Название: Una Promesa de Hermanos
Автор: Морган Райс
Издательство: Lukeman Literary Management Ltd
Жанр: Героическая фантастика
Серия: El Anillo del Hechicero
isbn: 9781632916242
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Doblaron la esquina y la ciudad se abrió ante ellos y Godfrey se maravilló una vez más ante su belleza. Todo brillaba, las calles estaban repletas de oro, entrelazadas con canales de agua del mar, luz por todas partes, reflejando el oro y encegándolo. Las calles estaban ajetreadas aquí también, y Godfrey admiraba las gruesas multitudes, sorprendido. Recibió más de un golpe en el hombro e iba con mucha cautela de mantener la cabeza agachada para que los soldados del Imperio no lo detectaran.
Los soldados, con todo tipo de armaduras, marchaban arriba y abajo en todas direcciones, entremezclados con nobles y ciudadanos del Imperio, hombres enormes con su identificable piel amarilla y cuernos pequeños, muchos con paradas, vendiendo mercancías por todas partes en las calles de Volusia. Godfrey divisó mujeres del Imperio, también, por primera vez, tan altas y con los hombros tan anchos como los hombres, parecían casi tan grandes como algunos hombres del Anillo. Sus cuernos eran más largos, más puntiagudos y su brillo era de un azul aguamarino. Parecían más salvajes que los hombres. A Godfrey no le gustaría encontrarse en una lucha con ellas.
“Quizás podríamos acostarnos con algunas mujeres mientras estamos aquí”, dijo Akorth con un eructo.
“Creo que estarían encantadas de cortarte el cuello”, dijo Fulton.
Akorth se encogió de hombros.
“Quizás harían las dos cosas”, dijo él. “Al menos moriría como un hombre feliz”.
Mientras las multitudes iban creciendo, abriéndose camino a través de más calles de la ciudad, Godfrey, sudoroso, temblando por la ansiedad, se obligaba a sí mismo a ser fuerte, a ser valiente, a pensar en todos los que se habían quedado en la aldea, en su hermana, que necesitaba su ayuda. Consideraba los números a los que se enfrentaban. Si podía sacar adelante la misión, quizás podría marcar la diferencia, quizás podría realmente ayudarlos. No era la manera de actuar , valiente y gloriosa, de sus hermanos guerreros; pero era la suya, la única manera que conocía.
Al doblar una esquina, Godfrey elevó la mirada hacia delante y vio exactamente lo que estaba buscando: allí, en la distancia, un grupo de hombres salieron como desparramándose de un edificio de piedra, luchando los unos con los otros, mientras se formaba una multitud a su alrededor, animando con gritos. Daban puñetazos y se tambaleaban de una manera que Godfrey reconoció de inmediato: borrachos. Los borrachos, reflexionó, tienen la misma apariencia en cualquier parte del mundo. Era una hermandad de estúpidos. Divisó una pequeña bandera negra que ondeaba encima del establecimiento y enseguida supo qué era.
“Ahí está”, dijo Godfrey, como si estuviera mirando una meca sagrada. “Esto es lo que queríamos”.
“La taberna más limpia que he visto jamás”, dijo Akorth.
Godfrey observó la elegante fachada y estaba dispuesto a darle la razón.
Merek se encogió de hombros.
“Todas las tabernas son iguales, una vez dentro. Serán tan borrachos y estúpidos aquí como lo serían en cualquier lugar”.
“Mi tipo de gente”, dijo Fulton, relamiéndose los labios como si ya estuviera saboreando la cerveza.
“¿Y cómo se supone que vamos a llegar hasta allí?” preguntó Ario.
Godfrey miró hacia abajo y entendió a lo que se refería: la calle terminaba en un canal. No había manera de llegar andando hasta allí.
Godfrey observó cómo una pequeña embarcación de oro se detenía a sus pies, con dos hombres del Imperio dentro y observó cómo salían de ella, ataban la barca a un poste con una cuerda y la dejaban allí mientras se adentraban en la ciudad, sin mirar nunca hacia atrás. Godfrey observó la armadura de uno de ellos y se imaginó que eran oficiales y no les hacía falta preocuparse por su barca. Obviamente, sabían que nadie sería jamás tan estúpido para atreverse a robarles su barca.
Godfrey y Merek inrecambiaron una mirada cómplice a la vez. Las grandes mentes, pensó Godfrey, piensan igual; o al menos las grandes mentes que habían tenido experiencia en mazmorras y callejones.
Merek dio un paso adelante, sacó su puñal y cortó la gruesa cuerda y, uno a uno, se apiñaron dentro de la pequeña embarcación de oro, que se balanceaba bruscamente mientras lo hacían. Godfrey se inclinó hacia delante y con su bota los empujó lejos del puerto.
Se deslizaron por los canales, balanceándose, y Merek agarró el largo remo y los dirigió, remando.
“Esto es una locura”, dijo Ario, echando una mirada a los oficiales. “Podrían volver”.
Godfrey miró hacia delante y asintió.
“Entonces será mejor que rememos más rápido”, dijo.
CAPÍTULO NUEVE
Volusia se encontraba en medio de un desierto interminable, su suelo verde agrietado y reseco, duro como la piedra a sus pies, y miraba fijamente hacia delante, encarándose al séquito de Dansk. Estaba allí con orgullo, una docena de sus consejeros más cercanos detrás de ella, y se encaró a dos docenas de sus hombres, típicos del Imperio, altos, de espalda ancha, con la piel amarilla y brillante, los ojos de un rojo reluciente y dos pequeños cuernos. La única diferencia destacable de esta gente de Dansk era que, con el tiempo, los cuernos les crecían hacia los lados en lugar de hacia arriba.
Volusia miró por encima de sus hombros y vio, situada en el horizonte, la ciudad desierta de Dansk, alta, absolutamente imponente, levántandose unos treinta metros hacia el cielo, sus muros verdes del color del desierto, hechos de piedra o bloques, no podía decir de qué. La ciudad tenía forma de círculo perfecto, con parapetos por encima del muro y, entre ellos, soldados colocados cada tres metros, de cara a cada puesto, vigilando, observando cada rincón del desierto. Parecía impenetrable.
Dansk se encontraba directamente al sur de Maltolis, a medio camino entre la ciudad del Príncipe Loco y la capital del sur, y era una fortaleza, un cruce esencial. Volusia había oído hablar de ella a su madre muchas veces, pero nunca la había visitado. Siempre había dicho que no se puede tomar el Imperio sin tomar Dansk.
Volusia miró a su líder, detrás suyo con su enviado, engreído, sonriéndole con aires de superioridad y con arrogancia. Se veía diferente a los demás, estaba claro que era su líder, con un aire de confianza, con más cicatrices en la cara y con dos largas trenzas que iban de la cabeza hasta la cintura.
Habían estado así en silencio, cada uno esperando a que hablara el otro, con el único sonido del viento fuerte del desierto.
Finalmente, él se debió cansar de esperar y habló:
“¿O sea que deseáis entrar en la ciudad?”, le preguntó. “¿Vos y sus hombres?”
Volusia lo miró fijamente, orgullosa, confiada y sin expresión.
“No deseo entrar”, dijo ella. “Deseo tomarla. He venido a ofrecerle las condiciones para entregaros”.
Él la miró fijamente perplejo durante unos instantes, como si intentara comprender sus palabras, entonces finalmente abrió los ojos como platos, sorprendido. Se echó hacia atrás y se rió a carcajadas y Volusia enrojeció.
“¡¿Nosotros?!” dijo él. “¿¡Entregarnos!?”
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