Название: El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III
Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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– ¡Ah, señora! ¿Se atrevería ese hombre?
– A todo, á todo por sostener su soberbia; pero el misterio consiste en si me matará él á mí, ó en si yo le mataré á él.
– ¡Matarle!
– Sí, su cabeza, nada menos que su cabeza; su cabeza en un cadalso público; una vez por tierra esa cabeza…
– Se levantará otra más soberbia.
– Haya yo puesto el pie sobre uno de esos ambiciosos y rapaces aventureros, y nada temo; como haya caído el uno caerán los otros; pero sigo la relación de mi conocimiento con don Rodrigo. Aquella noche, apenas me quedé sola, llamé á mi buena camarera mayor, la duquesa de Gandía, y á pretexto del calor bajé con ella á los jardines. Cuando me retiré, cerca ya de la puerta, mandé á la duquesa que fuese al banco donde había estado sentada por mi pañuelo, que había dejado olvidado de intento. La duquesa se alejó; el lugar á donde la había enviado estaba algo lejos. Entonces fuí al mirto donde al principio de la noche había visto desde detrás de las celosías de mi balcón poner un papel á don Rodrigo. En efecto, encontré un papel doblado entre el ramaje del mirto, y tuve tiempo de ocultarle antes de que volviese la duquesa. Cuando me quedé sola, retirada en mi dormitorio, leí aquel memorial; en él don Rodrigo manifestaba de la manera más clara, y con la indignación más profunda, el estado en que se encontraban el rey y España, dominado el uno por el favorito, mancillada, desangrada, robada por el favorito la otra; el golpe que pensaba darse á los moriscos, las descabelladas empresas contra Inglaterra, el descuido con que se veía venir á la Liga contra España sin conjurarla; los cohechos, el robo, la malversación de las rentas reales, la depreciación de la moneda, la corrupción de la justicia, los más altos oficios del reino en la familia de Lerma; su tío, inquisidor general; su hijo, gentil hombre del príncipe… sus hechuras puestas como espías alrededor del trono; cerrado al vasallo el camino hasta el rey, todo dominado, todo usado en provecho propio, convertido el clero por su interés al interés del favorito; alejados de España los buenos españoles; todo vendido, todo profanado, todo enlodado; cuantas miserias, en fin, cuantas infamias, cuantas traiciones puedan suponerse de un hombre; y todo esto robustecido con pruebas, aunque yo no las necesitaba porque harto bien conozco por mí misma á Lerma; todas estas pruebas expuestas con claridad, con nobleza, con desinterés, con lealtad, como conviene á un buen vasallo; don Rodrigo logró interesarme con su memorial, no sólo porque creí ver en él al hombre de honor interesado por su rey y por su patria, sino porque en él también vi al profundo hombre de Estado. ¿Pero á qué cansarme inútilmente? – dijo la reina levantándose, yendo á un secreter, tomando de él un papel y dándosele á doña Clara – : he aquí el memorial de don Rodrigo.
Doña Clara miró aquel papel.
– ¡Ah, infame! – dijo – ; ni un sólo momento ha pensado en ser leal á vuestra majestad.
– ¡Cómo!, yo creo que cuando don Rodrigo escribió su memorial obraba de buena fe.
– Esta no es su letra, señora.
¡Que no es su letra! ¿Y cómo lo sabes tú?
– Como que me ha escrito más de una y más de tres cartas de amor. Pero yo he sido más cauta. He tomado las cartas, pero ni las he contestado, ni las he creído.
– ¿Y estás segura de que esa no es la letra de don Rodrigo?
– Segurísima; como que la primera carta que me dió, se la vi escribir en la sala de las Meninas un día que estaba de guardia.
– Bien, no importa – dijo la reina.
– Sí; sí, por cierto – dijo doña Clara – ; importa demasiado, y cuando se está en una lucha tan peligrosa como la que vuestra majestad sostiene con ese miserable, es necesario no dejar pasar nada desapercibido. No, no está escrito este memorial de su mano, y siendo tan importante lo que en este memorial se contiene, indica que hay otro traidor desconocido que sabe los secretos de vuestra majestad.
La reina se puso levemente pálida.
– Dios nos ayudará, sin embargo – dijo – , como ya ha empezado á ayudarnos procurándonos á ese joven, que indudablemente es leal.
– Y amigo de don Francisco de Quevedo… que está en la corte.
– Pues bien; nos valdremos de don Francisco por medio de ese joven, que pronto será también de palacio y además está enamorado como un loco de ti y con razón…
Doña Clara se puso encendida.
– Además – dijo la reina, que había quedado pensativa – ; podemos contar con otra persona más importante de lo que parece…
– ¡Una persona importante!
– Importantísima.
– ¿Y quién es esa persona?
– Ven, ven – dijo la reina – , trae una bujía.
Y marchando delante de doña Clara, fué á su dormitorio.
– Aquí hay una puerta – dijo la reina señalando un lugar de la tapicería.
– Muy oculta debe de ser – dijo doña Clara – , porque no se conoce.
– Sin embargo la hay, y explica cómo han podido entrar hasta aquí las misteriosas cartas que me avisaban secretos graves, que me ponían al corriente de lo que pasaba en el cuarto del rey; en que me proponían, por último, el castigo de Calderón.
– ¿Y cómo ha descubierto vuestra majestad esa puerta?
– Cuando esta mañana encontré sobre la mesa la carta que viste en que se me avisaba que don Rodrigo llevaba siempre sobre sí mis cartas, y se me ofrecía darme esas cartas por mil y quinientos doblones, me propuse averiguar quién era el que de tal modo, burlando el particular interés de la duquesa de Gandía y la presencia de la servidumbre, lograba penetrar hasta mi dormitorio. Cuando tú saliste esta noche en busca de los mil y quinientos doblones, con pretexto de recogerme en el oratorio, mandé á la duquesa que me dejase sola: entonces apagué las luces del dormitorio, y con una linterna preparada me escondí detrás de las colgaduras del lecho. Pasó bien media hora, y ya empezaba á impacientarme cuando sentí pasos. Preparé la linterna. Pero la persona que se acercaba traía luz: entró precipitadamente en el dormitorio, y miró con avidez: era la duquesa de Gandía, que siguió adelante y entró en el oratorio. Poco después salió pálida, aterrada, murmurando: ¡Dios mío! ¿dónde está la reina?
– ¡Ah! ¡señora! ¡ha estado perdida vuestra majestad para la camarera mayor!
– ¡Oh, sí! y me alegro, me alegro, porque se ha llevado un buen susto.
– Susto del que ha salido, porque al fin ha parecido su majestad… ¡acostada!
– Sí, СКАЧАТЬ