El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel
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СКАЧАТЬ explicación se necesita? esas cartas… estoy segura de ello, son citas á don Rodrigo Calderón; citas, no ciertamente de amor, pero que tal vez puedan parecerlo.

      – Yo no te había hablado nada de estas cartas; hasta hoy no te había dicho nada de mis secretos hasta que he necesitado recobrar estas cartas, pero han venido á tus manos… ¿las has leído?

      – ¡Señora! – exclamó con el acento de la dignidad ofendida doña Clara.

      – Pues bien, léelas.

      – ¡Ah, no; no, señora! – dijo la joven rechazando con respeto las cartas que le mostraba la reina.

      – Te mando que las leas – dijo con acento de dulce autoridad Margarita de Austria.

      Doña Clara tomó cuatro cartas que le entregaba la reina, abrió una y se puso á leerla en silencio.

      – Lee alto – dijo la reina.

      Doña Clara leyó:

      «Venid esta noche á las dos; yo os esperaré y os abriré. No faltéis, que importa mucho. —Margarita.»

      – Otra – dijo la reina.

      «Os he estado esperando y no habéis venido; ¿en qué consiste esto? ya sabéis cuánto me importa que vengáis. Os ruego, pues, que no me obliguéis á escribiros otra vez. Venid por el jardín á las doce y encubierto. —Margarita.»

      – Otra – repitió la reina con acento grave.

      – Es urgente, urgentísimo, que vengáis esta noche; os espero con impaciencia. Nada temáis contando conmigo; atrevéos á todo. Esta noche, á la una, hablaremos más despacio. Venid. —Margarita.»

      – La última – dijo la reina con acento opaco.

      «Lo que me pedís es imprudente. Decís que nuestras entrevistas son peligrosas en palacio. Desde el momento conocí el peligro. Pero me interesaba demasiado veros, oíros, hacerme oír de vos, tratar con vos de lo que tanto importa á mi dignidad como mujer, á mis deberes como reina y como esposa, y no he vacilado un punto, confiada de vuestra lealtad. Pero me exigís que salga fuera de palacio, y esto no lo haré jamás. Yo podría justificar, en un caso desgraciado, vuestra presencia en mi recámara; ¿pero cómo podría justificar mi ausencia de palacio, si por desgracia se notaba, ó mi presencia en un lugar extraño si un accidente cualquiera me descubría? Renunciad á ese peligrosísimo medio, y venid; seguid confiando en mí. —Margarita.»

      – Quema esas cartas – dijo la reina.

      Doña Clara las quemó una á una á la luz de una bujía.

      – Ahora bien – dijo la reina cuando la joven hubo concluído su auto de fe – ; después de haber leído esas cartas, ¿qué piensas de mí?

      – Pienso lo mismo que he pensado siempre: que vuestra majestad se ha comprometido por el bien de sus reinos y por recobrar su dignidad.

      – Más claro, más claro – dijo con impaciencia Margarita de Austria.

      – En esas cartas no veo lo que tal vez podrían haber visto otros: una prueba contra la virtud de vuestra majestad; no, yo no veo eso; conozco demasiado á vuestra majestad para que pueda dudar ni un solo momento de su virtud. Veo una conspiración.

      – ¡Ah! ¡ves una conspiración!

      – Sí, por cierto, y una conspiración justa, y más que justa necesaria contra el duque de Lerma. Sólo que vuestra majestad ha elegido un instrumento que le ha hecho traición.

