La Furia De Los Insultados. Guido Pagliarino
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La Furia De Los Insultados - Guido Pagliarino страница 3

Название: La Furia De Los Insultados

Автор: Guido Pagliarino

Издательство: Tektime S.r.l.s.

Жанр: Книги о войне

Серия:

isbn: 9788873049395

isbn:

СКАЧАТЬ igual que la licencia de conducir. Todos sabían en la comisaría que los delincuentes, en especial la Camorra, usaban tipógrafos muy hábiles en las falsificaciones. El jefe de patrulla no dio una gran importancia al documento.

      Llamó a la sala operativa de la Central, a través de la radio de la camioneta, y refirió lo acaecido. La Sección de Delitos de Sangre avisó por teléfono a la centralita del depósito de cadáveres, pidiendo que se mandara a casa de la muerta, para las primeras investigaciones, al forense de servicio, que en ese turno era el doctor Giovampaolo Palombella, un sesentón de pelo gris largo y espeso, generalmente muy despeinado, alto, fibroso y, tal vez a causa de sus más de treinta años de inclinarse sobre cadáveres a diseccionar, un poco torcido. Al mismo tiempo, se había enviado a la casa de la víctima un suboficial, un tal Bruno Branduardi, un hombre bajo, obeso y tranquilo, cerca de la jubilación, para que inspeccionara, escuchara a los agentes de la patrulla y al médico y anotase todo en su libreta para referirlo al volver al superior de turno.

      El suboficial llegó a la plazuela del Nilo en su lenta motocicleta modelo La Piccola Italiana,2 que, de tan flaca como era, parecía soportar mal el gravoso peso de aquel hombre pletórico. En primer lugar prestó atención a los agentes, luego al médico forense, que llegó poco después de él, con dos ayudantes, en un furgón para el transporte de cadáveres. El forense excluyó el suicidio y consideró posible un accidente, dado que el golpe, a primera vista, no parecía haber sido muy violento. Sin embargo, no descartó el homicidio, reservándose ser más preciso después de la autopsia. El mariscal tomó nota, añadiendo en su cuaderno, como comentario, que en su opinión no había sido algo casual sino un homicidio y que, en su opinión, el detenido era el asesino. En realidad, aceptó sencillamente lo que había supuesto y referido el comandante. Se levantó el cadáver y se cargó en el furgón por los camilleros, para llevarlo al depósito, donde sería sometido a la autopsia. Por parte del Branduardi, después de inspeccionar someramente el apartamento y constatar que no había nadie, ordenó a los agentes precintar la puerta de entrada, llevar al detenido a la comisaría y encerrarlo en una celda, a la espera de que se nombrara un comisario para el interrogatorio. En aquellos tiempos la ley no preveía la intervención de un magistrado, ni en el lugar del delito, ni durante el interrogatorio del funcionario de policía al detenido, que se producía sin la presencia de su abogado. El juez instructor intervenía después si el comisario investigador, valiéndose de la referida autopsia y habiendo interrogado al sospechoso, consideraba que se trataba de un homicidio e informaba a la procuraduría del reino. Por el contrario, en caso de caso fortuito, la investigación, supervisada por el subjefe de policía, sencillamente se archivaba sin actuación judicial.

      Branduardi siguió al furgón, quedando sin embargo atrás por la baja velocidad de la motocicleta ya vieja y estropeada. A la llegada, mientras el detenido estaba ya en la celda, el mariscal subió a su despacho en la Sección de Delitos de Sangre en el segundo piso, espacio que compartía con un brigada y un agente dactilógrafo y se preparó con calma un café de guerra, un sucedáneo, con su máquina napolitana que tenía en el armario junto a un hornillo eléctrico de incandescencia. Se lo tomó muy caliente después de endulzarlo con una pastillita de sacarina, no porque fuera diabético, sino porque el azúcar, desde que empezó la guerra, era imposible de encontrar para los mortales comunes. Luego se fumó un cigarrillo Serenissima Zara con una calma casi celestial, saboreándolo hasta casi la colilla que, en las últimas dos caladas, había sostenido pinchándola con un alfiler, como solían hacer no pocos fumadores en esos tiempos de carestía y cigarrillos sin filtro, y finalmente, con paso desganado, llevó el folio con el informe, no más de veinte metros en la misma planta, a uno de los subcomandantes de la Sección de Delitos de Sangre, un tal comisario jefe Riccardo Calvo, que estaba de turno aquel día hasta la medianoche. A las cero y unos pocos segundos, Branduardi se fue a casa a dormir y, poco después, también Calvo después de haber dejado el informe del suboficial sobre la mesa de su igual entrante, el doctor Giuliano Boni.

