Название: Duelos para la esperanza
Автор: Mateo Bautista García
Издательство: Bookwire
Жанр: Сделай Сам
Серия: Vida Plena
isbn: 9788428560832
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Pero todo eso que yo había estado imaginando y tratando de organizar dentro de mí se vio derrumbado cuando llegué a casa y no había rastro de Andrea. Todas sus cosas, ropa, juguetes, adornos, dibujitos, todo lo que se te pueda imaginar, había sido guardado de manera desordenada en bolsas negras de consorcio. Nadie me había preguntado si yo quería eso. ¡Fue muy difícil hacer frente a esa situación! Es muy común que la gente decida por una sin consultar; por supuesto que todos obran de buena fe y pensando que están haciendo lo mejor para mí, pero yo no había perdido la cabeza, ni la posibilidad de elegir o tomar decisiones. A mí, era a mí a quien se le había muerto la hija. Me costó muchos años ir abriendo de a una las bolsas, ver qué tenían, decidir qué hacer y despedirme de cada juguete, de cada prenda. Era un reabrir la herida cada vez. Yo no había elegido eso. Nadie me había preguntado, sin embargo, debí pasarlo. Fue un proceso largo que se fue mechando con la alegría del nacimiento de Pablo.
A los pocos días de la muerte de Andrea comencé con muchas contracciones. El médico obstetra decidió internarme y frenar el trabajo de parto, queriendo ganar unos días más para el buen desarrollo pulmonar del bebé, hasta que el 11 de julio nació Pablo Hernán por parto normal, un bebé regordete que pesó casi cuatro kilos. Ese día nevó en la ciudad. Hacía muchos, pero muchos años que esto no ocurría. Vino a nosotros mi otra hermana, como haciendo posta para acompañarme.
Con el nacimiento de Pablo me aferré a la vida. Era un nuevo solcito brillando con fuerza, un ser totalmente dependiente de mí, un bebé. Nació tan estresado que durmió veinticuatro horas de corrido, y con un gotero le daban solución glucosada. Yo sufrí una hipotermia muy importante después del parto. No pude amamantar a Pablo; y su papá seguía en el hospital. ¿Cómo estaría haciendo el duelo?
Los días que vinieron no fueron fáciles. Yo estaba muy triste, débil, sin fuerzas para enfrentar la tarea titánica de criar y educar un niño. ¿Pero quién lo iba a hacer? ¡Yo era su mamá! Busqué ayuda, conocí un grupo que me acompañó mucho, me relacioné con papás y mamás que también habían sufrido la muerte de un hijo, y en un caso de dos, y pensé: «¡Qué terrible! ¿Cómo la vida puede ser tan cruel?»; mejor dicho, la muerte. Se los veía animados, con proyectos, con deseos de ayudar a otros, como si trataran de resignificar la vida. Entendí que el camino del duelo es largo y duele, pero es sano atravesarlo, sabiendo que en algún momento comenzamos a salir y resurgir.
Era sin fondo el vacío existencial que sentía por la ausencia sin retorno de Andrea. Mi tristeza era infinita; lloraba con congoja, como si mis lágrimas nunca se acabaran. Lágrimas que no me permitían disfrutar de la presencia de Pablo, que estaba allí dependiendo de mí para todo, pues era un bebé.
Los tiempos que vinieron fueron difíciles. Para el mes de agosto una ambulancia trasladó a mi esposo desde el hospital hasta nuestra casa. Tenía que atenderlo a él, que no se movía de la cama, y cuidar del bebé con todo lo que eso significaba, pues casi no dormía de continuo, ni de día ni de noche. Estaba extenuada, pero no quería quejarme, porque tener al chiquitín era una bendición. Sentía una lucha interior entre lo que debía y quería hacer, sumada a un infinito cansancio. Cuántas veces deseaba desmayarme en la calle para ir a parar al hospital y así poder descansar y dormir, pero no, jamás ocurrió.
Cada uno había encaminado el duelo como había podido
Quiero que sepas que el hombre y la mujer elaboramos el duelo de distinta forma. Me apoyé mucho en mis amigos, mis vecinos, la comunidad de la Iglesia; busqué ayuda psicológica, pero me sentía siempre sola. Parecía que Andrea se había muerto solo para mí.
