en movimiento, y Sartes se arriesgó a dar la espalda a la multitud de matones para poder mirar a través de una de las grietas de las paredes de madera. Fuera, vio que pasaban por un paisaje polvoriento y rocoso. No reconocía la zona, pero ¿a qué distancia podían estar de Delos?

      “Una carreta”, dijo. “Estamos en una carreta”.

      “Escuchad al chico”, dijo el hombre de la cabeza afeitada. Representó una escandalosa aproximación de la voz de Sartes, alejada de ser en absoluto reconocida. “Estamos en una carreta. El chico es un verdadero genio. Bueno, genio, ¿y si cierras la boca? Sería una pena que continuáramos nuestro viaje hacia las canteras de alquitrán sin ti”.

      “¿Las canteras de alquitrán? dijo Sartes y vio que una ráfaga de ira cruzaba el rostro del otro hombre.

      “Creo que te dije que te callaras”, dijo bruscamente el matón. “Quizás si hago que te tragues unos cuantos dientes de una patada, lo recordarás”.

      Otro hombre se desperezó. El espacio limitado apenas parecía suficiente para albergarlo. “Al único que oigo hablar aquí es a ti. ¿Por qué no cerráis los dos el pico?”

      La rapidez con que lo hizo el hombre de la cabeza afeitada le dijo mucho a Sartes de lo peligroso que era aquel otro hombre. Sartes dudaba de que pudiera encontrar algún amigo en un momento así, pero del ejército sabía que los hombres así no tenían ningún amigo: tenían parásitos y tenían víctimas.

      Era difícil mantenerse en silencio ahora que sabía hacia donde se dirigían. Las canteras de alquitrán eran uno de los peores castigos que tenía el Imperio; tan peligroso y desagradable que aquellos a los que enviaban allí tenían suerte si sobrevivían un año. Eran lugares calurosos, mortales, donde se podían ver los huesos de dragones muertos sobresaliendo del suelo, y los guardias ni siquiera se lo pensaban cuando arrojaban a un prisionero enfermo o a punto de desmayarse en el alquitrán.

      Sartes intentaba recordar cómo había llegado allí. Había estado explorando para la rebelión, intentando encontrar una puerta que permitiera entrar a Ceres a la ciudad con los hombres de Lord West. La había encontrado. Sartes recordaba el júbilo que sintió entonces, porque era perfecta. Había vuelto corriendo para intentar contárselo a los demás.

      Estaba muy cerca cuando aquel tipo oculto con una capa lo agarró; tan cerca que casi podía sentir que tocaba la entrada del escondite de la rebelión si estiraba el brazo. Se había sentido como si estuviera por fin a salvo, y se lo habían arrebatado.

      “Lady Estefanía le manda saludos”.

      Las palabras resonaban en la memoria de Sartes. Habían sido las últimas palabras que escuchó antes de que lo golpearan hasta dejarlo inconsciente. A la vez le estaban diciendo quién hacía aquello y qué había fracasado. Le habían dejado tenerlo muy cerca para después quitárselo.

      Había dejado a Ceres y a los demás sin la información que Sartes había conseguido encontrar. Estaba preocupado por su hermana, por su padre, por Anka, y por la rebelión, sin saber qué sucedería sin la puerta que él había logrado encontrar para ellos. ¿Conseguirían entrar en la ciudad sin su ayuda?

      Lo habían conseguido, se corrigió Sartes, porque entonces, de un modo u otro, ya estaría hecho. Habrían encontrado otra puerta, o un camino alternativo para entrar en la ciudad, ¿verdad? Seguro que sí, porque ¿cuál era СКАЧАТЬ