Название: Canalla, Prisionera, Princesa
Автор: Морган Райс
Издательство: Lukeman Literary Management Ltd
Жанр: Героическая фантастика
Серия: De Coronas y Gloria
isbn: 9781632919090
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Y también estaría Ceres. Él amaba a todos sus hijos, pero con Ceres siempre había existido aquella conexión especial. Ella había sido la que lo había ayudado con la forja, la que se parecía más a él y la que parecía que era más probable que siguiera sus pasos. Dejar a Marita y a los chicos había sido un doloroso deber, necesario si debía proveer a su familia. Dejar a Ceres había sido para él como abandonar una parte de sí mismo al marchar.
Ahora era el momento de recuperarla.
A Berin le hubiera gustado traer noticias mejores. Caminaba por el sendero de gravilla que le llevaba de vuelta a casa con el ceño fruncido; todavía no era invierno, pero pronto llegaría. Él había planeado marcharse y encontrar trabajo. Los señores siempre necesitaban herreros que les proporcionaran armas para sus guardias, sus guerras, sus Matanzas. Pero resultó que a él no le necesitaban. Tenían a sus propios hombres. Hombres más jóvenes, más fuertes. Incluso el rey que había parecido que quería su trabajo había resultado querer al Berin de hacía diez años.
El pensamiento le dolía, sin embargo sabía que debía haber imaginado que no necesitaban un hombre con más pelos grises que negros en la barba.
Hubiera sido más doloroso si aquello no hubiera supuesto que tenía que volver a casa. Su hogar era lo que importaba a Berin, incluso aunque fuera poco más que un cuadrado de paredes de madera sin pulir, cubierto por un tejado de pasto. Su casa eran las personas que allí le esperaban y pensar en ellos era suficiente para acelerar sus pasos.
Sin embargo, cuando llegó a la cima de una colina y la vio por primera vez, Berin supo que algo iba mal. El estómago le dio un vuelco. Berin sabía lo que significaba estar en casa. A pesar de toda la aridez de la tierra que lo rodeaba, su hogar era un lugar lleno de vida. Allí siempre había ruido, ya fuera de alegría o a causa de las discusiones. En esta época del año siempre habría habido también al menos unos cuantos cultivos creciendo en el terreno que lo rodeaba, con verduras y pequeños arbustos con frutos del bosque, cosas resistentes que siempre producían al menos algo para alimentarlos.
Esto no era lo que veía ante él.
Berin rompió a correr tan rápido como pudo tras la larga caminata, la sensación de que algo iba mal le carcomía por dentro, sentía como si uno de sus tornillos le sujetara el corazón.
Agarró la puerta y la abrió de par en par. Pensó que quizás todo estaría en orden. Quizás lo habían divisado y todos estaban asegurándose de que su llegada fuera una sorpresa.
Dentro estaba sombrío, las ventanas tenían una capa de mugre. Y allí, una presencia.
Marita estaba en la habitación principal, removiendo una olla que olía demasiado agria para Berin. Se giró hacia él cuando entró y, al hacerlo, supo que no se había equivocado. Algo iba mal. Algo iba muy mal.
“¿Marita?” empezó él.
“Marido”. Incluso la manera llana en que lo dijo le decía que nada estaba como debería estar. En cualquier otra ocasión en la que él había estado fuera, Marita se había lanzado a sus brazos al entrar por la puerta. Siempre parecía estar llena de vida. Ahora parecía…vacía.
“¿Qué está pasando aquí?” preguntó Berin.
“No sé a qué te refieres”. De nuevo, había menos emoción de la que debería haber habido, como si algo se hubiera roto en su esposa, sacándole toda la alegría de su interior.
“¿Por qué está todo tan…tan tranquilo por aquí?” exigió Berin. “¿Dónde están nuestros hijos?”
“No están aquí ahora mismo”, dijo Marita. Se dirigió de nuevo a la olla como si todo fuera perfectamente normal.
“Entonces ¿dónde están?” Berin no iba a dejarlo correr. Él podía pensar que los chicos podrían haber ido corriendo hacia el arroyo más cercano o que tenían recados por hacer, pero por lo menos uno de sus hijos lo habría visto llegar a casa y habría estado allí para recibirlo. “¿Dónde está Ceres?”
“Oh sí”, dijo Marita y Berin pudo escuchar la amargura entonces. “Evidentemente tenías que preguntar por ella. No cómo me van las cosas a mí. No por nuestros hijos. Por ella”.
Berin nunca antes había escuchado ese tono en su mujer. Oh, siempre había sabido que había algo duro en Marita, más preocupada por ella misma que por el resto del mundo, pero ahora sonaba como si su corazón fuera cenizas.
Marita pareció calmarse entonces y la rapidez con que lo hizo hizo sospechar a Berin.
“¿Quieres saber lo que hizo tu adorada hija?” dijo ella. “Se marchó”.
El recelo de Berin aumentó. Él negó con la cabeza. “No me lo creo”.
Marita continuó. “Se marchó. No dijo a donde iba, solo nos robó lo que pudo al marchar”.
“No tenemos dinero para robarnos”, dijo Berin. “Y Ceres nunca haría esto”.
“Evidentemente te pondrás de su lado”, dijo Marita. “Pero se llevó… cosas que había por aquí, posesiones. Cualquier cosa que pensara que podría vender en el pueblo de al lado, conociéndola. Nos abandonó”.
Si aquello era lo que pensaba Marita, entonces Berin estaba seguro de que nunca había conocido realmente a su hija. O a él, si pensaba que se creería una mentira tan evidente. La agarró de los hombros con sus manos y, aunque no poseía toda la fuerza que una vez tuvo, Berin todavía era lo suficientemente fuerte para que su esposa pareciera frágil en comparación.
“¡Dime la verdad, Marita!” ¿Qué ha pasado aquí?” Berin la sacudió, como si de este modo su antigua versión volviera a la vida de un golpe y ella pudiera volver de repente a ser la Marita con la que se había casado años atrás. Lo único que consiguió con ello fue empujarla hacia atrás.
“¡Tus chicos están muertos!” exclamó Marita. Las palabras llenaron el pequeño espacio que había en su hogar, saliendo como un gruñido. Su voz cayó. “Esto es lo que ha sucedido. Nuestros hijos están muertos”.
Las palabras golpearon a Berin como la coz de un caballo que no quiere que le pongan la herradura. “No”, dijo él. “Es otra mentira. Tiene que serlo”.
No podía pensar en otra cosa que Marita pudiera haber dicho y que le hubiera dolido igual. Debía estar diciendo aquello para herirle.
“¿Cuándo decidiste que me odiabas tanto?” preguntó Berin, pues esta era la única razón en la que podía pensar para que su mujer le arrojara algo tan vil a él, usando la idea de la muerte de sus hijos como arma.
Ahora Berin vio lágrimas en los ojos de Marita. No había habido ninguna cuando ella había estado hablando de su hija, que supuestamente había huido.
“Cuando decidiste abandonarnos”, le respondió bruscamente su esposa. “¡Cuando tuve que ver morir a Nesos!”
“¿Solo a Nesos?” dijo Berin.
“¿No es suficiente?” le respondió gritando Marita. “¿O no te importan tus hijos?”
“Hace un momento dijiste que Sartes también estaba muerto”, dijo Berin. “¡Deja de mentirme, Marita!”
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