El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel
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Читать онлайн книгу El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III - Fernández y González Manuel страница 30

СКАЧАТЬ quiero que, andando en tales y tan altos negocios, no lleves más armas que la daga y la espada; el oro es un arma preciosa. Toma, hijo – y sacó una bolsa verde y la puso con misterio en las manos del joven – . No es grande la cantidad, pero bien habrá diez doblones de á ocho. Tú me devolverás esa cantidad cuando puedas. Ahora no hablemos más, ni por la casa, ni por la calle. Voy á llevarte á esconderte frente al postigo del palacio del duque.

      Y se volvió hacia la puerta.

      Pero de repente se detuvo.

      – ¡Ah! se me olvidaba – dijo limpiándose con el pañuelo el sudor que corría hilo á hilo por su frente – : por muy afortunado que seas, no puedes pasar toda la noche en palacio; allí sólo estarás un breve espacio… luego… en mi casa no quiero que estés… no sería prudente… Cuando un hombre ocupa con una alta señora el lugar que tú maravillosamente ocupas, debe evitar que esta señora sepa que vive en una casa donde hay mujeres jóvenes y bonitas. Cuando estés libre, sube á las cocinas; pregunta por el galopín Aldaba, y dile de mi parte que te lleve á casa de la señora María, la mujer del escudero Melchor… no te olvides.

      – No me olvidaré.

      – Allí tienes preparado y pagado el hospedaje. Es lo último que tengo que decirte. Conque vamos, hijo, vamos.

      Juan siguió á su tío; al pasar por la repostería, éste dijo arrojando una mirada á las mesas y á los aparadores:

      – Me voy á tiempo; ya se han servido los postres y los vinos. Buenas noches, señores.

      Despidieron todos servilmente, pajes, lacayos y galopines, al cocinero de su majestad, y recibiendo iguales saludos de la servidumbre que ocupaba las habitaciones por donde pasaron, salió á la calle, siguió, torció una esquina, recorrió una tortuosa calleja, dobló otra esquina, y al comedio de otra calleja obscura se detuvo.

      – Ese es el postigo de la casa del duque – dijo el cocinero mayor.

      – ¿Y por ahí ha de salir el hombre que lleva consigo esas cartas que comprometen á su majestad?

      – Sí, don Rodrigo Calderón; pero saldrá tarde; aunque te llaman luego á palacio, esto importa más, créeme; espera aquí, porque podrá suceder que don Rodrigo salga temprano, dentro de un momento; podrá suceder también que salga acompañado; en ese caso… déjale, y vuelve mañana á este mismo sitio hasta que le veas solo. ¿Pero estás seguro de tu valor y de tu destreza?

      – Cuando se trata de la reina, tío, no hay que pensar más que en servirla.

      – Pues bien; ocúltate, que no puedan verte; aquí en este soportal. Y adiós; voy á ver ahora mismo á mi hermano Pedro.

      – Quiera Dios, tío – dijo tristemente el joven – , que le encontréis vivo.

      – Adiós, sobrino, adiós; nunca he sufrido tanto; quisiera irme y quedarme.

      – Id tranquilo, tío, que como Dios me ha sacado de otros lances, me sacará de éste.

      – Dios lo quiera.

      – Id, id con Dios.

      El señor Francisco Montiño tiró la calleja adelante y tomó á buen paso el camino del alcázar.

      Para él, á quien habían fascinado las coincidencias casuales del relato de Gabriel Cornejo, con la carta de palalacio y con las impacientes preguntas de su sobrino postizo acerca de la reina, era indudable que Juan había tenido un buen tropiezo; que, en fin, la reina le amaba ó le deseaba… pero todo esto se hacía duramente inverosímil al cocinero mayor, porque, en efecto, lo era; y sin embargo, creía tener pruebas indudables: aquella carta que había venido á sus manos por conducto de una dueña de palacio y con todas las señales de provenir de la reina; las medias palabras de su sobrino; el aspecto extraño, la sobreexcitación que en él había notado, todo contribuía á hacerle creer lo que no quería creer, porque lo que repugna fuertemente á la razón, lo rechaza enérgicamente la voluntad.

      Francisco Montiño no encontraba otra salida al pasmo que le causaba todo aquello, mas que encogerse de hombros y decir:

      – ¡Y yo que hubiera jurado que la reina era una santa!

      Y luego añadía, en una reacción de la razón y de la voluntad:

      – No, no, señor, es imposible, imposible de todo punto; yo estoy soñando ó me he vuelto loco. Ni creo esto ni lo de don Rodrigo Calderón. ¡Bah!¡blasfemia! es cierto que la reina no ama al rey, pero de esto á… á olvidarse de quien es… ¡Vamos, no puede ser!

      Y recordando luego cuanto había visto y oído, exclamaba:

      – Pero las mujeres, con corona ó sin ella, son siempre mujeres, capaces de hacer lo que ni aun se podría pensar.

      Al cabo terminaba su lucha con la siguiente conclusión:

      – Ello, al fin, no me importa tanto que me exponga á volverme loco devanándome los sesos: si mi sobrino, es decir, si ese joven que me cree su tío hace suerte… mejor, algo me alcanzará; si todo eso de la reina no es más que una equivocación, un enredo… mejor, mucho mejor, porque la reina será lo que yo creo que es y lo que debe ser. De todos modos, no pasará mucho tiempo sin que yo sepa la verdad. Entre tanto vamos á pasar una mala noche por ver á mi hermano, y no nos detengamos, ya que hay que saber otro secreto importante, porque la muerte no se espera á que uno despache sus negocios.

      Pensando esto entraba por la puerta de las caballerizas reales.

      – ¡Hola, eh! – dijo desde la puerta de una cuadra – ¡los palafraneros de guardia!

      Acudieron dos ó tres mocetones.

      – Al momento, al momento, para el servicio de su majestad, dos machos de paso que puedan andar cinco leguas en dos horas, y un mozo de espuela, que no se duerma y que no me extravíe.

      – Muy bien, señor Francisco Montiño – dijo uno de los palafreneros – ; cuando vuesa merced vuelva ya estarán las bestias y el mozo dispuestos para echar á andar.

      El cocinero mayor atravesó el arco de las caballerizas, la plaza de Armas, el vestíbulo y el patio del alcázar, se metió por un ángulo, por una pequeña puerta, empezó á trepar por unas escaleras de caracol, y á los cien peldaños desembocó en una galería, apenas alumbrada por algunos faroles; apenas entró, llegó á sus oídos la voz de dos mujeres que cantaban de una manera acompasada y lenta, como quien se fastidia, un villancico.

      – ¡Qué feliz sería yo – dijo – si no me cercasen y me rodeasen y me amargasen la vida, tantos negocios y tantos enredos! ¡y si no, cuán felices y cuán contentas están mi mujer y mi hija!.. es necesario dar un corte á esto; soy rico, á Dios gracias, y debo retirarme y descansar. Abre, Inesita, hija mía – dijo llegando á una puerta.

      Cesó el canto, oyéronse unas leves pisadas, se abrió la puerta, y con una palmatoria en la mano apareció una preciosa niña de diez y seis á diez y siete años.

      – ¡Cuánto ha tardado vuesa merced, señor padre! – dijo sonriendo al cocinero mayor – mi señora madre y yo estábamos con mucho cuidado.

      – ¡Y cantábais!

      – Por entretener la espera.

      – Pues más voy á tardar – dijo СКАЧАТЬ