El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel
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СКАЧАТЬ – contestó doña Clara con la misma turbación que si la reina hubiera leído en su alma.

      – ¿Y por qué no amarle? Un joven que por ti lo ha arrostrado todo; que por ti está en peligro… porque al fin y al cabo ha herido ó muerto á don Rodrigo, ha deshecho con su espada, como noble, una traición infame que traerá contra él poderosos enemigos, de los cuales acaso no podamos libertarle. ¿No merece tanto sacrificio que tú le ames?

      – Mi amor, señora, sería un tormento para mí, y una desesperación para él.

      – El día en que caiga el duque de Lerma, ese joven será tu esposo: te prometo ser tu madrina.

      – Más fácil es que el duque de Lerma muera en un patíbulo, lo que por desgracia no deja de ser dificilísimo, que el que yo sea esposa de ese joven.

      – ¿Y por qué?

      – Olvida vuestra majestad que mi padre, tratándose de mi enlace, no prescindirá jamás de su nobleza.

      – Ese joven es hidalgo, según he entendido.

      – Sí; sí, señora, hidalgo es, pero…

      – No importa que sea pobre; es valiente y alentado.

      – Sí, es cierto; pero…

      – Como valiente y alentado hará fortuna.

      – Por mucha que haga…

      – Tu padre no es codicioso.

      – Pero siempre verá que ese joven es sobrino de Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor del rey.

      Y doña Clara pronunció la palabra «cocinero mayor» de una manera singular, en que había mucho de repugnancia propia.

      – Pero se parece al gran duque de Osuna – insistió sonriendo la reina – , sobre todo cuando se entusiasma.

      – Pues peor, señora, peor.

      – ¡Oh! ¡Peor!

      – Sí, por cierto.

      – Supongamos, porque estamos rodeadas de misterios, y los misterios no deben sorprendernos, que ese joven es hijo del duque de Osuna, que bien pudiera ser; dicen que el duque en sus mocedades ha sido muy galanteador.

      – Pues por eso digo que peor: ¡un bastardo! Ni mi padre ni yo querríamos semejante enlace.

      – ¿Ni aun interesándome yo por él?

      – Respetar debe el rey la honra del vasallo, como el vasallo honra y reverencia la excelsitud del rey.

      – ¿Conque no hay esperanza ninguna para ese pobre mancebo enamorado?

      – Yo le desenamoraré.

      – ¡Ah! Difícil lo veo.

      – Le trataré…

      – Como tu corazón te deje tratarle…

      – He resistido los amores de unos por muy altos y de otros por muy bajos; resistiré este también. ¿Cree vuestra majestad que á los veinticuatro años y criada en la corte, no habré tenido ocasión de resistir tentaciones?

      – Sí, sí; ya sé que eres una mujer fuerte… una maravilla, y esto es una de las razones del amor que te tengo, Clara. Pero en el asunto de que se trata debo demasiado á ese joven para no ayudarle… Aunque creo necesite poca ayuda, creo que él es bastante para hacerse amar de ti.

      – Lo veremos – dijo sonriendo tristemente doña Clara.

      – Lo veremos. ¿Pero qué hora es ésta?

      – Las doce – dijo doña Clara contando las campanadas de un magnífico reloj de pared.

      – ¡Oh, las doce!.. Ya es hora de que tú descanses y de que yo me recoja; hasta mañana, Clara. Di á la camarera mayor que me recojo.

      – Adiós, señora – dijo doña Clara doblando una rodilla y besando la mano á la reina.

      Margarita de Austria la alzó y la besó en la frente.

      Doña Clara salió, y la reina se quedó murmurando:

      – Ve, ve á soñar con tu primer amor. ¡Dichosa tú que amas! ¡Dichosa tú que puedes amar!

      Y dos lágrimas asomaron á los ojos de Margarita de Austria, que tuvo buen cuidado de enjugarlas porque se sentían pasos en la cámara.

      Se abrió la puerta y apareció la camarera mayor; con ella venían la condesa de Lemos y la joven doña Beatriz de Zúñiga.

      La duquesa de Gandía se inclinó profundamente.

      – ¿Qué os ha sucedido esta noche, mi buena doña Juana? – dijo sonriendo la reina – ; creo que me habéis creído perdida y que habéis estado á punto de ofrecer un hallazgo por mi persona.

      – ¡Ah, señora! Nunca me consolaré de mi torpeza. ¡No pensar que podía vuestra majestad estar recogida en el lecho! ¡Y en qué circunstancias! ¡Cuando su majestad el rey estaba en la cámara!..

      – ¡Ah! ¡Su majestad!.. ¿Y qué mandaba su majestad?

      – Me mandaba que le anunciara á vuestra majestad.

      – ¡Ah! ¿Y ese mandato os causó tanto miedo, que os obscureció la vista y no reparásteis en mí?

      – ¡Señora!

      – ¿Y sin duda dijísteis á vuestra majestad que me había perdido?

      Nunca la reina había hablado de tal manera á la duquesa de Gandía; y era que la buena aventura de aquella noche le había dado valor, que se creía de una manera tangible protegida por Dios y se sentía fuerte.

      La duquesa de Gandía, que había anunciado con mala intención á la reina que el rey había querido verla, al verse tratada de aquel modo seco y frío por Margarita de Austria, se turbó.

      No estaba acostumbrada á tanto…

      – Yo, señora – dijo – , dí al rey la excusa de que vuestra majestad estaba acompañada.

      – Retiráos, señoras – dijo la reina á la de Lemos y á doña Beatriz de Zúñiga – ; vuestro servicio ha concluído, no me recojo.

      Las dos jóvenes se inclinaron.

      La duquesa de Gandía quedó temblando ante Margarita de Austria.

      – Debísteis registrarlo todo antes de suponer que yo no estaba en mi cuarto; ¿dónde había de estar, duquesa de Gandía, la reina, sino en palacio y en el lugar que la corresponde…?

      – ¡Señora!

      – Y sin duda, como servís en cuerpo y alma al duque de Lerma, le habréis avisado de que yo me habría perdido, y si no se ha revuelto mi cuarto es porque, menos ciega en vuestra segunda entrada, dísteis conmigo durmiendo. El duque de Lerma, sin embargo, puede haber tomado tales СКАЧАТЬ