La alhambra; leyendas árabes. Fernández y González Manuel
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СКАЧАТЬ style="font-size:15px;">      El rey habia preguntado á sus sabios, y estos se habian esforzado en vano por descifrar aquel misterio.

      En una ocasion se habia puesto una magnífica rosa blanca, en una copa de oro, oculta tras un tapiz, y el mismo rey Nazar habia observado á su esposa escondido.

      Llegado el acceso, la sultana habia buscado, segun costumbre, por todas partes, y al encontrar la rosa, se habia arrojado sobre ella y la habia despedazado esclamando.

      – Mi rosa era mas blanca, y mas pura, y mas fragante.

      El rey habia renunciado ya á conocer el misterio de la locura de su esposa.

      Y habian pasado años y años.

      Sin embarco, Wadah no habia olvidado su perdida rosa blanca.

      Seguia sentada en el suelo cruzadas las manos delante de sus rodillas, y entonando su triste y lánguida melodía.

      – ¡Wadah! la dijo el rey.

      – ¿Quién me llama? esclamó la sultana escuchando con atencion.

      – Soy yo… dijo el rey, yo que te amo.

      – ¡Ah! dijo la sultana, el rey Nazar: el rey Nazar es un ingrato; cuando yo le conocí, solo tenia una pequeña, una pobrecilla bandera y doscientos esclavos, ginetes en yeguas negras y armados de lanzas: era un pobre walí… pero yo le amé y fué poderoso.

      Wadah pronunciaba estas palabras con una cadencia lenta, gutural y tenia fija la vista en las bovedillas doradas de la cúpula.

      – Yo era maga… un mago me habia traido de las montañas donde nace el Nilo.

      Yo amaba entonces solamente á mi rosa blanca, y la escondia para que nadie la marchitara con sus miradas.

      Pero ví á Al-Hhamar y le amé; le amo tanto como á mi rosa blanca.

      Le favorecí con mi poder; le dí un amuleto que le hizo invencible, y Al-Hhamar se apoderó primero de un pueblo y luego de otro y se hizo rey, rey fuerte, y sus soldados le llamaron el vencedor y el magnífico.

      La rosa blanca tuvo celos de mi amor al rey Nazar y me abandonó.

      Y el rey Nazar me abandonó tambien, á pesar de que sabia que era mi alma.

      El rey Nazar amaba á otra muger.

      ¡Leila-Radhyah! ¡ah! ¡Leila-Radhyah! ¡pero tú tampoco has gozado los amores de Nazar! ¡yo sé que Nazar llora por tí!

      Estremecióse Al-Hhamar. Era la primera vez que la sultana Wadah nombraba á la princesa africana.

      ¿Sabria Wadah lo que habia sido de ella?

      Pero no se atrevió á preguntarla.

      Continuó callando y escuchando con toda su alma.

      Wadah permaneció sentada en el suelo con la mirada fija en la cúpula y hablando como si estuviese sola.

      – El rey Nazar es un ingrato: me lo debe todo y me vé morir y no tiene compasion de mí. Una sola palabra suya seria para mí como el rocío de la alborada para las flores marchitas, y no pronuncia esa palabra.

      Al-Hhamar se acercó á Wadah, la levantó en sus brazos, la estrechó en ellos y la besó en la boca.

      Wadah se estremeció; dió un grito, miró de hito en hito al rey Nazar, y rompió á llorar.

      Era la primera vez que lloraba despues de veinte años.

      Su mirada lúcida, radiante, se posó en el rey y sus labios sonrieron.

      – ¡Ah, eres tú, tú! ¿cuanto tiempo hace que no te he visto? esclamó: ¡ah! ¿quién me ha arrancado mis vestiduras, quién ha destrenzado mis cabellos?.. ¿has sido tú?

      No: no; es imposible, tú tienes abandonada á tu esposa, tú no la amas.

      – ¡Wadah! ¡Wadah! esclamó el rey, ¿por qué dudas de mí?

      – Dime: continuó Wadah, ¿por qué has traido á mi lado una doncella que yo no conocia, una hermosísima doncella á quien enamoras?

      – Bekralbayda es una esclava que he comprado para tí.

      – Sí; es verdad, dijo Wadah: tambien Leila-Radhyah, era una esclava, y sin embargo tú la amabas, Nazar.

      – ¡Leila-Radhyah! dijo el rey: dejemos en paz á los muertos.

      – ¡Sí es verdad, dijo Wadah: dejemos en paz á los muertos! pero tú la amabas, Nazar.

      – Yo no he amado á ninguna mas que á tí: tú en cambio amas á un fantasma, á un misterio, mas que á tu esposo.

      – ¡Yo!

      – Sí; tú amas mas que á mí á tu rosa blanca.

      – ¡Oh! esclamó la sultana Wadah, y en sus negros ojos brillaba la razon: ¡cuán torpes son los hombres! ¿No has comprendido cuál era mi rosa blanca?

      – No, nunca lo has esplicado.

      – La rosa blanca… era mi alma… mi alma que me la han robado los que me robaron tu amor: yo hé debido estar loca, Nazar.

      – Acaso Dios lo haya permitido.

      – Yo recuerdo, como sueños confusos, sueños horribles.

      – Es necesario no recaer mas en esos sueños, amor de mi alma, dijo el rey estrechándola entre sus brazos.

      – Necesito el amor y la compañía de mi esposo, dijo Wadah.

      – Y bien, la tendrás.

      – Necesito que vivas á mi lado.

      – Viviré.

      – Quiero que tu hijo el príncipe Mohammet…

      – ¿Qué sabes tú del príncipe?

      – Sé que está preso.

      – ¿Quién te lo ha dicho?

      – Bekralbayda mi esclava, que le vé lodos los dias asomado á un ajimez en lo alto de la torre del Gallo de viento.

      Palideció levemente el rey Nazar y Wadah aspiró aquella palidez.

      – Mi hijo ha cometido un delito de inobediencia y es necesario que le castigue.

      – ¿Y no habla por él en tu corazon el amor de su madre?

      – ¡Wadah!

      – Perdónale, señor, perdónale… aunque no sea mas que por la memoria de tu perdida Leila-Radhyah.

      Pronunció la sultana con tal sarcasmo estas palabras, que el rey empezó á sospechar lo que nunca habia sospechado: que su esposa hubiese tenido parte en la muerte de la princesa.

      Y como si Wadah solo hubiese recobrado por un СКАЧАТЬ