Название: Duelos para la esperanza
Автор: Mateo Bautista García
Издательство: Bookwire
Жанр: Сделай Сам
Серия: Vida Plena
isbn: 9788428560832
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El perdón te libera, te da paz y es una de las claves para encontrar nuevamente la felicidad
Nunca encontraremos las respuestas a tantos porqués, pero ya no me atormentan. Entendí que Dios me ama y su amor me serena. Aprendí que el amor es más fuerte que la muerte, ya que mi amor por mi hijo resucitado en Dios sigue latiendo en mi corazón. Mi vida nunca será igual, pero trato de que sea mejor. Sé que debo poner todo mi esfuerzo para llegar a mis metas, mas dejo todo en las manos de Dios. Ahora soy más agradecida. Acepto lo que me gusta y lo que me duele. Trabajo para perdonar no solo de boca sino de corazón. Enfrento los problemas y sufrimientos con valentía y amor. En una sumatoria de todos estos años constato que he vuelto a ser feliz, a encontrar la paz que me permite vivir la vida que el Señor me concede para servirlo y en la que me esfuerzo para agradarlo.
Desde mi experiencia puedo decir que perdonar no es aceptar ni olvidar lo sucedido injustamente, pero sí sanear el recuerdo, el corazón y la mente. El perdón te libera, te da paz y es una de las claves para encontrar nuevamente la felicidad. Y querido lector/a, por experiencia te comunico que, sin perdón, nunca se sana el sufrimiento.
Cuando asesinaron a mi esposo de 28 años...
La meta es la paz, la felicidad, el amor.
La meta es la solidaridad, la fe, la vida...
Damián y yo nos enamoramos y a los nueve meses nos casamos. Teníamos 24 y 23 años. Tanto la familia de él como la mía estaban felices con nuestra unión. Vivíamos en Saavedra (Ciudad de Buenos Aires). A los tres años, y después de una búsqueda intensa, nació María del Pilar, el bebé tan soñado por nosotros y el resto de la familia. Teníamos en Palermo nuestro local de computación que él manejaba con mucha dedicación. Mi vida era completa con Pilar y Damián, y con un buen trabajo, y con muchos, muchos proyectos de vida, proyectos que...
El 10 de abril del 2001 era una mañana de otoño fresca. Habíamos desayunado juntos y sabíamos que a la noche nos encontraríamos para festejar el cumpleaños de un cuñado. Pilar tenía entonces nueve meses y ese día me fui con ella a casa de mis padres, ubicada en el centro de la ciudad de Buenos Aires. Mientras almorzábamos, me llamó Damián de muy buen humor, contándome que iba a pasar por el banco para dejar la documentación del crédito que íbamos a solicitar para adquirir nuestra primera vivienda. Me encantó la idea. La sobremesa siguió...
Hacia las 15:00 h sonó el teléfono. Atendió mi mamá en la cocina y con un grito exclamó: «¡No, no, no puede ser!». Me acerqué, me miró apenadísima y me dijo: «¡A Damián le dispararon!». Le pedí que se quedara con Pilar y con mi papá me fui para allá rápidamente en un taxi. Cuando nos acercamos a la esquina del local vimos a muchos agentes de policía y que la calle estaba cortada.
Empezaba una película de terror. Caminaba entre la gente y todos me miraban. Veía chicos sentados en la vereda, llorando. Damián era muy querido en el barrio y tenía muchos jóvenes como clientes. El frío se apoderaba de mi cuerpo. Un escalofrío aterrador que nunca olvidaré me invadió. Cuando me iba acercando al negocio veía ambulancias, policías y una cinta que lo rodeaba. Intenté acercarme y cruzar la cinta, pero los que me conocían me echaban para atrás diciéndome que no lo hiciera. Yo no entendía el porqué. Pregunté por Damián y no veía que estaba enfrente de mí, en el suelo, con una bolsa azul que le cubría el cuerpo. Cuando me di cuenta de que era él, empecé a gritar y a gritar hasta que me desplomé. No sé qué hice ni qué dije. Me subieron a la ambulancia y recuerdo ver a mi papá llorando, que solo repetía: «¡No puede ser! ¡No puede ser!».