      – Un día – dijo la reina reclinándose en su sillón y apoyando su bello semblante en una de sus bellísimas manos – cazaba el rey en El Pardo; entre los caballeros que acompañaban al rey iba don Rodrigo Calderón, que acababa de ser creado conde de la Oliva y estaba al pie de mi carroza, desempeñando accidentalmente el oficio de caballerizo. La carroza se había detenido en una encrucijada, por donde decían los monteros que debía pasar el jabalí. Me rodeaba mi servidumbre, á caballo, y cuatro damas que me seguían estaban detrás en otra carroza. Hacía mucho calor, y yo sudaba. Pedí agua, y don Rodrigo partió y volvió al punto, trayéndomela en un vaso de oro. El vaso era bellísimo, y yo noté que no era de las vajillas de palacio – .¿Este vaso es vuestro? – le pregunté – . Ese vaso no puede ser mío – me contestó – después de haber bebido en él vuesta majestad. – No importa, guardadlo – le contesté – . Don Rodrigo lo tomó, y dijo: – Lo guardaré como un testimonio de honra mientras viva, y después de muerto, si para entonces tengo hijos, se lo legaré como una reliquia – . Todo esto fué dicho con respeto, en estilo cortesano, con dignidad y con un grave acento de lealtad; poco después sonaron bocinas y ladridos de perros, y voces que gritaban: – ¡El jabalí! ¡el jabalí! – Yo asomé la cabeza por la ventanilla de la carroza, y al ver un animal monstruoso que adelantaba con una rapidez horrible por el sendero junto al cual estaba mi servidumbre, grité: – Apartáos, caballeros, apartáos, yo os lo permito – . Unos por miedo, otros por afición á la caza, se apartaron lejos ó siguieron al jabalí; don Rodrigo no se movió de junto á la portezuela, á pesar de que el jabalí pasó tan cerca de él que le hirió, aunque débilmente, el caballo, y quedó solo al lado de la carroza; toda mi servidumbre: picadores, monteros, guardias, se habían alejado. En aquel momento, don Rodrigo me dijo: – ¿Puedo alcanzar de vuestra majestad un momento de audiencia? – ¿Y para qué, caballero? – le contesté. – Para que yo pueda mostrar á vuestra majestad mi respeto y el interés que me inspira como reina y como dama. – Explicáos – le dije con severidad. – El duque de Lerma es enemigo de vuestra majestad – . ¿Qué queréis decir? – Que vuestra majestad tiene un gran interés de dar en tierra con el duque de Lerma, lo que será muy fácil á vuestra majestad si se vale de mí. – ¡Vos sois secretario del duque de Lerma! – Por lo mismo, señora, porque sé sus secretos, sé que se atreve á todo, y que obra como traidor y villano respecto á vuestra majestad. – Basta; lo que me tengáis que decir me lo diréis en un memorial. – ¿Y cómo podré dar á vuestra majestad ese memorial, rodeada como está vuestra majestad siempre de enemigos pagados por el duque? – Dejad esta tarde vuestro memorial en uno de los mirtos que están bajo los balcones de mi recámara, en el palacio de El Pardo – . Y me retiré al interior de la carroza. Don Rodrigo no me habló ni una palabra más. Poco después volvió la servidumbre, acabó la cacería y nos volvimos á palacio.

      Aquel día, como otros muchos, comí separada del rey, en mi cámara, y su majestad no vino á pasar la velada conmigo. En cambio, el duque de Lerma me hacía notar, en cuantas ocasiones estaba delante de mí, el peso de su superioridad. Esta era insoportable, lo era y lo es… insoportable de todo punto.

      Tú lo sabes, Clara – añadió la reina… – yo no tengo esposo… tú, nadie mejor que tú, sabe que el rey no me ama.

      – ¡Ah! ¡señora! – exclamó doña Clara – ; ¿vuestra majestad duda también?

      – No, no; yo no tengo celos de tí, ni puedo tenerlos: primero, porque conozco tu corazón y tu altivez… tu virtud, más bien; segundo, porque si me importa mucho mi dignidad como esposa y como reina, no me importa tanto el poseer el corazón del rey. Te hablo ahora como te he hablado siempre, desde poco tiempo después de conocerte: como á una hermana. Entre nosotras, Clara, no hay secretos. Tú sabes cuál es mi vida. Tú sabes cuál es mi lucha. No amo al rey, pero le respeto… No le ruego, pero me ofende que vasallos se atrevan á mandar en mi casa, y nieta, y hermana, y esposa de rey, no puedo sufrir СКАЧАТЬ