Pablo crecía sano y hermoso; con un año, ya caminaba; caminó antes que su papá. Llegaron sus dos añitos y organizamos una linda fiesta con familiares y amigos. Me acuerdo de que cociné todo casero: tartas, tortas, variedad de saladitos; colgamos guirnaldas, y hasta preparé suvenires. Ya estábamos mejor; cada uno había encaminado el duelo como había podido, a su manera. De algún modo estaba implícito que la vida continuaba para nosotros, pero no todo sería un lecho de rosas.
Para cuando Pablo comenzó el preescolar, yo ya estaba divorciada y vivía con el niño otra vez en Buenos Aires. Busqué trabajo y a los pocos meses comencé como ayudante de laboratorio en un prestigioso colegio de la zona. Pablito cursó el primer año en otro colegio y, para el segundo, yo ya había conseguido media beca en la escuela donde trabajaba, un colegio bilingüe de doble jornada, lo que me permitió tomar más horas en otros colegios e ir de a poco acomodando nuestra economía.
A medida que Pablo crecía, le iba contando acerca de su hermana, a quien no llegó a conocer, pero a la que amaba a través del relato. No quería tener fotos de ella; lo ponían triste. ¡Está bien! Tampoco es necesario tener fotos en exposición. Y así fue creciendo. Todo lo que hacía en la escuela le gustaba: arte, música, deportes. ¡Cómo aprendió a nadar! Cuando él se tiraba en lo profundo de la pileta, yo esperaba el momento de verlo asomar, como una mojarrita1, flaco y largo. Inglés, mucho no le gustaba, pero igual se esforzó e hizo un año por libre para poder estar junto a sus compañeros. Tenía facilidad para el estudio. Cumplió diez años y me pidió si le podría regalar una bicicleta. Ahorré, hice un gran esfuerzo y se la regalé. ¡Qué feliz estaba! Llegaba del cole y siempre daba una vueltita en bici. Cuando se iba con su papá, se la llevaba. ¿Qué niño de diez años no sueña con tener su bicicleta? ¿Qué niño de diez años, que la tiene, no la disfruta? ¿Qué niño no se cae de su bici, se levanta y sigue andando?
Voy a dar la última vuelta en bicicleta
Fue el 28 de febrero de 2002. Esa noche, Pablo debía volver a casa después de un mes de vacaciones con su papá. Era sábado, año bisiesto, y el lunes comenzaban las clases; teníamos que preparar la mochila con los útiles y el guardapolvo. Era un día de mucho calor. A la tarde salió a dar una vuelta en bicicleta por la plaza, que quedaba a una cuadra de la casa del papá, pero antes de salir dijo: «Voy a dar la última vuelta en bici».
Me llamaron por teléfono avisándome de que el niño se había golpeado, que lo habían llevado al hospital, pero que estaba bien, que no me preocupara, que no era nada grave. Ya ni me acuerdo de quién me llamó. Cuando me acerqué al lugar, mi hijo se había ido para siempre. Se había ido dejando mis manos vacías, mi alma totalmente quebrada y sangrando; se fue y se llevó con él el futuro, el porvenir.
Llegué al hospital donde todos parecían esperarme: el papá, familiares, amigos; solo faltaba yo, ¡la mamá! Y aquí te repito lo que te conté al principio: cuando ocurre una tragedia, una desgracia o un accidente con un hijo, casi siempre la última en enterarse es la mamá. ¡Claro! Si lo pensamos juntas, hasta es lógico. ¿Quién querría dar semejante noticia? Pero no, no es lógico, porque la muerte de Pablo tampoco era lógica.
El médico de guardia me dijo: «Luchamos más de una hora: se iba y volvía; se iba y volvía, hasta que finalmente se fue. La caída sobre su bicicleta le produjo la rotura de la vena cava inferior, provocando un derrame interno». Y agregó: «Ocurre un caso en un millón».
Estaba desolada. Lo miraba y parecía dormido. Le preguntaba: «¡Hijo!, ¿qué pasó?». Pero nada, no había respuesta; el abismo de la muerte nos separaba. La muerte que un día llegó, sin aviso y como producto del azar, golpeó otra vez nuestra puerta; más que golpear la tiró abajo y sin darme tiempo СКАЧАТЬ