La Furia De Los Insultados. Guido Pagliarino
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Название: La Furia De Los Insultados

Автор: Guido Pagliarino

Издательство: Tektime S.r.l.s.

Жанр: Книги о войне

Серия:

isbn: 9788873049395

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СКАЧАТЬ de abrocharse los botones.

      La casa de la joven estaba a la izquierda de la Vía del Claustro al mismo lado de la Via Monteoliveto en la que desembocaba aquella. Los tres se colocaron a unos treinta metros uno de otro, con la joven por delante, después el brigada y por último el subcomisario. Como había recomendado este, caminaron lentamente, por si los veían los nazis del puesto de bloqueo, algo que era seguro, pero sin duda no despertaron sospechas, dado que ningún alemán abandonó el cruce para detenerlos y verificar sus documentos.

      El edificio era pequeño, con solo dos apartamentos encima, de los cuales el más aireado era el primer piso, con techos de tres metros, mientras que el otro, donde vivía la joven con sus padres, era un entresuelo de unos dos metros cincuenta. Estaba encima de una tienda en la calle que miraba a la Via Monteoliveto a través de una puertecilla a la izquierda del pequeño portal del edificio, todavía más a la izquierda, con una verja en ese momento con el cierre metálico echado. La casita era propiedad de un vendedor ambulante de fruta y verdura que vivía en el primer piso y utilizaba la tienda para su actividad mientras alquilaba el entresuelo a la familia de la joven.

      La joven abrió el pequeño portal y entró en este, que olía a cerrado, dejando la puerta entreabierta y aguardando a sus compañeros. Entraba un poco de aire fresco por la abertura. Los dos hombres llegaron uno detrás de otro. Vittorio cerró tras él la puerta e inmediatamente, con la joven a la cabeza, el grupo subió las escaleras que llevaban al entresuelo.

      Como indicaba la placa junto a la puerta del apartamento, la familia se llamaba Scognamiglio.

      â€”Te apellidas Scognamiglio, ¿y tu nombre es …? —preguntó Vittorio a la joven.

      â€”Mariapia.

      â€”Encantado, Mariapia —Le sonrió, abandonando la expresión preocupada que tenía en el rostro desde que salió de la comisaría—. Soy el subcomisario Vittorio D’Aiazzo.

      â€”… Y yo el brigada Marino Bordin —intervino su ayudante, permaneciendo muy serio, al contrario que su superior, casi altivo, evidentemente orgulloso de su grado.

      Aunque las facciones de Mariapia no se mostraban ya ceñudas, el rostro no se le había tranquilizado: su expresión había pasado de tenebrosa a triste.

      Abrió la puerta de la casa con su llave, que llevaba en un portamonedas de tela de cáñamo en el único bolsillo profundo de su falda grisácea de cafioc,27 sostenida por un cinturón negro opaco de cuoital,28 sobre la que llevaba una camiseta de color azulado también de cafioc. La joven llevaba en los pies calcetines grises de lanital dentro de dos botas negras de coriacel,29 con las suelas de goma igualmente negras extraídas de viejas cubiertas de automóvil directamente por el artesano fabricante.

      Como observaron los dos policías, el apartamento tenía tres espacios y un corredor. Este, de un par de metros de largo, recorría la casa en toda su longitud, terminando en un ventanuco sin postigos. Las tres habitaciones estaban a la izquierda de la entrada, en ese momento tenían las puertas cerradas, pero, como se intuía desde allí, asomaban a la Via Monteoliveto. A la derecha había un balcón que flanqueaba el pasillo y quedaba por encima de un espacio de huerta tan largo como el edificio y con el triple de profundidad, con manzanos y ciruelos desperdigados, abundantes hortalizas y tres filas cortas y paralelas de viñas: también esa porción de tierra pertenecía al vendedor ambulante. En un extremo del balcón, a la izquierda de quien saliera fuera por la única puerta-ventana, en el centro del pasillo, había una caseta de madera que, como intuyeron los invitados, alojaba el retrete doméstico.

      Se había oído a alguien moverse en la habitación más cercana a la entrada, que resultaría ser una cocina-comedor.

      â€”¿Quién está ahí? —preguntó Vittorio a la joven.

      Sin responderle, Mariapia entreabrió apenas un tercio de la puerta y entró en el espacio, cerrándola tras de sí. Se oyó un parloteo incomprensible. Luego la puerta se volvió a abrir, esta vez del todo, y la joven salió junto con sus padres.

      Su padre, Antonio Scognamiglio, se encontró con los acogidos con la frente fruncida por la inquietud, los ojos fijos en las botas y los pantalones de Bordin, con su evidente banda fucsia. El malestar manifiesto de dueño de la casa se acentuó cuando, un momento después, el brigada se quitó la chaqueta de D’Aiazzo, mostrando así su graduación cosida a las mangas de su casaca. Sin embargo, el padre de Mariapia era esencialmente un buen hombre. Su recelo no lo causaba por tener algo que esconder a la justicia, sino por el hecho de que tenía desde niño, como es habitual entre la clase popular napolitana, un sentido de gran prudencia, por no decir de desconfianza, hacia las autoridades grandes y pequeñas, transmitido de generación en generación con el recuerdo atávico de la prepotencia de los birri y los demás funcionarios públicos de los reyes borbones. El hombre era bastante pequeño, unos quince centímetros más bajo que Vittorio, tenía manos callosas, era delgado como Maripia y llevaba una cabellera frondosa, en un tiempo negra como la de la hija, pero ahora blanca, a pesar no tener más que cuarenta y ocho años. También su rugoso rostro hacía que su aspecto fuera envejecido, como el que aparece en los marineros y pescadores después de años en el mar por la continua exposición al sol y la salmuera. Y de hecho había ejercido, en naves de altura, la apreciada profesión de pescador jefe, como todavía constaba en su documento de identidad. Pero hacía catorce meses, como había confiado casi de inmediato a los alojados para justificar su estancia en casa, había perdido el trabajo, después de tres decenios en el mismo pesquero, primero como grumete, luego como pescador experto y finalmente como pescador jefe. Explicó que había perdido todo dramáticamente en julio de 1942 por el naufragio de la embarcación, destrozada por una bomba de un cazabombardero de la armada inglesa De Havilland Sea Mosquito, cuyo estilizado perfil, visto desde abajo, era muy conocido por los marineros italianos porque se anunciaba en los puertos: Antonio había sido el único superviviente de la matanza, porque, buen nadador, se había lanzado al agua en cuanto había visto la silueta abalanzarse sobre el pesquero. Fue rescatado por un destructor de la Marina Regia italiana, en ruta hacia el puerto de Nápoles, que pasaba por fortuna por el área náutica del naufragio apenas unas diez horas después, siendo todavía de día y, para más fortuna, estando de guardia en el destructor un ojeador de primera clase,30

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