Название: El Balcón
Автор: Andrea Dilorenzo
Издательство: Tektime S.r.l.s.
Жанр: Зарубежное фэнтези
isbn: 9788873044864
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Contemplé su perfil envuelto por la luz del sol, que todavía ocultaban las nubes; su mirada fija en el vacío me daba la impresión de que ni siquiera ella sabía en qué estaba pensando.
«¿Te apetece salir?» le pregunté, y me acerqué a ella algunos pasos.
«¿Esta noche?» me preguntó ella, como si le hubiera pillado desprevenida, y se giró de golpe, haciendo ondear su cabello color cobrizo.
«Sí, claro. ¿Cuándo si no?»
«Puede ser. ¿Dónde me llevas?» me preguntó Olga, después de que los ángulos de sus labios se elevaran un poco hacia arriba, en una sonrisa pícara.
«No lo sé» le respondí, no habiendo programado nada. «De todas formas hoy es el último día que trabajo aquí, no me acuerdo si ya te lo había dicho. Puede ser que no nos volvamos a ver. O, al menos, no tan a menudo.»
«Quién sabe, eso podría ser una ventaja. Mi novio empieza a sospechar» me recordó, con cierto aire de frívolo desprecio.
«Los hombres sospechan siempre» observé.
«Y las mujeres son prudentes» rebatió ella, casi al momento.
«¿Tú lo eres?» le pregunté, asomándome hacia ella, y nuestros rostros casi se rozaron.
«Claro, me gusta estar tranquila» me dijo ella, casi entre dientes, pues mi mirada acariciaba su boca, como para recordarle lo sucedido la noche anterior.
«Entiendo. Pero la tranquilidad a la larga aburre» repliqué yo, con un tono que rozaba la fanfarronería, y me dirigí a la cocina.
A las tres de la tarde quedaba en sala tan solo el doctor De Martinis. Había apenas terminado de comer y permanecía sentado leyendo el periódico.
Alfredo me llamó. Sabía que había llegado el momento de cobrar.
«Andrea, escucha: cuando termines de ordenar todo, ven a la caja. Estoy allí, te espero.»
Aquellas cuatro palabras - “ven a la caja” – me surtieron un efecto extraño, como el que haría un alarma antiincendios a una chispa. Me vinieron ganas de coger lo que me correspondía y volver a casa corriendo, sin despedirme de ninguno. Comencé a tararear una rumba de Camarón de la Isla: “ Volando voy, volando vengo, vengo… ˮ.
Llevaba todo el día esperando ese momento. Faltaban solo pocos días para mi treinta cumpleaños.
Tras una decena de minutos llegué a la caja, como me había pedido. Estaba sentado en el taburete de detrás de la barra. Yo permanecí de pie. Él extrajo del bolsillo de su chaqueta un paquete de chicles de menta y me ofreció uno.
«Bueno, bueno. Entonces... habíamos estipulado treinta euros al día, ¿es así, no? me preguntó, como si no lo supiera ya.
Asentí con la cabeza y él empezó a contar los billetes: “Cien, doscientos…” (treinta euros son pocos, lo sé, pero el trabajo no era pesado y además, por aquel entonces, no era tan fácil encontrar algo).
«Aquí tienes ochocientos euros, más cien como extraordinario por tu esfuerzo. Lo has hecho bien» me dijo Alfredo, colocando un pequeño fajo sobre la barra.
Me dejó un tanto atónito, pues siempre le había considerado un poco tacaño, más bien bastante. Diría que era la persona más tacaña que jamás había conocido. Pero también es verdad que siempre cumplí con todos mis deberes con entusiasmo, sin considerar que una jornada laboral de ocho horas era pagada – normalmente – a cuarenta euros. Este era el mínimo. Si me hubiera pagado como debía, a pesar de aquellos “cien euros extra”, todavía quedaría algo. Pero no me apetecía crear polémica ninguna, era suficiente así.
Noté que en su rostro asomaba una sonrisa casi sarcástica, un gesto no demasiado disfrazado, típico de aquellos que hacen una buena acción y se complacen, idolatrándose a sí mismos en silencio por su benevolencia.
«Gracias, gracias, no tenías por qué hacerlo. En cualquier caso, me he sentido a gusto aquí, te lo agradezco. Nos veremos seguramente, Alfre’» le dije, dándole una palmadita en la espalda, y me fui a la otra parte a cambiarme.
No tenía ninguna intención de seguir más de lo debido con esa estúpida conversación sobre esto y aquello, solo tenía ganas de fumarme un cigarrillo y volver a casa para comprarme el billete online.
Sí, ya lo había decidido hacía tiempo.
Para ser más exactos, fue concretamente el mismo día que encontré trabajo en el restaurante. Justo aquel día comencé a hacer ciertos planes que me habrían llevado quién sabe dónde.
Así, fui corriendo a cambiarme y saludé a Alfredo.
El médico se encontraba aún sentado, dando sorbos a la copa de vino. Nos saludamos en silencio, tras un gesto con la cabeza. Alina y Olga habían salido sin darme cuenta y no sabía si habían salido solo un momento o si se habían ido a casa. Pero no me importaba mucho, tenía otras cosas en la cabeza, así que me fui.
Llegué a casa después de unos veinte minutos.
Ese silencio sepulcral, que reinaba desde las tres a las cinco de la tarde, era interrumpido únicamente por el estridente ladrido del perro de la vecina, un pequeño caniche blanco, del que todo el vecindario reprobaba, pues resonaba en todo el edificio cuando la dueña lo bajaba en el ascensor.
Encendí el ordenador y busqué en internet un vuelo para Andalucía. En poco más de media hora, encontré una buena oferta: Roma/Málaga, ida y vuelta, doscientos cuarenta y tres euros, impuestos y maletas incluidos. “Considerando que estamos en Navidad, diría que no es mucho. Además, tengo que comprarlo ya, no me importa el precio”, pensé, y me froté las manos de la emoción.
Faltaba poco. Solo unos días y estaría de viaje. Habría vuelto a ver a los viejos amigos y conocido a nuevos. Mi mente era un completo zumbido de voces que fantaseaban sobre los destinos a los que habría podido ir una vez llegado a España; sí, seguramente no me habría quedado en una misma ciudad. En el primer lugar de una larga lista estaba Tarifa, donde se había mudado mi amigo Ibi, después Portugal, Marruecos… y así, pensando, soñaba.
II