Canalla, Prisionera, Princesa . Морган Райс
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СКАЧАТЬ con él!” gritó el soldado, dando una patada a Sartes para que continuara moviéndose. Los que estaban allí se rieron como si fuera el mayor chiste que jamás hubieran visto.

      Una de las más grandes normas no escritas parecía ser que los nuevos reclutas eran un blanco. Desde que llegó, a Sartes le habían dado puñetazos, bofetadas, palizas y empujones. Le habían hecho correr hasta desmayarse, para correr más a continuación. Le habían cargado con tantas herramientas que sentía que apenas podía mantenerse de pie, le habían hecho cargar con ellas, cavar hoyos en el suelo sin razón aparente y trabajar. Había escuchado historias de hombres en las filas a los que les gustaba hacer cosas peores a los nuevos reclutas. Incluso si morían, ¿qué le importaba al ejército? Estaban allí para ser arrojados al enemigo. Todos esperaban que murieran.

      Sartes había esperado morir desde el primer día. Al final del mismo, había tenido la sensación incluso de desearlo. Se había acurrucado dentro de la tienda extremadamente delgada que le habían asignado y temblaba, con la esperanza de que el suelo se lo tragara. Increíblemente, el día siguiente había sido peor. Otro recluta nuevo, cuyo nombre Sartes desconocía, había sido asesinado aquel día. Lo habían atrapado intentando escapar y les hicieron mirar a todos su ejecución, como si se tratara de algún tipo de lección. La única lección que Sartes había podido ver era lo cruel que el ejército era con cualquiera que mostrara que tenía miedo. Entonces fue cuando empezó a intentar esconder su miedo, sin mostrarlo aunque estuviera allí de fondo casi a cada instante que estaba despierto.

      Hizo un rodeo entre las tiendas, cambiando brevemente las direcciones para dejarse caer por una de las tiendas que hacían de cantina donde, un día antes, uno de los cocineros había necesitado ayuda para escribir un mensaje para mandar a casa. El ejército apenas alimentaba a sus reclutas y Sartes sentía cómo su estómago rugía ante la expectativa de comida, pero no comió lo que llevaba con él mientras corría hacia la tienda de su comandante.

      “¿Dónde has estado?” exigió el oficial. Su tono dejaba claro que haberse retrasado por culpa de otros soldados no contaría como excusa. Pero para entonces, Sartes ya lo sabía. En parte era la razón por la que Sartes había ido a la tienda que servía de cantina.

      “Recogiendo esto de paso, señor”, dijo Sartes, sujetando la tarta de manzana que había oído que era la favorita del oficial. “Sabía que no tendría ocasión de conseguirla por sí mismo hoy”.

      El semblante del oficial cambió al instante. “Muy considerado, recluta…”

      “Sartes, señor”. Sartes no se atrevía a sonreír.

      “Sartes. Podríamos usar a algunos soldados que sepan cómo pensar. Aunque para la próxima vez, recuerda que primero vienen las órdenes”.

      “Sí, señor”, dijo Sartes. “¿Hay algo que necesite que haga, señor?”

      El oficial le hizo un gesto con la mano para que se fuera. “Ahora mismo no, pero recordaré tu nombre. Despachado”.

      Sartes salió del pabellón del comandante sintiéndose mucho mejor que cuando había entrado. No estaba seguro de que aquel pequeño acto fuera suficiente para salvarlo del retraso que le habían ocasionado los soldados. Sin embargo, por ahora parecía haber evitado el castigo y había conseguido alcanzar la posición en la que un oficial sabía quién era.

      Parecía el filo de un cuchillo, pero el ejército entero lo parecía para Sartes entonces. Hasta el momento, había sobrevivido en el ejército con su astucia y yendo un paso por delante de la peor violencia que había allí. Había visto asesinar a chicos de su edad o darles tal paliza que era evidente que pronto morirían. Aún así, no estaba seguro de cuánto tiempo sería capaz de soportarlo. Para un recluta como él, este era el tipo de lugar donde la violencia y la muerte solo podían aplazarse tanto tiempo.

