Una Promesa de Hermanos . Морган Райс
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Читать онлайн книгу Una Promesa de Hermanos - Морган Райс страница 7

СКАЧАТЬ pulcro y limpio. Todos los edificios estaban hechos de una piedra perfectamente tallada, ni una sola piedra estaba fuera de lugar. Las calles de la ciudad se alargaban interminablemente, la ciudad parecía extenderse hacia el horizonte. Lo que lo dejó de piedra todavía más fueron los canales y las vías navegables, entrelazándose a través de las calles, a veces en arcos, a veces en círculos, llevando las mareas azul celeste del océano y actuando como conductos, el petróleo que hacía que esta ciudad fluyera. Estas vías navegables estaban a rebosar de embarcaciones ornamentadas en oro, abriéndose camino cuidadosamente arriba y abajo, entrecruzándose por las calles.

      La ciudad estaba llena de luz, que se reflejaba en el puerto, dominada por el omnipresente sonido de las olas al romper, ya que la ciudad, que tenía forma de herradura, abrazaba la orilla del puerto y las olas iban a para justo contra su rompeolas. Entre la destellante luz del océano, los rayos de los dos soles por encima y el omnipresente oro, Volusia cegaba terriblemente la vista. Enmarcándolo todo, a la entrada del puerto, había dos pilares altísimos, que casi alcanzaban el cielo, baluartes de fuerza.

      Godfrey se dio cuenta de que esta ciudad fue construida para intimidar, para emanar riqueza, y hacía bien su trabajo. Era una ciudad que rezumaba avances y civilización y, si Godfrey no hubiera conocido la crueldad de sus habitantes, hubiera sido una ciudad en la que le hubiera encantado vivir. Era muy diferente a cualquier cosa que pudiera ofrecer el Anillo. Las ciudades del Anillo fueron construidas para fortificar, proteger y defender. Eran humildes y discretas, como su gente. Estas ciudades del Imperio, por otro lado, eran abiertas, valientes y construidas para transmitir riqueza. Godfrey se dio cuenta de que tenía sentido: después de todo, las ciudades del Imperio no tenían a nadie de quien pudieran temer un ataque.

      Godfrey escuchó un clamor más arriba y mientras giraban por un callejón y daban la vuelta a una esquina, de repente, un gran patio se abrió ante ellos, el puerto quedaba tras él. Era una amplia plaza de piedra, un importante cruce de caminos de la ciudad, una docena de calles salían de ella en una docena de direcciones. Todo esto se podía entrever a través de una arcada de piedra de unos casi veinte metros de altura. Godfrey sabía que una vez su séquito pasara a través de ella, todos ellos estarían al descubierto, desprotegidos, con todos los demás. No podrían escabullirse.

      Todavía más desconcertante, Godfrey vio esclavos llegando a raudales desde todas direcciones, todos acompañados por capataces, esclavos de todas las esquinas del Imperio y de todo tipo de razas, todos encadenados, eran arrastrados hacia una plataforma alta en la base del océano. Los esclavos estaban encima de ella, mientras gente rica del Imperio los examinaban y pujaban por ellos. Todo parecía un salón de subastas.

      Se oyó un grito de alegría y Godfrey vio cómo un noble del Imperio examinaba la mandíbula de un esclavo de piel blanca y pelo marrón enredado. El noble asintió satisfecho y un capataz se acercó y encadenó al esclavo, como si cerrara una transacción comercial. El capataz agarró al esclavo por la camisa desde atrás y lo lanzó desde la plataforma de cabeza al suelo. El hombre salió volando, golpeó fuertemente contra el suelo y la multitud gritó satisfecha, mientras varios soldados se acercaron y se lo llevaron arrastrando.

      Otro séquito de esclavos apareció proveniente de otra esquina de la ciudad y Godfrey observó cómo empujaban a un esclavo hacia delante, el soldado más grande, unos treinta centímetros más alto que los demás, fuerte y sano. Un soldado del Imperió levantó su hacha y el esclavo respiró hondo.

      Pero el capataz cortó las cadenas y el sonido del metal golpeando la piedra sonó por todo el patio.

      El esclavo miró fijamente al capataz, confundido.

      “¿Soy libre?” preguntó.