Llegamos al Hospital Fernández y en el estado en que me vieron me dieron una pastilla para que me tranquilizase, la cual me dejó muda, sin reacción. Fue acercándose mi familia y no podía contestarles nada. Estaba en shock y, aun estando acompañada, sentía una inmensa soledad. Todos gritaban y lloraban. Yo, totalmente bloqueada, no sabía ni dónde estaba, ni qué estaba pasando. No entendía nada de nada, ni sé cuánto tiempo transcurrió.
No podía entender que le hubieran robado la vida
Me llevaron a casa de mi hermana. En la entrada me estaban esperando otros familiares. Nos abrazamos y empecé a darme cuenta de que algo acontecía. Esa noche dormí abrazada con dos amigas. No podía pensar ni en mi hija, que se había quedado con mi mamá. Al día siguiente escuché a mi cuñado que me decía: «Hoy va a ser un día difícil. Tienes que prepararte». Fui con él y mi hermana a la comisaría y de ahí nos dirigimos al velatorio. Solo recuerdo que había mucha gente, y muchos periodistas. Entré corriendo para saber si era verdad lo que ya suponía. Cuando lo vi en el cajón no podía creer lo que veía. Me tiré sobre él y me desplomé en el suelo. No podía entender que con 28 años le hubieran robado la vida. Nadie hasta ese momento me había explicado lo que había sucedido y seguramente yo tampoco querría saberlo.
En el transcurso del velatorio me fui enterando de cómo había ocurrido todo, y ocurrió de la siguiente manera: entró una cliente y detrás de ella se posicionó el asesino con un arma calibre 22, la encerró en el baño y exigió a Damián que le entregara el dinero. Él, a quien yo conocía bien, y segura de que no permitiría que le robaran lo que había trabajado ese día, quiso sustraerle el arma y, mientras forcejeaban, el chico, de 17 años, drogado, sin temor alguno ni límites, le disparó.
Tuvimos que prolongar el tiempo del velatorio para que el afligido papá de Damián pudiera llegar a despedirlo; venía desde Brasil donde vivía. La acongojada mamá estaba en shock. Su rostro se desgarró al ver a su hijo en un cajón. A su hermana la noté quebrada de dolor. La concurrencia de amigos y familiares fue inmensa.
Como la muerte de Damián fue un caso muy resonante en el periodismo, motivado por la inseguridad reinante en Palermo, se hizo una unión vecinal con su nombre y empezamos a hacer «marchas»... Quiero destacar aquí, y agradecer profundamente, el coraje de la hermana de Damián que se puso al frente de esas «marchas». Peleó con fiscales y abogados, contrató hasta a un detective privado... ¡Quería justicia para su hermano, no venganza! Para ella aquello era una tortura constante, pero no se acobardó. Su esfuerzo titánico, sufriente y estresante dio su resultado. Después de un tiempo, el asesino fue enjuiciado...
Yo, por el contrario, dejé en manos de los abogados el tema judicial. Nunca me importó que aquel muchacho estuviera preso o suelto, ya que nadie me devolvería a Damián en esta vida. Toda esta situación me hacía sentir ahogada, presionada. La desesperación era tal que creí salir de mi cuerpo. Tenía miedo y me sentía sola. Me había perdido, estaba como en una pesadilla...
A los tres meses decidí irme al pueblo donde nació mi padre, Coronel Pringles, sin saber qué iba a hacer con mi vida y con mi hija, quien ya había cumplido un año. Damián, un fiel creyente, había manifestado en alguna ocasión que, tras su muerte, deseaba la cremación, cosa con la que yo no estaba de acuerdo, pero accedí ya que era su voluntad. Llegué a Coronel Pringles con mi hija y «con Damián en una urna». Me veía sola, abatida, desesperada y vacía. Cuando iba por la calle la gente me miraba... Me sentía señalada y juzgada como algo raro. No encajaba en ningún lugar, ¡ni me importaba!
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