Caballero, Heredero, Príncipe . Морган Райс
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Caballero, Heredero, Príncipe - Морган Райс страница 6

СКАЧАТЬ El hijo del mercenario en realidad no tenía una respuesta.

      “¿Entonces qué?” preguntó Anka. “¿Tendremos la cantidad?” Si fuera así de fácil, hubiéramos derribado al Imperio hace tiempo”.

      “Gracias a Berin ahora tenemos mejores armas”, puntualizó Edrin. “Conocemos sus planes gracias a Sartes. ¡Jugamos con ventaja! Díselo, Berin. Háblale de las espadas que has fabricado”.

      Sartes echó un vistazo hacia donde estaba su padre, que se encogió de hombros.

      “Es cierto que he fabricado buenas espadas y que los demás han hecho muchas aceptables. Es cierto que muchos de vosotros ahora tendréis armadura y no os matarán. Pero os digo una cosa: no se trata de la espada. Se trata de la mano que la empuña. Un ejército es como una espada. Puedes hacerla tan grande como quieras, pero sin una base de buen acero, se romperá la primera vez que la pongas a prueba”.

      Quizás si los demás hubieran pasado más tiempo fabricando armas, hubieran comprendido que su padre decía aquellas palabras muy en serio. Aunque Sartes vio que no estaban convencidos.

      “¿Qué otra cosa podemos hacer?” preguntó Edrin. “No vamos a perder nuestra ventaja quedándonos de brazos cruzados a esperar. Yo digo que empecemos a hacer una lista de las aldeas a liberar. A no ser que tengas una idea mejor, Anka”.

      “Yo la tengo”, dijo Sartes.

      Su voz salió más baja de lo que pretendía. Dio un paso adelante, mientras el corazón le latía con fuerza, sorprendido por haber hablado. Era muy consciente de que era mucho más joven que cualquiera de los que estaban allí. Había jugado su parte en la batalla, incluso había matado a un hombre, pero todavía había una parte de él que sentía que no debería estar hablando allí”.

      “Así que está decidido”, empezó a decir Hannah. “Vamos a…”

      “Dije que yo tenía una idea mejor”, dijo Sartes y, esta vez, su voz lo acompañó.

      Los demás le echaron un vistazo.

      “Dejad hablar a mi hijo”, dijo su padre. “Vosotros mismos habéis dicho que ayudó a daros una victoria. Quizás puede evitar que muráis ahora”.

      “¿Cuál es tu idea, Sartes?” preguntó Anka.

      Todos lo estaban mirando. Sartes se obligó a alzar la voz, pensando en cómo hubiera hablado Ceres, pero también en la seguridad que había mostrado Anka antes.

      “No podemos ir a las aldeas”, dijo Sartes. “Es lo que quieren que hagamos. Y no podemos simplemente fiarnos de los planos que traje porque, incluso aunque no se hayan dado cuenta de que conocemos sus movimientos, pronto lo harán. Nos están intentando llevar a campo abierto”.

      “Todo esto ya lo sabemos”, dijo Yeralt. “Pensé que habías dicho que tenías un plan”.

      Sartes no se echó para atrás.

      “¿Y si existiera el modo de atacar al Imperio donde no lo esperara y encima ganar combatientes fuertes?” ¿Y si pudiéramos hacer que la gente se sublevara con una victoria simbólica que sería más grande que proteger una aldea?”

      “¿Qué tenías en mente?” preguntó Anka.

      “Liberar a los combatientes del Stade”, dijo Sartes.

      Le siguió un largo silencio de sorpresa mientras los demás lo miraban fijamente. Vio la duda en sus rostros y Sartes supo que debía continuar.

      “Pensadlo”, dijo. “Casi todos los combatientes son esclavos. Los nobles los lanzan a morir como juguetes. La mayoría de ellos estarían agradecidos de tener la oportunidad de escapar y saben luchar mejor que cualquier soldado”.

      “Es una locura”, dijo Hannah. “Atacar el corazón de la ciudad así. Habría guardias por todas partes”.

      “Me gusta”, dijo Anka.

      “Los otros la miraron y Sartes sintió una ráfaga de gratitud por su apoyo.

      “No lo esperarían”, añadió.

      Se hizo de nuevo el silencio en la sala.

      “No necesitaríamos mercenarios”, irrumpió finalmente Yeralt, frotándose la barbilla.

      “La gente se alzaría”, añadió Edrin.

      “Tendríamos que hacerlo cuando las Matanzas estuvieran en marcha”, puntualizó Oreth. “De este modo, todos los combatientes estarían en un lugar y habría gente allí para ver lo que sucede”.

      “No habrá más Matanzas antes del festival de la Luna de Sangre”, dijo su padre. “Faltan seis semanas. En seis semanas, podemos hacer un montón de armas”.

      Esta vez, Hannah se quedó en silencio, quizás al ver que la marea giraba.

      “Así pues, ¿estamos de acuerdo?” preguntó Anka. “¿Liberaremos a los combatientes durante el festival de la Luna de Sangre?”

      Sartes vio que los demás asentían uno a uno. Incluso Hannah lo hizo, al final. Sintió la mano de su padre sobre su hombro. Vio la aprobación en sus ojos y esto lo significaba todo para él.

      Solo rezaba para que su plan no los matara a todos.

      CAPÍTULO TRES

      Ceres soñaba y, en sus sueños, veía ejércitos enfrentándose. Se veía a ella misma luchando al frente, vestida con una armadura que brillaba al sol. Se veía dirigiendo a una gran nación, librando una guerra que decidiría el mismo destino de la humanidad.

      Pero en medio de todo aquello, se veía a sí misma entrecerrando los ojos, buscando a su madre. Alargó el brazo en busca de una espada y, al bajar la vista, vio que no estaba allí.

      Ceres se despertó sobresaltada. Era de noche y el mar que tenía ante ella, iluminado por la luz de la luna, era interminable. Mientras se mecía en su pequeña barca, no veía ni rastro de tierra. Solo las estrellas la convencían de que todavía llevaba su pequeña embarcación por el camino correcto.

      Constelaciones conocidas brillaban por allá arriba. Estaba la Cola del Dragón, baja en el cielo por debajo de la luna. Estaba el Ojo Antiguo, formada alrededor de una de las estrellas más brillantes en el tramo de oscuridad. El barco que la gente del bosque habían medio construido, medio cultivado, parecía no desviarse nunca de la ruta que Ceres había elegido, incluso cuando tenía que descansar o comer.

      Por el lado de estribor de la barca, Ceres vio luces en el agua. Medusas luminosas pasaban flotando como nubes submarinas. Ceres vio la figura más rápida de un pez parecido a un dardo colándose a través del banco, mordiendo a las medusas a cada paso y yendo a toda prisa antes de que los tentáculos de las demás pudieran tocarlo. Ceres los observó hasta que desaparecieron en las profundidades.

      Comió una pieza de la dulce y suculenta fruta con la que los habitantes de la isla habían abastecido su barca. Cuando partió, parecía que habría suficiente para unas semanas. Ahora, no parecía tanto. Pensaba en el líder de la gente del bosque, tan hermoso a su extraño y asimétrico modo, con СКАЧАТЬ