      Pero varios soldados corrieron hacia delante, agarraron al esclavo por los brazos y lo arrastraron hasta la base de una gran estatua dorada en la base del puerto, otra estatua de Volusia, con el dedo señalando hacia el mar y las olas rompiendo a sus pies.

      La multitud se acercó mientras los soldados retenían al hombre, con la cabeza hacia abajo, de cara al suelo, al pie de la estatua.

      “¡NO!” gritó el hombre.

      El soldado del Imperio dio un paso adelante y empuñó de nuevo el hacha y, esta vez, decapitó al hombre.

      La multitud gritó deleitada y todos se pusieron de rodillas y se inclinaron hasta el suelo, venerando la estatua mientras la sangre corría por sus pies.

      “¡Un sacrificio para nuestra gran diosa!” exclamó el soldado. “¡Le dedicamos el primero y más selecto de nuestros frutos!”

      La multitud volvió a gritar de alegría.

      “No sé tú”, dijo Merek al oído a Godfrey, insistente, “pero no voy a ser el sacrificio para un ídolo. Hoy no”.

      Entonces hubo el chasquido de otro latigazo y Godfrey vio que la puerta de entrada se estaba acercando. Su corazón palpitaba mientras reflexionaba sobre sus palabras y sabía que Merek tenía razón. Sabía que debía hacer algo, y rápidamente.

      Godfrey se dio la vuelta al notar un movimiento repentino. Por el rabillo del ojo vio cinco hombres que llevaban túnicas y capuchas de un rojo brillante, caminando rápidamente calle abajo en dirección opuesta. Se dio cuenta de que tenían la piel blanca, las manos y los rostros pálidos, vio que eran más pequeños que las descomunales bestias de la raza del Imperio e, inmediatamente, supo quién eran: los Finianos. Una de las grandes habilidades de Godfrey era que era capaz de grabar historias en la memoria aunque estuviera bebido y había escuchado concienzudamente durante la pasada luna cómo el pueblo de Sandara había narrado historias de Volusia muchas veces junto al fuego. Había escuchado sus descripciones de la ciudad, de su historia, de todas las razas que estaban esclavizadas y de la única raza libre: los Finianos. La única excepción de la regla. Se les había permitido vivir libres, generación tras generación, porque eran demasiado ricos para matarlos, tenían demasiados buenos contactos, la habilidad para hacerse indispensables y para negociar en el comercio del poder. Le habían contado que se les distinguía fácilmente por su piel demasiado pálida, por sus brillantes túnicas rojas y por su intenso pelo rojo.

      Godfrey tuvo una idea. Era ahora o nunca.

      “¡MOVEOS!” gritó a sus amigos.

      Godfrey se dio la vuelta y se puso en acción, salió corriendo por la parte de atrás del séquito, ante las miradas perplejas de los esclavos encadenados. Los otros, observó con alivio, siguieron sus pasos.

      Godfrey corrió, jadeando, con el bulto de los pesados sacos de oro en su cintura, al igual que los demás, tintineando mientras avanzaban. Más adelante divisó a los cinco Finianos girando en un estrecho callejón; corrió directo hacia ellos y solo rezaba para que pudieran girar la esquina sin ser vistos por los ojos del Imperio.

      Godfrey, con el corazón retumbándole en los oídos, giró la esquina y vio a los Finianos delante de él y, sin pensarlo, saltó al aire y se abalanzó sobre el grupo por detrás.

      Consiguió echar al suelo a tres de ellos, se hizo daño en las costillas al golpear la piedra y se revolcó con ellos. Miró hacia arriba y vio que Merek, siguiendo su iniciativa, derribó a otro, Akorth saltó y acorraló a uno de ellos y observó cómo Fulton saltaba sobre el último, el más pequeño del grupo. Godfrey se enojó al ver que Fulton fallaba, se quejaba y tropezaba hasta caer al suelo.

      Godfrey dejó inconsciente a uno de ellos en el suelo y retenía a otro, pero observó con pánico al más pequeño todavía corriendo, libre, a punto de doblar la esquina. Echó un vistazo por el rabillo del ojo y vio que Ario caminaba hacia delante con calma, se agachaba a coger una piedra, la examinaba, se echaba hacia atrás y la lanzaba.

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