      El hombre con el mono iba a continuar encerrado en la celda.

      Finalmente, por orden del comisario jefe Boni, el caso de Rosa Demaggi fue asignado a un casi imberbe subcomisario que estaba de servicio a medianoche, Vittorio D’Aiazzo, con una experiencia de menos de un año en la Seguridad Pública y, desde el primer día, asignado a la compleja Sección de Delitos de Sangre.

      Eran cerca de las tres de la madrugada del 27 de setiembre de 1943 y estaba a punto de iniciarse la insurrección que la historia recuerda como los Cuatro Días de Nápoles: la olla a presión de la muy acosada ciudad estaba hirviendo y la temperatura ya había llegado a tal grado que al ocupante alemán le habría resultado imposible impedir la ardiente erupción.

      El sentimiento del pueblo de Parténope permanecía oculto para el despectivo invasor nazi y el miedo que estos intentaban difundir en la ciudad había generado un valiente fervor y un deseo de rebelión. Facimmo ‘a uèrra a chilli strunzi zellosi3 era ya el sentimiento de numerosos napolitanos, con la sensación de que, san Genna’ ajutànno!4 serían liberados y por fin la paz sería completamente real y dejaría de ser una ilusión nacida y muerta un par de meses antes.

      El 25 de junio, Italia estaba exultante por la caída en desgracia del régimen, que parecía definitiva, con Mussolini desautorizado por el mismo Gran Consejo del Fascismo y hecho arrestar por el rey, y con el nuevo gobierno Badoglio ya no fascista, aunque no elegido democráticamente. Pero sobre todo la perspectiva de que el conflicto podía terminar era lo que alegraba a la nación. Sin embargo, muy pronto en la ciudad se alzaron lamentaciones que en Nápoles habían presentado tonos pintorescos a lo largo de las calles y en la oscuridad de los comercios, como: Chillo capucchióne d’o nuvièllo Càpo ‘e Guviérno5 o ‘o maresciallo d’Italia Badoglio Pietro, ‘o gran generalone! ha fatto di’ a ‘a ràdio, tòmo, tòmo,6 «La guerra continúa»: strunz’ e mmèrda!7 Luego estaban los que puntualizaban: Nossignori, strunzi noi ati a penzà che ‘nu maresciallone vulisse ‘a pace!8 , que se vaya a tomar por… Con el armisticio de Cassibile, firmado entre Italia y los angloamericanos el 3 de setiembre y que debía haber permanecido secreto hasta el reajuste de las fuerzas armadas italianas para poder contener al vengativo antiguo aliado, pero que había sido hecho público el día 8 por los vanidosos generales vencedores, cayó sobre Italia, a través del Brenero, un mal peor que el anterior: muchas divisiones germánicas nuevas, aguerridas y con sed de venganza se unieron a las tropas alemanas ya presentes en el territorio. «¿Por qué», se preguntaban los italianos más avispados, «los gobernantes y jefes militares no han sabido preparar a tiempo un plan de emergencia a pesar de que era probable desde hace tiempo este movimiento del enemigo? ¿Con las fuerzas del implacable antiguo aliado ya en casa?» Después del 8 de setiembre, el rey sus ministros solo habían sabido huir hacia el sur, a Brindisi, aprovechando que la primera división aerotransportada inglesa estaba a punto de capturar esa ciudad, la cual, a diferencia de las demás, estaba casi desprovista de tropas alemanas, y contando con el hecho de que los angloamericanos, una vez conquistada Sicilia, estaban invadiendo el resto de las regiones meridionales de la península.9 A duras penas, el soberano, sus secretarios de estado y el general Mario Roatta, defensor fallido de Roma, abandonada a la iniciativa desordenada e inútil de los comandantes de sección, habían abandonado la capital para llevar trono, gobierno y alto mando a Brindisi, bajo la protección de sus antiguos enemigos, dejando sin órdenes a las tropas italianas en diversos frentes extranjeros y en Italia, a merced del potente ejército СКАЧАТЬ