Canalla, Prisionera, Princesa . Морган Райс
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      “¡Todavía vive!” soltó mientras se acercaba al trono. No le importó que fuera lo suficientemente alto para que se oyera en toda la sala. Que lo escuchen, decidió. El hecho de que Cosmas estuviera todavía susurrando al rey y a la reina no cambiaba nada. Lucio se preguntaba qué interés podía tener lo que dijera un hombre que pasaba el tiempo entre pergaminos.

      “¿Me oyeron?” dijo Lucio. “La chica está…”

      “Viva todavía, sí”, dijo el rey, parándolo con la mano levantada para pedir silencio. “Estamos hablando de cuestiones más importantes. Thanos ha desaparecido en la batalla de Haylon”.

      El gesto no era sino algo más que incrementaba la rabia de Lucio. Lo estaban tratando como a un sirviente al que se tiene que hacer callar, pensó. Aún así, esperó. No podía permitirse enfurecer al rey. Además, le llevó uno o dos segundos asimilar lo que acababa de escuchar.

      ¿Thanos había desaparecido? Lucio intentaba interpretar cómo le afectaba aquello. ¿Cambiaría esto su posición dentro de la corte? Volvió a echar un vistazo a Estefanía, meditabundo.

      “Gracias, Cosmas”, dijo al fin la reina.

      Lucio vio cómo el sabio descendía hasta la multitud de nobles que estaban observando. No fue hasta entonces que el rey y la reina le prestaron atención. Lucio intentaba mantenerse derecho. No permitiría que los demás vieran el resentimiento que ardía en su interior al menor insulto. Si alguien más lo hubiera tratado de aquella manera, él ya lo hubiera matado.

      “Estamos al corriente de que Ceres sobrevivió a las últimas Matanzas”, dijo el Rey Claudio. Para Lucio, apenas parecía enojado por ello, y mucho menos ardiendo con la misma rabia que le inundaba a él al pensar en la campesina.

      Pero, claro, pensó Lucio, el rey no ha sido derrotado por la chica. No una vez, sino dos, porque ella también lo había vencido con algún engaño cuando fue a su habitación para darle una lección. Lucio sentía que tenía toda la razón, todo el derecho, de tomarse su supervivencia como algo personal.

      “Entonces ya estarán al corriente de que no se puede permitir que esto continúe”, dijo Lucio. No pudo mantener su tono tan elegante como debería ser. “Deben hacer algo con ella”.

      “¿Debemos?” dijo la Reina Athena. “Cuidado, Lucio. Todavía somos tus gobernantes”.

      “Con respeto, sus majestades”, dijo Estefanía y Lucio observó cómo se deslizaba hacia delante, con su ceñido vestido de seda. “Lucio tiene razón. Ceres no debe continuar con vida”.

      Lucio vio que el rey estrechaba los ojos ligeramente.

      “¿Y qué sugieres que hagamos?” exigió el Rey Claudio. ¿Qué la arrastremos hasta la arena y le cortemos la cabeza? Estefanía, tú eres la que sugirió que debía luchar. No puedes quejarte si no muere lo suficientemente rápido para tu gusto”.

      Lucio comprendía esa parte, por lo menos. No había un pretexto para su muerte y la gente parecía exigir eso para aquellos que les gustaban. Más sorprendentemente aún, ellos parecían quererla. ¿Por qué? ¿Por qué sabía luchar un poco? Según Lucio, cualquier estúpido podía hacerlo. Muchos estúpidos lo hacían. Si la gente tenía algún juicio, darían su amor a quien lo merecía: a sus legítimos gobernantes.

      “Comprendo que no puede ser simplemente ejecutada, su majestad”, dijo Estefanía, con una de aquellas sonrisas inocentes que Lucio había notado que hacía tan bien.

      “Me alegra que lo comprendas”, dijo el rey claramente enojado. “¿También comprendes lo que sucedería si ahora resultara herida?” ¿Ahora que ha luchado? ¿Ahora que ha ganado?”

