Название: Torquemada en la hoguera
Автор: Benito Pérez Galdós
Издательство: Public Domain
Жанр: Драматургия
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Pero llegó la ocasión aquélla antes descrita, el coloquio con la tía Roma y con D. José, el grito de Valentín, y he aquí que al judío le da como una corazonada, se le enciende en la mollera fuego de inspiración, trinca el sombrero y se va derecho en busca de su desdichado cliente. El cual era apreciable persona, sólo que de cortos alcances, con un familión sin fin, y una señora á quien le daba el hipo por lo elegante. Había desempeñado el tal buenos destinos en la Península, y en Ultramar, y lo que trajo de allá, no mucho, porque era hombre de bien, se lo afanó el usurero en menos de un año. Después le cayó la herencia de un tío; pero como la señora tenía unos condenados jueves para reunir y agasajar á la mejor sociedad, los cuartos de la herencia se escurrían de lo lindo, y sin saber cómo ni cuándo, fueron á parar al bolsón de Torquemada. Yo no sé qué demonios tenía el dinero de aquella casa, que era como un acero para correr hacia el imán del maldecido prestamista. Lo peor del caso es que aun después de hallarse la familia con el agua al pescuezo, todavía la tarasca aquella tan fashionable encargaba vestidos á París, invitaba a sus amigas para un five o'clock tea, ó imaginaba cualquier otra majadería por el estilo.
Pues, señor, ahí va D. Francisco hacia la casa del señor aquél, que, á juzgar por los términos aflictivos de la carta, debía de estar á punto de caer, con toda su elegancia y sus tés, en los tribunales, y de exponer á la burla y á la deshonra un nombre respetable. Por el camino sintió el tacaño que le tiraban de la capa. Volvióse … ¿y quién creéis que era? Pues una mujer que parecía la Magdalena por su cara dolorida y por su hermoso pelo, mal encubierto con pañuelo de cuadros rojos y azules. El palmito era de la mejor ley; pero muy ajado ya por fatigosas campañas. Bien se conocía en ella á la mujer que sabe vestirse, aunque iba en aquella ocasión hecha un pingo, casi indecente, con falda remendada, mantón de ala de mosca y unas botas.... ¡Dios, qué botas, y cómo desfiguraban aquel pie tan bonito.
–¡Isidora!…—exclamó D. Francisco, poniendo cara de regocijo, cosa en él muy desusada.– ¿A dónde va usted con ese ajetreado cuerpo?
–Iba a su casa. Sr. D. Francisco, tenga compasión de nosotros … ¿Por qué es usted tan tirano y tan de piedra? ¿No ve cómo estamos? ¿No tiene tan siquiera un poquito de humanidad?
–Hija de mi alma, usted me juzga mal … ¿Y si yo le dijera ahora que iba pensando en usted … que me acordaba del recado que me mandó ayer por el hijo de la portera … y de lo que usted misma me dijo anteayer en la calle?
–¡Vaya, que no hacerse cargo de nuestra situación!—dijo la mujer echándose á llorar.—Martín muriéndose … el pobrecito … en aquel buhardillón helado.... Ni cama, ni medicinas, ni con qué poner un triste puchero para darle una taza de caldo.... ¡Qué dolor! Don Francisco, tenga cristiandad y no nos abandone. Cierto que no tenemos crédito; pero á Martín le quedan media docena de estudios muy bonitos.... Verá usted … el de la sierra de Guadarrama, precioso … el de La Granja, con aquellos arbolitos … también, y el de … qué sé yo qué. Todos muy bonitos: Se los llevaré… pero no sea malo y compadézcase del pobre artista....
–Eh … eh … no llore, mujer.... Mire que yo estoy montado á pelo … tengo una aflicción tal dentro de mi alma, Isidora, que … si sigue usted llorando, también yo soltaré el trapo. Vayase á su casa, y espéreme allí. Iré dentro de un ratito.... ¿Qué … duda de mi palabra?
–¿Pero de veras que va? No me engañe, por la Virgen Santísima.
–¿Pero la he engañado yo alguna vez? Otra queja podrá tener de mí; pero lo que es esa....
–¿Le espero de verdad?… ¡Qué bueno será usted si va y nos socorre!… ¡Martín se pondrá más contento cuando se lo diga!
–Vayase tranquila.... Aguárdeme, y mientras llego pídale á Dios por mí con todo el fervor que pueda.
VII
No tardó en llegar á la casa del cliente, la cual era un principal muy bueno, amueblado con mucho lujo y elegancia, con vistas á San Bernardino. Mientras aguardaba á ser introducido, el Peor contempló el hermoso perchero y los soberbios cortinajes de la sala, que por la entornada puerta se alcanzaban á ver, y tanta magnificencia le sugirió estas reflexiones: «En lo tocante á los muebles, como buenos lo son … vaya si lo son.» Recibióle el amigo en su despacho; y apenas Torquemada le preguntó por la familia, dejóse caer en una silla con muestras de gran consternación. «¿Pero qué le pasa?—le dijo el otro.
–No me hable usted, no me hable usted, señor D. Juan. Estoy con el alma en un hilo.... ¡Mi hijo…!
–¡Pobrecito! Sé que está muy malo.... ¿Pero no tiene usted esperanzas?
–No, señor.... Digo, esperanzas, lo que se llama esperanzas.... No sé; estoy loco; mi cabeza es un volcán....
–¡Sé lo que es eso!—observó el otro con tristeza.—He perdido dos hijos que eran mi encanto: el uno de cuatro años, el otro de once.
–Pero su dolor de usted no puede ser como el mío. Yo padre, no me parezco á los demás padres, porque mi hijo no es como los demás hijos: es un milagro de sabiduría.... ¡Ay, D. Juan, Don Juan de mi alma, tenga usted compasión de mí! Pues verá usted.... Al recibir su carta primera, no pude ocuparme.... La aflicción no me dejaba pensar … Pero me acordaba de usted y decía: «Aquel pobre D. Juan, ¡qué amarguras estará pasando!…» Recibo la segunda esquela y entonces digo: «Ea, pues lo que es yo no le dejo en ese pantano. Debemos ayudarnos los unos á los otros en nuestras desgracias.» Así pensé; sólo que con la batahola que hay en casa, no tuve tiempo de venir ni de contestar.... Pero hoy, aunque estaba medio muerto de pena, dije: «Voy, voy al momento á sacar del purgatorio á ese buen amigo D. Juan …» y aquí estoy para decirle que aunque me debe usted setenta y tantos mil reales, que hacen más de noventa con los intereses no percibidos, y aunque he tenido que darle varias prórrogas, y … francamente … me temo tener que darle alguna más, estoy decidido á hacerle á usted ese préstamo sobre los muebles para que evite la peripecia que se le viene encima.
–Ya está evitada—replicó D. Juan, mirando al prestamista con la mayor frialdad.—Ya no necesito el préstamo.
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