      Sartes tragaba saliva al pensar en todas las cosas que podían ir mal. Un soldado podía excederse con una paliza. Un oficial podía ofenderse por una diminuta acción y ordenar un castigo pensado para disuadir a los demás por su crueldad. Podían mandarlo a la batalla en cualquier momento y había escuchado que los reclutas iban a la línea del frente para “hacer limpieza de los débiles”. Incluso el entrenamiento podía ser mortífero, cuando al ejército de poco le servían las armas desafiladas y a los reclutas les daban poca instrucción real.

      El miedo que se escondía detrás de todos aquellos era que alguien descubriera que había intentado unirse a Rexo y a los rebeldes. No había manera de que lo hicieran, pero incluso la más mínima posibilidad era suficiente para sobrepasar a todas las demás. Sartes había visto el cuerpo de un soldado acusado de simpatizar con los rebeldes. Su propia unidad había recibido órdenes de cortarlo en pedazos para demostrar su lealtad. Sartes no quería terminar así. Tan solo pensar en ello era suficiente para que se le apretara el estómago mucho más que por el hambre.

      “¡Oye, tú!” llamó una voz y Sartes se sobresaltó. Era imposible deshacerse de la sensación de que quizás alguien había adivinado lo que estaba pensando. Se obligó a sí mismo a, por lo menos, parecer estar tranquilo. Al echar un vistazo Sartes vio a un soldado con la elaborada armadura musculosa de un sargento, con unas marcas de viruela en sus mejillas tan profundas que eran casi como otro paisaje. “¿Tú eres el mensajero del capitán?”

      “Acabo de venir de llevar un mensaje para él, señor”, dijo Sartes. No era del todo mentira.

      “Entonces ya me sirves. Ve y entérate por donde andan las carretas con mis suministros de madera. Si alguien te causa algún problema, le dices que te envía Venn”.

      Sartes le hizo un saludo a toda prisa. “Enseguida, señor”.

      Salió corriendo con el encargo, pero al irse no se centró en la misión que tenía entre manos. Tomó un camino más largo, un camino más enrevesado. Un camino que le permitiría espiar las afueras del campamento, sus embudos, un camino que le permitiría fisgonear en busca de puntos débiles.

      Porque, muerto o no, Sartes iba a encontrar el modo de escapar aquella noche.

      CAPÍTULO CINCO

      Lucio se abría camino a la fuerza entre la multitud de nobles que había en la sala del trono del castillo, echando humo por el camino. Echaba humo por el hecho de tener que abrirse camino a empujones, cuando todos los que estaban allí deberían apartarse a un lado y hacerle una reverencia, cediéndole el paso. Echaba humo por el hecho de que Thanos se estaba llevando toda la gloria, aplastando a los rebeldes de Haylon. Pero por encima de todo echaba humo por el modo en que habían ido las cosas en el Stade. La zorra de Ceres había echado a perder sus planes una vez más.

      Más adelante, Lucio vio que el rey estaba en una profunda conversación con Cosmas, el viejo loco de la biblioteca. Lucio pensó que la última vez que había visto al sabio anciano fue de niño, cuando a todos les hicieron aprender datos ridículos sobre el mundo y su funcionamiento. Pero no, aparentemente, tras haber entregado aquella carta, que mostraba la verdadera traición de Ceres, Cosmas consiguió que el rey fuera todo oídos para él.

      Lucio continuaba abriéndose camino hacia delante a la fuerza. A su alrededor, escuchaba los nobles de la corte en sus pequeñas conspiraciones. No muy lejos vio a su prima lejana Estefanía, riéndose del chiste que alguna otra noble con un aspecto perfecto había hecho. Ella echó un vistazo, aguantando la mirada a Lucio el tiempo suficiente para sonreírle. Lucio decidió que realmente era una cabeza hueca. Pero hermosa. Pensó que, quizás en el futuro, tendría la oportunidad de pasar más tiempo cerca de aquella chica noble. Él era como mínimo tan impresionante como Thanos, según СКАЧАТЬ