      Evidentemente Lucio lo comprendía. No era ningún niño para el cual la política era un paisaje extraño.

      Estefanía lo resumió. “Avivaría la revolución, su majestad. La gente de la ciudad podría rebelarse”.

      “No existe un “podría” en esto”, dijo el Rey Claudio. “Tenemos el Stade por una razón. El pueblo tiene sed de sangre y les damos lo que están buscando. Esta necesidad de violencia puede girarse en nuestra contra con la misma facilidad”.

      Lucio se rio de aquello. Costaba creer que un rey realmente pensara que el populacho de Delos sería capaz alguna vez de borrrarlos del mapa. Eran gentuza. Dales una lección, pensó. Mata a suficientes de ellos, muéstrales las consecuencias de sus actos con suficiente dureza y pronto los tendrás a raya.

      “¿Hay algo que te haga gracia, Lucio?” le preguntó la reina y Lucio escuchó la afilada astucia en ello. Al rey y a la reina no les gustaba que se rieran de ellos. Sin embargo, gracias a Dios, tenía una respuesta.

      “Es tan solo que la respuesta a todo esto parece evidente”, dijo Lucio. “No estoy pidiendo que Ceres sea ejecutada. Estoy diciendo que subestimamos sus habilidades como luchadora. La próxima vez, no debemos hacerlo”.

      “¿Y darle la excusa para hacerse más popular si gana?” preguntó Estefanía. “La gente la quiere por su victoria”.

      Lucio sonrió ante esto. “¿Has visto la manera en que reaccionaron los plebeyos en el Stade?” preguntó. Él entendía esta parte, aunque los demás no lo hicieran.

      Vio cómo Estefanía resoplaba. “Procuro no mirar, primo”.

      “Pero los habrás escuchado. Gritan los nombres de sus favoritos. Aúllan por la sangre. Y cuando sus favoritos caen, ¿entonces qué sucede?” Miró a su alrededor, en parte esperando a que alguien tuviera una respuesta para él. Ante su decepción, nadie la tenía. Quizás Estefanía no era lo suficientemente inteligente para verlo. A Lucio eso no le importaba.

      “Llaman los nombres de los nuevos ganadores”, explicó Lucio. “Lo quieren tanto como querían a los anteriores. Oh, ahora exigen a esta chica, pero cuando cuando esté tumbada en la arena sangrando, aullarán por su muerte tan rápidamente como para cualquier otro. Solo tenemos que amontonar las posibilidades un poco más contra ella”.

      El rey parecía estar meditando sobre ello. “¿Qué tienes en mente?”

      “Si esto nos sale mal”, dijo la reina, “todavía la querrán más”.

      Finalmente, Lucio sintió que su rabia era sustituida por algo más: satisfacción. Echó una mirada hacia las puertas de la sala del trono, donde uno de sus asistentes estaba de pie esperando. Un chasquido de sus dedos fue suficiente para que el hombre echara a correr, pero entonces, todos los sirvientes de Lucio aprendieron rápidamente que enfurecerlo era cualquier cosa menos sensato.

      “Yo tengo un remedio para esto”, dijo Lucio, haciendo un gesto hacia la puerta.

      El hombre encadenado que entró hacía fácilmente más de dos metros de altura, tenía la piel negra como el ébano y unos músculos que sobresalían por debajo de la corta falda plegada que llevaba. Su carne estaba cubierta de tatuajes; el mercader que le había vendido el combatiente le había contado a Lucio que cada uno de ellos representaba a un rival que había matado en un solo combate, tanto dentro del Imperio como en las tierras lejanas del sur donde lo habían encontrado.

      Aún así, lo más intimidante de todo no era el tamaño del hombre o su fuerza. Era la mirada de sus ojos. Había algo en ellos que simplemente no parecía comprender cosas como la compasión o la misericordia, el dolor СКАЧАТЬ